Quería taparla con algo – Jorge Accame

En otra ocasión no lo hubiera hecho, pero aquel día se me mezclaba de todo un poco en la boca. Desde hacía tiempo había querido parar con los amargos de la mañana que me dejaban un gusto seco y áspero las veinticuatro horas, y no tenía voluntad. A las diez, donde me agarrara, dejaba el laburo, en la tuerca que fuese y me iba hasta el calentador en el cuarto de atrás y ponía la pava. Me pellizcaba los brazos por flojo, mientras se calentaba el agua y prometía que al otro día dejaría por lo menos durante un mes. Eso por un lado. Además, la idea que me agarró con unos huevos fritos que había morfado la noche anterior y el frío que chupé en la cama, porque yo duermo en calzones y medio destapado y en el bajo hace un tornillo que mejor no hablar. Después que la mañana estaba así, bien cargada de nubarrones, como de tormenta que no se decide y hacía mucho que no llovía y yo esas mariconadas del tiempo no las aguanto, esos días me ponen medio loco, no sé por qué será.

Bueno, al grano; era invierno y ya se sabe lo que es eso. En la canilla del depósito el agua no sale, se hace hielo dentro del caño.

A las ocho, entre el nublado y lo temprano que era no se veía demasiado. Yo estaba parado frente a una de las máquinas rotas que habían traído, con las manos en los bolsillos y escuché los gritos que venían de las duchas. Me pareció raro, quién iba a estar bañándose a esa hora. No tenía ni medio de ganas de moverme, pero fui a ver.

A medida que me acercaba, escuchaba más fuerte las voces que retumbaban en el galpón. Entré y vi al pescado y a la esporiqueta completamente desnudos, aullando y cagándose de risa bajo el agua helada de las duchas. El polvillo que levantaban los chorros al golpear contra el alisado era tanto que no se veía un carajo; pero por los gritos me avivé de que no estaban solos. Cerca del desagüe descubrí otro par de piernas.

Ni se habían avivado de mi presencia, tan entusiasmados que estaban salpicándose y diciendo huevadas.

Me di vuelta para irme y al girar el zapallo, noté algo raro. Me frené, miré bien y la vi. Una mina, joven, apoyada en la pared con cara de susto, pero no por estar allí, era un susto que traía de antes; le venía de adentro. Estaba en pelotas, las manos a los costados dobladas y duras de frío, igual que los pies; me impresionó su blancura y las tetas chatas. Nunca había visto unas tetas así, era como si ella no se diera cuenta de que las tenía, ni de que era mujer. No te puede calentar una mina que parece estar en otra parte. Las tetas, el culo, la concha, estaban bajo el agua; pero ella no, vaya a saber qué bicho le picaba, con esos ojos como el dos de oro.

De reojo calé a la espiroqueta y al pescado que cantaban abrazados un tango y disimuladamente agarré a la mina del brazo y la tironié hacia afuera, yo que sé, para taparla con algo y después veremos.

Yo estaba saliendo con la mina de la mano. Tengo patente la imagen de las huellas mojadas de mis botas y de sus pies desnudos sobre el alisado y di un sobresalto al sentir un puño como tenaza alrededor de mi muñeca.

—¿dónde va, tucán?

Era el rinoceronte, el dueño de las piernas que sobraban, en pelotas también y chorreando agua. Me había jodido.

—suelte —le dije, llevando la otra mano al bolsillo del overol, donde guardaba la francesa.

—que yo sepa, no es su turno.

Cuando uno entraba a trabajar a los talleres del ferrocarril, no se salvaba de que le midieran la verga. Venían dos o tres comisionados con un centímetro y se fijaban el largo y el grosor. Según eso, el nuevo ocupaba un lugar en la lista del personal que se seguía religiosamente en el caso de que se consiguiera una mina.

—no es el turno de nadie —dije—. Esta mujer se escapó del loquero.

Estábamos hablando fuerte y el pescado y la espiroqueta aparecieron en el umbral.

—¿qué pasa? —preguntó uno.

—que el tucán se quiere llevar la mina —dijo el rinoceronte.

El pescado se vino al humo. Puso su jeta frente la mía y me puteó. Era una cara rara, tenía párpados sin pestañas, como si alguien hubiera hecho dos tajos en una piel de pato húmeda.

—anda volando por ahí una piña que se te va asentar en seguida —le dije retorciéndole un cachete.

Yo no quería pelear; para mejor en ese momento eran tres contra uno, pero qué remedio quedaba sino hacerme el macho. En una de esas se iban al mazo.

Pescado hizo el amague de golpearme. Rinoceronte lo detuvo.

—pará, pará —le dijo—. No armemos bolonqui ahora. Estamos en bolas y falta poco para que el jefe empiece la ronda.

—y entonces. Vas a dejar que se vaya con la mina —gritó pescado.

Rinoceronte le dio vuelta el marulo de un soplamoco.

—no me levantés la voz —y volviéndose a mí, dijo:

—yo lo entiendo. El jovato se reblandeció y quiere salvar a la princesa.

Me acarició los pocos pelos grises que tengo en la azotea.

—¿querés salvarla? Después del laburo, en cuanto suene la campana, roña de viejos. Si ganás, te la llevás de vuelta al loquero. Si perdés, la pinchamos todos.

Agarré a la chica del brazo.

—voy a taparla con algo.

La mano de rinoceronte se me apoyó en el hombro.

—si perdés — repitió—, la pinchamos todos. Y vos también. ¿estamos?

Miré aquella nariz chata y bestial, con los poros eternamente negros de grasa y los dos ojos brillantes, chiquitos como bolillas de rulemanes que me seguían desde el fondo de su enorme cabeza. Asentí y llevé a la muchacha hasta el rincón del depósito donde pasan los caños de la caldera.

