—Tardé muchísimo tiempo en encontrar esta casa. ¿A ti te gusta mucho tu apartamento?
Eso le hizo albergar esperanzas. Del había estado en su apartamento y sabía que era poco más que una caja de zapatos.
—En absoluto. Podría dejarlo y venirme aquí.
Ella volvió a quedarse en silencio y Sam se encontró moviendo nerviosamente la pierna, un hábito que había dejado cuando estaba en séptimo de bachiller. ¿Iba a decirle que no?
—¿Tan horrible es la sugerencia que no sabes qué decir?
Del no sonrió, como había esperado.
—Es un paso muy importante. ¿Puedo pensármelo un poco?
—Sí, claro —contestó él, mirando el reloj durante cinco segundos—. ¿Ya te lo has pensado?
—Muy gracioso —replicó Del, arrugando la nariz—. No es que no quiera estar contigo…
—Eso ya lo sé —intentó bromear Sam.
—… pero tú estás hablando de algo permanente.
Y el matrimonio sería más que permanente.
¿Matrimonio? ¿De dónde había salido esa idea? Pero si era sincero consigo mismo, debía reconocer que lo había pensado más de una vez. Si iban a vivir juntos, quería casarse con ella. Quería saber que era suya para siempre. Lo sorprendió un poco la satisfacción que le producía esa idea. Del, suya para siempre.
Sí, le gustaba. Pero, aparentemente, ella no sentía lo mismo. Si no sabía qué decir ante la idea de vivir juntos, no quería ni imaginar qué habría dicho si le hubiera propuesto matrimonio.
—¿Qué tal si lo hacemos durante un tiempo, a modo de prueba?
Mentalmente, Sam le dijo adiós a la idea de llevar sus muebles.
—Eso podría funcionar —contestó Del—. Un mes, por ejemplo. Entonces veremos qué tal nos va.
Sam se encogió de hombros, fingiendo una indiferencia que no sentía.
—Un mes no estaría mal, para empezar.
—Y no tendrás que dejar tu apartamento.
No le gustaba mucho, pero tendría que aceptarlo. En un mes, tendría tiempo más que suficiente para convencerla de que vivir juntos era una buenísima idea.
El lunes por la mañana, en la oficina, ocurrió lo que llevaba años temiendo.
El teléfono sonó en recepción, pero Sam estaba concentrado en unos papeles. El teléfono sonaba todo el tiempo, pero era Peggy quien se encargaba de contestar, desviando las llamadas a los diferentes departamentos.
Un segundo después, su voz sonó en el intercomunicador.
—Sam, la línea uno para ti. No ha querido darme su nombre, sólo ha dicho que es una posible cliente.
—Gracias, Peg —suspiró él—. Sam Deering, dígame.
—Querrá decir Sam Pender —era una voz de mujer al otro lado del hilo—. Llamo de la revista People. ¿Es usted Sam Pender, el hombre que detuvo al pistolero de San Diego?
Sam apretó los labios. ¿Cómo demonios lo habían encontrado? Había tenido tanto cuidado, había cambiado sus datos, su número de la seguridad social…
—Se equivoca de apellido —dijo, intentando sonar convincente—. Lo siento.
—Queremos publicar un artículo sobre usted —insistió la periodista—. Y tenemos que…
—Perdone —la interrumpió él—. No soy Sam Pender. Si necesita los servicios de mi empresa, vuelva a llamar cuando quiera.
Después de eso, cortó la comunicación. Cuando juntó las manos sobre el escritorio, se percató de que le temblaban un poco. Notoriedad. Había intentado evitarla durante siete años. ¿Cómo lo habrían encontrado? O quizá la periodista sólo intentaba tenderle una trampa, para ver si había tenido suerte. Suspirando, se volvió para mirar la pantalla del ordenador. Acababan de encargarles un caso de secuestro que iba a requerir la coordinación de varios departamentos, ya que exigía viajar a Europa. El objetivo: arrancar a un niño norteamericano de las garras de un padre al que el juez había retirado la custodia.
Sam sacudió la cabeza. Tenía otras cosas de las que preocuparse. La llamada de teléfono seguramente no había sido más que una argucia, por si acaso era el Sam Pender que buscaban. Era imposible que nadie supiera quién era en realidad.
Después del trabajo, Sam tuvo que pasar por su apartamento para recoger algo de ropa y algunas cosas que iba a necesitar el fin de semana siguiente. Del fue directamente a su casa porque quería lavarse el pelo y dejárselo secar al aire, tarea que requería varias horas, por lo visto. Según ella, si se lo secaba con el secador le quedaba tieso.
