Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

En la biblioteca reinaba un silencio mortal. Los libros ya no estaban enloquecidos. Habían superado el estadio del miedo, y ahora se encontraban en las aguas tranquilas de un terror abyecto.

Un largo brazo peludo agarró el Dictionarío Commpleto de Magía con Precetos para el Sabío, de Mayúsculo. El libro intentó resistirse, pero el orangután lo tranquilizó con un largo dedo peludo y lo abrió por la R. El bibliotecario calmó a la temblorosa página y la recorrió con una uña enquistada hasta llegar a:

RECHICERO, s. (mitología). Protomago, puerta a trabes de la cuál la nueba majía entra en el mundo, mago sin la limitación de las capacidades físicas de su cuerpo, ni la del Destino, ni la de la Muerte. Está escrito que en el pasado ubo rechiceros cuando el mundo era joben pero ya no quedan y menos mal, porque la rechicería no se izo para el ombre y su regreso significaría el Fin del Mundo. Si el Crreador ubiera querido que los ombres fueran dioses les abría dado alas. VER TAMBIÉN: Apocrilipsis, la lellenda de los Gigantes del Hielo y el Adiós de los Dioses.

* * *

El bibliotecario leyó las referencias, volvió a la primera entrada y la contempló largo rato con sus profundos ojos oscuros. Luego devolvió el libro a su estante con todo cuidado, se deslizó bajo su escritorio y se cubrió la cabeza con su manta.

Pero, en la galería sobre la Sala Principal, Cardante y Peltre contemplaban la escena con emociones completamente diferentes.

De pie, codo con codo, parecían un número 10.

—¿Qué está pasando? —preguntó Peltre.

Se había pasado la noche en vela, y no coordinaba muy bien las ideas.

—La magia fluye hacia la Universidad —respondió Cardante—. Eso es lo que hace un rechicero. Es un canalizador de magia. Magia de verdad, muchacho. No esa bobada anticuada que hemos estado haciendo en los últimos siglos. Esto es el amanecer de un… de un…

—¿De un nuevo amanecer?

—Exacto. Un tiempo de milagros, un… un…

—¿Annus mirabilis?

Cardante frunció el ceño.

—Sí —acabó por decir—. Algo por el estilo. Se te dan muy bien las Palabras, ¿sabes?

—Gracias, hermano.

El mayor de los magos hizo caso omiso de la familiaridad. Se apoyó sobre la barandilla labrada y observó los despliegues de magia que tenían lugar abajo. Instintivamente, se llevó la mano al bolsillo en busca de su saquito de tabaco, pero hizo una pausa. Sonrió y chasqueó los dedos. Entre sus labios apareció un cigarrillo encendido.

—Me he pasado años intentándolo —dijo—. Se avecinan grandes cambios, muchacho. Aún no se han dado cuenta, pero se han acabado las Órdenes y los Niveles. Eso no era más que un… sistema racional. Ya no los necesitamos. ¿Dónde está el chico?

—Aún duerme… —empezó Peltre.

—Estoy aquí —dijo Coin.

Estaba de pie junto a la puerta que llevaba a las habitaciones de Cardante, con el cayado de octihierro que medía más que él. Unas venillas de fuego amarillo recorrían su superficie negra, tan oscura que parecía una resquebrajadura en el mundo.

Peltre sintió que los ojos dorados lo taladraban, como si sus pensamientos más íntimos estuvieran claramente escritos al fondo de su cráneo.

—Ah —dijo con una voz que él consideraba jovial y alegre, aunque en realidad sonaba como un jadeo estrangulado. Tras un comienzo así, su contribución sólo podía empeorar, y lo hizo—. Veo que ya estás, ejem, levantado —dijo.

—Mi querido muchacho… —empezó Cardante.

Coin le dirigió una mirada larga, gélida.

—Te vi anoche —dijo—. ¿Eres potísimo?

—Sólo a medias —se apresuró a explicar Cardante, recordando la tendencia del chico a considerar la magia como un juego letal—. Pero no tan potísimo como tú, estoy seguro.

—¿Seré archicanciller, como marca mi destino?

—Por supuesto, por supuesto —asintió Cardante—. No te quepa duda. ¿Puedo ver tu cayado? Qué diseño tan interesante…

Extendió una mano regordeta.

Era una increíble falta de etiqueta en cualquier caso. A ningún mago se le ocurriría tocar el cayado de otro sin su consentimiento expreso. Pero hay gente que no considera que los niños sean seres humanos de todo derecho, y creen que las normas de la buena educación no se aplican a ellos.

Los dedos de Cardante se cerraron en torno al cayado negro.