La tortuga me alcanzó un mate.

—¿pensás que vas a ganar? —preguntó.

Miré a la chica. La habíamos vestido con camisas, un overol viejo y dos botas de distinto número que encontramos entre las porquerías del sótano. Yo le había pasado mis medias. Estaba sentada sobre un motor arruinado, inclinada hacia adelante; había dejado de temblequear, pero seguía con esa expresión paralizada de asombro.

—capaz que digo una barbaridad —tartamudeó tortuga—, pero yo me imagino que esa es la expresión que deben tener las santas o la propia virgen.

—no sabe ni dónde está.

—mejor para ella. La cabra es jodido, como no baja de la siberia vive con bronca. Además aguanta bien el trago.

La cabra, mi rival, era un coso flaco y duro y había pasado las cincuenta peleas en roñas de viejos. Tendría más o menos mi edad, pero yo no había peleado nunca. Laburaba en la siberia, un sector grande y vacío del galpón, donde se hace la parte eléctrica de los motores. Las puertas de los dos costados están siempre abiertas. Los que han trabajado allá dicen que lo peor es oír todo el día el ruido del viento. A la siberia los trompas lo mandan a uno cuando quieren aislarlo de los demás. Por picapleitos, o porque jode mucho con el sindicato.

Todavía siento el olor del cuartito, repleto de tipos que nos miraban, con las paredes sucias de grasa y hollín. Uno podía ponerse a escarbar con el dedo y no paraba más de sacar mugre. No tenía fondo. La salamandra bramaba llena de estopa embebida en gasoil. Las llamas salían por la puertita como lenguas y lamían el techo.

El humo y el eco de los gritos apostando se enroscaban alrededor de la única bombita que colgaba en el medio.

Miré a la cabra enfrente de mí. Recuerdo que pensé por qué no estaré jugando a la baraja, rateándome como de costumbre de mi turno de guardia, con un mate y bizcochitos.

Nos alcanzaron las botellas de tinto y empezamos a chupar. Mientras inclinaba la mía y escuchaba el ruido que hacíamos al tragar, iba reconociendo sin querer a los presentes. El pescado fue al primero que vi, con su máscara de piel de pato; la rata, a su lado sonreía y hacía movimientos rápidos y bruscos buscando más apostadores; el carancho, mirando a todos de perfil. La espiroqueta, con su cara de guacho, dañino como él solo: le habían puesto así en honor al bichito de la sífilis. Rinoceronte, siempre serio, como si no se hubiera enterado de que en el mundo en algún momento se había inventado la risa, clavándome los ojitos metálicos que se perdían en su cabezota.

Antes de acabar el litro yo estaba bastante mareado. Me fijé en la cabra: como si tal cosa.

Entre las sombras distinguí a otros conocidos que chiflaban y puteaban. La jirafa, encorvado, con el pucho colgando, apenas apretado en los labios; piraña, la grulla, el chelco, siempre roñoso; creo que estaban casi todos los compañeros. Yo me sentía tan aturdido por el griterío y el alcohol que ya no sé si me alentaban o insultaban para que perdiera.

A la mina la habían sentado en un banquito y allí permanecía quietita, obediente, sin enterarse del despelote que había alrededor. Me pregunté si valía la pena hacerme humillar por ella, total tanto le daba estar cagada de frío bajo la ducha, bajo el puente la noria, o tirada en el arenero con treinta tipos que la fifaran uno tras otro. Pero qué se le va a hacer, ya estaba en el baile, había que bailar.

Nos sacamos los pantalones y los calzoncillos. En cada uno de los rincones había una lata con grasa verde. Comenzamos a untarnos con ella las piernas y las nalgas.

Cuando sonó la campana fuimos los dos al centro del cuarto. Llovía sobre nosotros toda clase de basura. La pelea era a tres rounds, ganaba el primero que se la apoyaba al otro por un mínimo de diez segundos.

Girábamos sin cesar. Pegué un par de manotazos a las piernas de la cabra, pero no pude agarrarlo. En un descuido, me barrió con el empeine y caí sentado. Las risotadas de mis compañeros me quemaron la cara como llamaradas y me puse de pie en seguida, pero resbalé con la grasa que yo mismo había dejado en el piso y volví a caer, esta vez, panza abajo. La cabra no perdió un instante y se me subió encima. Corcovié a lo loco y me deshice de él; salió patinando hasta que chocó contra el rinoceronte. Está bien que yo tenía un lindo pedo, pero me pareció que había algo raro en los movimientos de la cabra: yo lo había visto en varias roñas y cuando se agarraba atrás, no había quién se lo sacara de encima.

Tocaron la campana y volvimos a los rincones. Me miré las rodillas, en alguna de las caídas me había hecho dos tremendas peladuras contra el piso de durmientes y sangraba que daba gusto. Tomamos otro litro de vino.

Cuando salí al segundo round, no la veía ni cuadrada. Las carcajadas, los gritos, los puchos volaban sobre nosotros, todos esos cosos agitando los brazos se habían convertido en algo sólido, como una piedra dentro de mi cabeza.

Me fui contra el pescado, entre varios me empujaron de nuevo al ring. La cabra me hacía gestos para que lo atacara. Me le tiré encima y lo abracé con fuerza. Él me apretó el zapallo con sus manos. Escuché que me decía:

—tranquilo. Ahora me voy a resbalar y vos me montás. ¿capito?

Entonces, ante la sorpresa de todos, la cabra se dejó caer. Torpemente me trepé y busqué sus nalgas.

Miré a la mina que esperaba sentada en su banquito y pensé que era una santa, como había dicho la tortuga. Lo pensé durante cada uno de aquellos reputos diez segundos.

Incluido en la sobrevida, inédito.

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