Del no había llevado el pelo tieso en siete años. Debían ser cosas de mujeres, pensó, mientras abría la puerta. O eso o en siete años jamás se lo había secado con el secador.
Su apartamento olía a cerrado. Lógico. No había pasado por allí más que para recoger el correo de vez en cuando desde la primera noche con Del. Y, si dependía de él, seguiría siendo así.
La luz del contestador estaba parpadeando y se acercó para escuchar los mensajes. El primero era de su madre, en Nebraska. La llamaría al día siguiente para darle el número de la casa de Del, se dijo. Seguramente, su madre se pondría a dar saltos cuando supiera que estaba viviendo con una mujer. Llevaba años soñando con tener más nietos. Y ya que hablaba con ella, lo mejor sería prevenirla sobre la posible llamada de una periodista de la revista People.
El segundo mensaje era de su hermana, recordándole que pronto sería el cumpleaños de su sobrina. Afortunadamente, sugería también varios regalos, porque él no era precisamente un experto en niñas de cuatro años.
La clínica del dentista le había dejado el tercer mensaje. Era hora de volver para su limpieza dental.
El cuarto era de Robert Lyon. Sam se quedó sorprendido cuando la voz masculina flotó por la habitación. No había visto a Robert en un año. ¿No era raro que le llamase sólo unas semanas después de que Del y él se hubieran convertido en amantes? A lo mejor el hombre tenía poderes extrasensoriales, pensó.
—Hola, Sam, soy Robert Lyon. Estaré en la ciudad un par de días y he pensado que podríamos cenar juntos.
Después, ciaba el nombre de un hotel y su número de teléfono. Sam marcó el número, sonriendo. Por lo poco que le había contado, sabía que a Del le caía muy bien Robert. Sería una agradable sorpresa llevarla a cenar con él.
Del aceptó salir a cenar el miércoles por la noche, pero Sam no le dijo que cenarían con Robert.
Esa noche, se puso el vestidito negro que tanto le gustaba y que tanto había cambiado su relación. Sam terminó de vestirse antes que ella y fue a la cocina para leer su correo electrónico en el ordenador portátil. Estaba cerrando el programa cuando Del entró, dando una vueltecita.
—Qué maravilla. Cada día me gusta más ese vestido.
—Me alegro.
—Ven aquí —la llamó Sam. Pero Del negó con la cabeza.
—No. Llegaremos tarde.
—¿Y qué?
Ella dio un paso atrás, poniendo la mesa entre los dos.
—¡Sam, tenemos reserva para las nueve…!
Sam fingió ir hacia la izquierda, pero luego fue a la derecha y la atrapó entre sus brazos.
—¡Déjame, tonto!
—Aquella noche, en el bar, también quería hacer esto.
—¿Ah, sí? —lo decía riendo, pero Sam detectó cierta inseguridad. Del llevaba tanto tiempo escondiéndose que de verdad no sabía lo preciosa que era.
—Sí —inclinando la cabeza, Saín buscó sus labios y ella no opuso resistencia. Y tampoco cuando empezó a acariciar sus pechos por encima del vestido. Al ver la reacción de sus pezones, Sam empezó a gruñir como un oso… en celo. Y ella le echó los brazos al cuello.
—Creo que podríamos tomar un aperitivo.
La deseaba tanto… Sam le levantó el vestido y se restregó desvergonzadamente contra ella. Cuando deslizaba los dedos por sus redondeadas nalgas, por la dulce hendidura…
¿Qué?
¡No llevaba ropa interior!
—Quería darte una sorpresa —murmuró Del, mordiéndole el lóbulo de la oreja. La sensación viajó de inmediato hasta su entrepierna, haciendo que sus pantalones le pareciesen terriblemente estrechos.
—Considérame sorprendido —Sam apenas tenía voz.
Con manos temblorosas, se bajó la cremallera del pantalón y la tomó en brazos, jadeando como si hubiera corrido una maratón.
—Dentro de ti —consiguió decir—. Necesito estar dentro de ti.
Ella volvió a chupar el lóbulo de su oreja. Al mismo tiempo, lo envolvía en su mano, deslizándola arriba y abajo, rozando la sensible punta con el pulgar.
Sam estaba a punto de perder la cabeza. Apretando los dientes para contener la urgencia de dejarse ir, agarró con firmeza sus nalgas y la levantó más, restregándose contra ella.