Hubo un ruido, aunque Peltre lo sintió más que lo oyó, y Cardante se vio lanzado al otro extremo de la galería, donde chocó contra la pared opuesta como un saco de grasa antes de caer al suelo.

—No hagas eso —dijo Coin. Se volvió hacia Peltre, que se había puesto pálido—. Ayúdale a levantarse —añadió—. Lo más probable es que no esté malherido.

El tesorero se apresuró a inclinarse sobre Cardante, que jadeaba y se había puesto de un color raro. Palmeó la mano del mago hasta que abrió un ojo.

—¿Has visto lo que sucedió? —susurró.

—No estoy seguro. Mmm… ¿qué sucedió? —siseó Peltre.

—Me ha mordido.

—La próxima vez que toques el cayado —dijo Coin, limitándose a señalar un hecho obvio—, morirás. ¿Comprendes?

Cardante alzó la cabeza con un movimiento suave, por si acaso se le caía algún pedazo.

—Perfectamente.

—Ahora, me gustaría ver la Universidad —siguió el chico—. He oído contar muchas cosas sobre ella…

Peltre ayudó a Cardante a erguirse sobre sus pies inseguros, y le proporcionó apoyo mientras trotaban obedientes tras el jovencito.

—No toques su cayado —murmuró Cardante.

—Puedes estar seguro —respondió Peltre con firmeza—. ¿Qué sentiste?

—¿Te ha mordido alguna vez una víbora?

—No.

—En ese caso, comprenderás a la perfección lo que sentí.

—¿Eh?

—No se parecía en absoluto a la mordedura de una víbora.

Se apresuraron a seguir a la decidida figura de Coin, que bajaba por la escalera. Cruzó la destrozada puerta de la Sala Principal.

Peltre se las arregló para ponerse al frente, deseoso de causar una buena impresión.

—Esto es la Sala Principal —dijo. Coin volvió hacia él su mirada dorada, y el mago sintió como se le secaba la boca—. Se llama así porque es una sala, ¿sabes? Una sala principal.

Tragó saliva.

—Es una sala principal —siguió, tratando de impedir que aquellos ojos como faros achicharraran sus últimos restos de coherencia—. Una sala principal muy principal, y por eso se llama…

—¿Quiénes son esos? —preguntó Coin.

Señaló con el cayado. Los magos reunidos, que se habían vuelto hacia él al verlo llegar, retrocedieron como si el bastón fuera un lanzallamas.

Peltre siguió la mirada del rechicero. Coin señalaba los retratos y estatuas de anteriores archicancilleres, que decoraban las paredes. Con sus barbas y sombreros puntiagudos, con pergaminos ornamentados o misteriosos aparatos astrológicos en las manos, los anteriores archicancilleres contemplaban la sala con feroces miradas de orgullo, o quizá de estreñimiento crónico.

—Desde esos muros —dijo Cardante—, doscientos magos supremos te contemplan.

—No me gustan —replicó Coin.

Del cayado surgió un fuego octarino. Los archicancilleres desaparecieron.

—Y las ventanas son demasiado pequeñas…

—El techo es demasiado alto…

—Todo es demasiado viejo…

Los magos se lanzaron de bruces al suelo mientras el cayado relampagueaba y escupía. Peltre se encasquetó el sombrero y rodó hasta quedar bajo una mesa cuando el tejido mismo de la Universidad fluía en torno a él. La madera crujió, la piedra gimió.

Algo le golpeó en la cabeza. El mago lanzó un grito.

—¡Ya basta! —gritó Cardante por encima del jaleo—. ¡Y ponte bien el sombrero! ¡Un poco de dignidad!

—¿Y por qué estás tú también bajo la mesa? —preguntó Peltre con amargura.

—¡Tenemos que aprovechar nuestra oportunidad!

—Buena idea, ¿le quitamos el cayado?

—¡Sígueme!

Peltre se levantó y salió a un horrible nuevo mundo, lleno de luz.

Las recias paredes de piedra habían desaparecido. Ya no existían las oscuras vigas donde anidaban los búhos. Por ningún lado se veía el suelo de baldosas, con su dibujo de ajedrez que hacía llorar los ojos.

También habían desaparecido las diminutas ventanas, con su pátina de grasa milenaria. La luz del sol entraba a ráfagas en la sala por primera vez en su historia.

Los magos se miraron entre ellos boquiabiertos, y lo que vieron no fue lo que siempre habían pensado que verían. La despiadada luz transformaba los ricos brocados de oro en barnices polvorientos, mostraba las manchas y jirones del terciopelo, convertía las hermosas barbas en marañas sucias de nicotina, transmutaba las valiosas gemas en vulgares nochemantes… El sol recién llegado hurgaba por todas partes, acabando con las confortables sombras.

