Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

El octavo hijo de un octavo hijo es mago, generalmente. Y los magos no pueden tener hijos, generalmente. La magia es un asunto muy, muy delicado que exige un celibato riguroso (aunque no impide fumar). O al menos eso es lo que se les suele decir a los magos jóvenes. Pero en realidad no hay nada de eso. Lo que ocurre es que si los magos pudieran entregarse a los placeres de la carne, nada podría impedir que acabaran convertidos en progenitores. Vamos, que podrían tener hijos. Y si se dedicaran a ello con el mismo entusiasmo que sus padres y abuelos, podrían llegar a tener ocho hijos. Y el octavo hijo de un octavo hijo de un octavo hijo sería dos veces mago. Un hechicero al cuadrado. Un rechicero.

La cosa es que hacía mucho tiempo que se había desterrado la «rechicería» del Mundodisco y los magos se conformaban con intrigar entre ellos, para ir subiendo en el escalafón de la magia de una forma tranquila y pausada (como logrando que tus superiores se acojan a las ventajas de la jubilación anticipada y cosas así). De modo que nadie estaba preparado para la llegada del joven Coin, un «rechicero» a quien su padre había preparado para acabar con todo y con todos. Y Rincewind menos que nadie: se las había apañado para seguir siendo el mago más inepto del Mundodisco, y estaba decidido a seguir manteniendo un perfil bajo. O al menos eso es lo que él pretendía…

Rechicero es la quinta novela del Mundodisco. Y, sí, sigue siendo igual de buena y divertida que las anteriores, por muy increíble que parezca repetirlo una vez más. Las novelas anteriores son: El color de la magia y La luz fantástica por un lado (ambas en la colección Fantasy), y Ritos iguales y Mort por otro (en esta misma colección). En el fondo pueden leerse en cualquier orden, siempre que se tenga en cuenta un pequeño detalle: lo mejor es leerlas todas.

* * *

Título original: Sourcery

Hace muchos años, en Bath, vi a una corpulenta señora norteamericana que tiraba de una gigantesca maleta. La maleta se desplazaba sobre unas ruedecitas, y traqueteaba sobre las grietas del pavimento; parecía tener vida propia. En aquel momento, nació el Equipaje. Mi más profundo agradecimiento a aquella señora, y a todos los que viven en lugares como Power Cable, Nebraska, que no suelen recibir ni la mitad de la atención que merecen.

Este libro no incluye ningún mapa. Que cada lector se dibuje el suyo.

Hubo un hombre que tuvo ocho hijos. Aparte de eso, el pobre no fue más que una coma en una página de la historia. Es triste, aunque de algunas personas no se puede decir mucho más.

Pero el octavo hijo creció, se casó y tuvo ocho hijos; y como sólo hay una profesión adecuada para el octavo hijo de un octavo hijo, estudió para mago. Y se fue haciendo sabio, y poderoso, o mejor dicho bastante poderoso, y llevaba un sombrero puntiagudo, y ahí habría debido acabar la historia…

Habría debido acabar…

Pero, contra las costumbres de la Magia, y desde luego contra toda razón —excepto contra las razones del corazón, que como todo el mundo sabe son cálidas, intrincadas y, bueno, irracionales—, huyó de los salones de la hechicería, se enamoró y se casó, no necesariamente en ese orden.

Y tuvo siete hijos, cada uno al menos tan poderoso como cualquier mago, ya desde la cuna.

Y entonces tuvo un octavo hijo…

Un hechicero al cuadrado. Una fuente de magia.

Un rechicero.

* * *

El trueno de la tormenta veraniega retumbó sobre los acantilados arenosos. Mucho más abajo, el mar batía estruendosamente, sorbía la playa con tanto ruido como un anciano con un solo diente y una pajita. Unas cuantas gaviotas planeaban perezosas en las corrientes de viento, aguardando a que sucediera algo.

Y el padre de magos estaba sentado en el césped, al borde del acantilado, acunando al niño entre sus brazos. Contemplaba el mar.

Había un torbellino de nubes negras que se desplazaba hacia el interior, y la luz que empujaba ante él tenía ese tono color miel que indica la proximidad de una tormenta de las serias.

Se volvió hacia un repentino silencio que se hizo a sus espaldas, y sus ojos enrojecidos por las lágrimas contemplaron a la alta figura encapuchada, con su túnica negra.

¿SUPERUDITO EL ROJO? —dijo ésta.

La voz era hueca como una caverna y tan densa como una estrella de neutrones.

Superudito sonrió con la terrible sonrisa del que acaba de volverse loco, y alzó al bebé para que la Muerte lo inspeccionara.

—Es mi hijo —indicó—. Lo llamaré Coin.

UN NOMBRE TAN BUENO COMO CUALQUIER OTRO —respondió educadamente la Muerte.

Sus órbitas oculares vacías miraron la carita redonda, inmersa en el sueño. Pese a lo que se dice por ahí, la Muerte no es cruel… sencillamente, su trabajo se le da muy bien.

—Te llevaste a su madre —dijo Superudito.

Era una simple afirmación, sin rencor aparente. En el valle, tras los acantilados, la casa de Superudito era un montón de ruinas humeantes; el viento, cada vez más fuerte, empezaba a dispersar las cenizas por las dunas siseantes.

AL FINAL FUE UN ATAQUE AL CORAZÓN —replicó la Muerte—. HAY PEORES MANERAS DE MORIR. TE LO DIGO YO.

—No tienes el menor tacto, sombra horrenda.

ESO ME SUELEN DECIR.

—¿Y ahora vienes a por el niño?

NO. EL NIÑO TIENE POR DELANTE SU PROPIO DESTINO. VENGO A POR TI.

—Ah.

El mago se levantó, puso cuidadosamente al bebé dormido sobre la hierba, y recogió un largo cayado que yacía a su lado. Era de metal negro, con una filigrana de oro y plata que le daba un aspecto pretencioso y de mal gusto. El metal era octihierro, intrínsecamente mágico.

—Lo hice yo, ¿sabes? —afirmó—. Todos me decían que no se puede hacer un cayado de metal, que deben ser sólo de madera, pero se equivocaron. En este cayado hay buena parte de mí mismo. Se lo entregaré a él.

Pasó las manos cariñosamente por la superficie del cayado, que emitió una tenue nota musical.

—En este cayado hay buena parte de mí mismo —repitió, casi para sus adentros.

ES UN BUEN CAYADO —asintió la Muerte.

Superudito lo alzó en el aire y contempló a su octavo hijo. El bebé eructó.

—Ella quería una niña —dijo.

La Muerte se encogió de hombros. Superudito le dirigió una mirada mezcla de asombro y rabia.

—¿Qué es, exactamente?

EL OCTAVO HIJO DE UN OCTAVO HIJO DE UN OCTAVO HIJO —respondió la Muerte, no muy cooperativa.

El viento le azotó la túnica e hizo que las nubes negras llegaran hasta ellos.

—¿Y adónde le llevará eso?

A SER UN RECHICERO, COMO BIEN SABES.

Retumbó el trueno, obediente.

—¿Cuál será su destino? —gritó Superudito para hacerse oír por encima de la creciente tempestad.

La Muerte volvió a encogerse de hombros. Se le daba muy bien ese gesto.

LOS RECHICEROS TRAZAN SU PROPIO DESTINO. APENAS TOCAN LA TIERRA CON LOS PIES.

Superudito se apoyó en el cayado, lo acarició, aparentemente inmerso en sus propios pensamientos. Tenía un tic en la ceja izquierda.

—No —dijo con suavidad—. No. Yo trazaré su destino.

NO TE LO ACONSEJO.

—¡Silencio! Y escúchame cuando te digo esto, ¡me echaron con todo eso de sus libros, sus rituales, su Erudición! ¡Decían ser magos, y yo tengo más magia en el dedo meñique que ellos en todo su cuerpo seboso! ¡Y me echaron! ¡A mí! ¡Por demostrar que era humano! ¿Qué serían los seres humanos sin amor?

BICHOS RAROS —dijo la Muerte—. PERO, DE TODOS MODOS…

—¡Escucha! Nos relegaron a este lugar, al fin del mundo, ¡y eso la mató! ¡Intentaron quitarme mi cayado! —Superudito gritaba por encima del ruido del viento—. Bueno, pues aún me queda algo de poder —ladró—. Y yo digo que mi hijo irá a la Universidad Invisible, y llevará el sombrero de Archicanciller, ¡y todos los magos del mundo se inclinarán ante él! Y les mostrará lo que yace en lo más profundo de sus corazones. De sus corazones retorcidos y avariciosos. Mostrará al mundo cuál es su destino, ¡y no habrá magia más grande que la suya!

NO.

Y lo extraño de la palabra, que la Muerte pronunció casi en voz queda, fue esto: resonó por encima del fragor de la tormenta. Por un momento, devolvió la cordura a Superudito.

Superudito vaciló.

—¿Qué? —preguntó para ganar tiempo.

HE DICHO QUE NO. NO HAY NADA DEFINITIVO. NO HAY NADA ABSOLUTO, EXCEPTO YO, CLARO. ESAS TONTERÍAS DE JUGAR CON EL DESTINO PUEDEN ACABAR CON EL MUNDO. SIEMPRE TIENE QUE HABER OTRA POSIBILIDAD, AUNQUE SEA PEQUEÑA. LOS LEGULEYOS DEL SINO EXIGEN UN AGUJERITO EN CADA PROFECÍA.

Superudito miró el rostro implacable de la Muerte.

—¿Tengo que darles una oportunidad?

SÍ.

Superudito tamborileó los dedos sobre el cayado metálico.

—En ese caso, tendrán su oportunidad —asintió—. Cuando el infierno se congele.

NO. NO SE ME PERMITE ORIENTARTE, NI SIQUIERA DARTE UNA PISTA, SOBRE LAS TEMPERATURAS VIGENTES EN EL OTRO MUNDO.

—En ese caso —titubeó Superudito—. Tendrán su oportunidad cuando mi hijo tire su cayado.

NINGÚN MAGO TIRARÍA SU CAYADO —señaló la Muerte—. EL LAZO QUE LOS UNE ES DEMASIADO FUERTE.

—Pero debes reconocer que es posible.

La Muerte pareció valorar la posibilidad. No estaba acostumbrada a oír la palabra «debes», pero al final asintió.

DE ACUERDO —accedió.

—¿Te parece suficiente con esa pequeña posibilidad?

A NIVEL MOLECULAR, SÍ.

Superudito se relajó un poco.

—La verdad, no me arrepiento —dijo con voz casi normal—. Volvería a hacerlo. Los niños son nuestra esperanza para el futuro.

NO HAY ESPERANZA PARA EL FUTURO —dijo la Muerte.

—¿Y qué hay en el futuro?

YO.

—¡Aparte de ti!

La Muerte le miró, asombrada.

¿CÓMO DICES?

La tormenta alcanzó su aullante clímax sobre ellos. Una gaviota pasó volando.

—Quiero decir —insistió Superudito, con amargura—, ¿qué hay en el mundo que merezca la pena vivir en el intervalo?

La Muerte meditó sobre el asunto.

GATOS —dijo al final—. LOS GATOS SON MUY BONITOS.

—¡Maldita seas!

NO ERES EL PRIMERO QUE EXPRESA TAL DESEO —asintió la Muerte, sin rencor.

—¿Cuánto tiempo me queda?

La Muerte se sacó un gran reloj de arena de entre los secretos escondrijos de su túnica. Las dos partes del reloj estaban unidas por barras negras y doradas, y casi toda la arena se encontraba ya en la de abajo.

OH, UNOS NUEVE SEGUNDOS.

Superudito se irguió en toda su aún impresionante estatura, y extendió hacia el niño el brillante cayado metálico. Una mano semejante a un cangrejito rosado salió de entre los pliegues de la manta y lo cogió.

—Entonces, deja que sea el primer y último mago en la historia del mundo en traspasar el cayado a su octavo hijo —dijo con voz lenta y sonora—. Y le ordeno que lo use para…

YO EN TU LUGAR ME DARÍA PRISA…

—… para todo —se apresuró Superudito—, convirtiéndose en el más poderoso…

Un rayo centelleó en el corazón de la nube, acertó a Superudito en el sombrero puntiagudo, chisporroteó por su brazo, recorrió el cayado y alcanzó al niño.

El mago desapareció en un jirón de humo. El cayado despidió un brillo verde, luego blanco, al final un simple rojo vivo. El bebé sonrió en sueños.

Cuando murió el retumbar del trueno, la Muerte se agachó lentamente y recogió al niño, que abrió los ojos.

Eran unos ojos con un brillo dorado en su interior. Por primera vez en lo que, a falta de palabra mejor, habrá que llamar «su vida», la Muerte se encontró con una mirada que le costó sostener. Los ojos parecían concentrados en un punto interior de su cráneo.

No era mi intención que sucediera eso—dijo la voz de Superudito, surgiendo del aire—. ¿Está herido?

NO. —La Muerte apartó la vista de la sonrisa fresca, inteligente—. ÉL YA CONTENÍA EL PODER. ES UN RECHICERO, SIN DUDA SOBREVIVIRÁ A COSAS MUCHO PEORES. Y AHORA… VEN CONMIGO.

No.

SÍ. ESTÁS MUERTO, A VER SI TE DAS CUENTA. —La Muerte miró a su alrededor, en busca de la sombra de Superudito, y no la encontró—. ¿DÓNDE ESTÁS?

En el cayado.

La Muerte se apoyó en su guadaña y suspiró.

QUÉ TONTERÍA. NO ME COSTARÍA NADA SACARTE DE AHÍ.

Pero tendrías que destruir el cayado —dijo la voz de Superudito. A la Muerte le pareció que ahora estaba como más contento—. Ahora el niño ha aceptado el cayado, no puedes destruirlo sin acabar también con él. Y no puedes acabar con él sin zarandear el destino. Mi última magia. No ha estado mal, modestia aparte.

La Muerte dio vueltas al cayado. Chisporroteó, las chispas recorrieron insultantes toda su longitud…

Por extraño que parezca, no estaba particularmente furiosa. La furia es una emoción, y para sentir emociones hay que tener glándulas; la Muerte conocía las glándulas por referencias, y le costaba lo suyo enfadarse. En todo caso, estaba algo molesta. Suspiró de nuevo. La gente siempre intentaba aquellos trucos. Por otra parte, eso animaba en cierto modo la rutina, y al menos éste había sido más original que la típica partida simbólica de ajedrez, a la que la Muerte siempre temía porque nunca se acordaba de cómo movía el caballo.

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