Del tuvo que apartar la mano para agarrarse a sus hombros cuando Sam la aplastó contra la pared. Estaba a punto de penetrarla cuando se dio cuenta de que no llevaba protección…
—¡Maldita sea! ¡Espera un momento!
Del dejó escapar un gemido de angustia cuando la dejó en el suelo para buscar un preservativo en el bolsillo del pantalón. Sam se cubrió a sí mismo a toda velocidad y entonces, con un movimiento rápido, la levantó y buscó la entrada de su cueva. Estaba muy húmeda y él estaba fuera de control, empujando como un loco para conseguir placer. Del tenía los ojos cerrados, los labios entreabiertos…
—Ven a mí, cariño —dijo Sam con voz ronca—. Déjate ir y ven a mí.
—Sam… —murmuró ella con voz temblorosa.
Pero no pudo seguir hablando. Apretando los labios, se aferró a su espalda al sentir las contracciones internas. Se arqueó, clavó los talones en su cintura…
Sam echó la cabeza hacia atrás, temblando. Del lo abrazaba por dentro como si fuera un guante, consiguiendo una respuesta de él que le dejó con las piernas temblorosas. Lentamente, cayó de rodillas al suelo, sin soltarla.
—No sé si voy a tener hambre después de esto —consiguió decir ella.
Sam rió, saboreando la intimidad de la postura.
—Es posible que no podamos comer —dijo, levantando su barbilla con un dedo—. Y tampoco sé si voy a poder andar.
—Soy yo quien debería decir eso —protestó Del, buscando una caja de pañuelos en la encimera.
Cuando la encontró, empezó a pasar el pañuelo de arriba abajo… No debería ponerse duro en una semana después de aquel revolcón, pero, asombrosamente, el roce de sus dedos amenazaba con volver a encenderlo.
—Tenemos que irnos —dijo Del, mirándolo con gesto de advertencia.
—Lo sé, lo sé —suspiró Sam , subiéndose los pantalones—. Pero parece que «ella» no está convencida.
Del soltó una carcajada.
—Estaré lista en un minuto —dijo, corriendo hacia el baño—. Salgo enseguida.
Sam miró su reloj.
—No llegamos tan tarde. Incluso tienes tiempo de ponerte algo de ropa interior.
Se sentía feliz, satisfecho. Al menos estaba seguro de una cosa: Del lo deseaba tanto como la deseaba él.
«Tanto que casi se te olvida algo importante, amigo».
Esa vocecita lo devolvió a la realidad. El preservativo. Había estado a punto de olvidarlo por completo. Increíble. Siempre había pensado que algún día tendría hijos, pero cuando Usa le dijo que no podría vivir con un hombre condenado de por vida a una silla de ruedas, ese sueño quedó enterrado.
Ya no estaba en una silla de ruedas, pero daba igual. No había vuelto a tener una relación seria con una mujer…
Ahora, sin embargo, la idea de ver a Del con un hijo, un niño que habrían hecho entre los dos, le resultaba inesperadamente emocionante.
Aparentemente, esos sueños no estaban tan enterrados como había creído.
En cuanto entraron en el restaurante, un hombre alto de pelo gris se levantó y los saludó con la mano.
—¡Roben! —exclamó Del—. ¿Qué haces aquí?
Él se inclinó para darle un abrazo y luego estrechó cordialmente la mano de Sam.
—Voy a estar en la ciudad unos días y, cuando llamé a Sam, pensamos que sería divertido darte una sorpresa.
—Pues me la habéis dado —sonrió Del. Luego pareció darse cuenta de que Robert no sabía que estaban juntos y miró de uno a otro, sorprendida.
—Sam me ha dicho que estáis saliendo o algo así —dijo él, apartando una silla.
—O algo así —rió Sam.
—Bueno, ¿qué tal el trabajo?
—Bien, bien…
La cena fue muy agradable. Hablaron sobre la empresa, discretamente, ya que la confidencialidad era importante en su negocio. Pero Robert conocía a algunos clientes porque él mismo los había recomendado.
—Estamos tratando con una empresa alemana que entrena perros guardianes —le explicó Sam—. Tenemos tantas peticiones para añadir perros a las medidas de seguridad que nos ha parecido el momento.
—Hemos estado en Alemania, visitando tres centros de entrenamiento —siguió Del—. Uno de ellos, el que ofrecía mejores servicios, está interesado en trabajar con nosotros. Esencialmente, seremos intermediarios. Cuando alguien pida un perro guardián, lo traeremos directamente de Alemania con su entrenador, que se quedará unos días con el cliente para explicarle todo lo que debe hacer.