Y Peltre hubo de admitir que lo que quedaba no inspiraba confianza. De pronto, tuvo conciencia de que bajo su túnica (descolorida y llena de remiendo, como comprendió con cierta culpabilidad; su túnica con rastros del trabajo de los ratones), aún llevaba las alpargatas.

Ahora la mayor parte de la superficie de la sala era de cristal. Y lo que no era de cristal, era de mármol. Todo resultaba tan espléndido que Peltre se sintió acomplejado.

Se volvió hacia Cardante, y vio que su camarada mago miraba a Coin con ojos brillantes.

Casi todos los demás magos tenían la misma expresión. Si a los magos no les atrajera el poder, no serían magos, y allí había poder del de verdad. El cayado los había hechizado como una cobra.

Cardante extendió la mano para tocar al niño en el hombro, pero luego se lo pensó mejor.

—Magnífico —se limitó a decir.

Se volvió hacia los magos reunidos y alzó los brazos.

—¡Hermanos míos! —entonó—. ¡Tenemos entre nosotros a un hechicero de inmenso poder!

Peltre le dio un tironcito de la túnica.

—Estuvo a punto de matarte —siseó.

Cardante hizo caso omiso.

—Y propongo… —Cardante tragó saliva—. ¡Propongo que lo nombremos archicanciller!

Hubo un momento de silencio. Luego, resonó una ráfaga de aclamaciones y gritos de desacuerdo. Al final de la multitud de magos se iniciaron algunas disputas. Los magos más cercanos a la parte delantera no se sentían tan inclinados a discutir, ellos veían la sonrisa en el rostro de Coin. Era brillante y fría, como una sonrisa en la faz de la luna.

Hubo una conmoción, y un mago anciano se abrió paso hacia el frente.

Peltre reconoció a Ovin Casiapenas, mago de séptimo nivel con licenciatura en Sabiduría. Estaba rojo de ira excepto en aquellos puntos en los que estaba blanco de rabia. Cuando habló, sus palabras surcaron el aire como otros tantos cuchillos, afiladas como agujas, crujientes como galletas.

—¿Estáis locos? —gritó—. ¡Sólo un mago de octavo nivel puede ser archicanciller! ¡Y lo tienen que elegir el resto de los magos de octavo en convocatoria solemne (debidamente guiados por los dioses, claro)! ¡Eso es la Sabiduría (la Idea Misma)!

Casiapenas llevaba años estudiando magia, y como la magia siempre es un cuchillo de doble filo, había dejado su marca en él: parecía tan frágil como una viruta de queso seco, y por alguna razón su misma sequedad le daba la habilidad de pronunciar los signos de puntuación.

Vibraba de indignación, y pronto se dio cuenta de que estaba muy solo. De hecho, era el centro de un círculo de vacío que se expandía rápidamente, cuya periferia estaba compuesta por magos repentinamente dispuestos a jurar que no lo conocían de nada.

Coin había alzado su cayado.

Casiapenas blandió un dedo admonitorio.

—No me asustas, jovencito —le espetó—. Puede que tengas talento, pero el talento mágico a solas no basta. Para ser un buen mago se requieren otras muchas capacidades: habilidad administrativa, por ejemplo, y conocimientos, y el…

Coin bajó su cayado.

—Un mago necesita Sabiduría, ¿no?

—¡Por supuesto! Es básica…

—Pero yo no soy un mago, Lord Casiapenas.

Éste titubeó.

—Ah —dijo—. Claro, es cierto.

—En cualquier caso, me doy perfecta cuenta de la necesidad de experiencia, sabiduría y buenos consejos, y me sentiré muy honrado si te encargas de proporcionarme todas estas cosas. Por ejemplo… ¿por qué los magos no gobiernan el mundo?

—¿Qué?

—Es una pregunta sencilla. En esta habitación hay… —Los labios de Coin se movieron durante una fracción de segundo— cuatrocientos setenta y dos magos, expertos en la más sutil de las artes. Pero todo lo que gobernáis son estos pocos acres de mala arquitectura. ¿Por qué?

Los magos más viejos intercambiaron miradas.

—Eso puede parecer —dijo al final Casiapenas—, pero nuestros dominios están más allá del reino del poder temporal, hijo. —Sus ojos brillaban—. La magia traslada la mente al entorno interior de lo arcano…

—Sí, sí —interrumpió Coin—. Pero fuera de esta Universidad hay paredes de lo más sólido. ¿Por qué?

Autore(a)s: