—Esta noche has mentido —le dijo, mientras volvían a casa.
—¿Qué?
—Bueno, por omisión. Has hecho creer a Savannah que eras de Virginia.
—No veo por qué iba a contarle mi vida —replicó ella, irritada.
—¿A que no sabes dónde nací yo? —preguntó Sam entonces. Sería absurdo presionarla. Aunque estaba decidido a sacarle información, tenía que darle tiempo.
Ella pareció pensarlo un momento.
—No lo sé. ¿De California?
No era de California, pero que hubiese elegido precisamente ese estado lo sorprendió. Nunca le había contado a nadie que había estado destinado en San Diego durante sus años con los Navy Seal. De hecho, no creía que nadie supiera que había estado en ese cuerpo. Sus empleados sabían que había estado en el ejército, nada más.
—No —respondió por fin—. Viví en California antes de abrir la empresa, pero nací en Nebraska.
—¿En Nebraska? —repitió Del, con expresión incrédula.
—Sí. En un rancho, a unos kilómetros de la frontera con Dakota del Sur.
—Lo dirás de broma. Jamás se me habría ocurrido pensar que eras un vaquero.
—Porque lo escondo muy bien.
—¿Sabes montar a caballo? —preguntó ella, escéptica.
—Por supuesto que sé montar a caballo. En un rancho, todo el mudo sabe montar a caballo. Pero aprendí a conducir cuando tenía trece años porque a mi padre le partió una pierna un caballo.
—Yo no aprendí a conducir hasta que llegué a la universidad.
—¿Por qué?
Del se encogió de hombros.
—Nunca me había hecho falta conducir hasta entonces. ¿Tus padres siguen viviendo en Nebraska?
Sam asintió, percatándose de que, de nuevo, ella había evitado hablar sobre sí misma.
—Y mis hermanos. David y su mujer tienen tres hijos y viven en la casa en la que nacimos. Mi hermana, Rachel, vive a unos veinte minutos, con su familia. Mis padres se mudaron a otra casa más pequeña dentro del rancho hace un par de años.
—¿O sea, que tú eres el único que no sigue viviendo en casa?
—Así es —contestó Sam—. Ingresé en la Marina cuando tenía dieciocho años.
—¿Por qué la Marina?
—Porque quería entrar en el cuerpo de los Navy Seal.
Ella se quedó un momento en silencio.
—Ah, eso lo explica todo.
—¿Qué es lo que explica?
—Que sepas todo lo que hay que saber sobre los asuntos militares más extraños.
—¿Extraños? ¿Qué quieres decir?
—Conoces todos los explosivos que hay en el mercado, todas las armas… Siempre piensas en el peor escenario posible. Ésa es una de las razones por las que tu empresa va tan bien. Cuando aceptamos un trabajo, se hace incluso cuando algo inesperado nos obliga a cambiar el plan original.
Sam no sabía cómo responder a eso. En realidad, no lo había pensado hasta aquel momento.
—Levantar esta empresa ha sido muy emocionante, pero no habríamos llegado donde estamos de no ser por ti, Del. Algún día tendré que darle las gracias a Robert por recomendarte.
—¿Cómo conociste a Robert?
Sam suspiró. Aún no estaba preparado para hablarle de eso. Aunque tendría que hacerlo.
—Un año antes de abrir SPP tuve un accidente que me obligó a retirarme del servicio.
Era cierto. Lo que no dijo era cómo había sufrido ese «accidente».
—Estaba tumbado en una camilla de hospital, esperando que me dieran el resultado de unos rayos X, cuando un tipo empezó a hablar conmigo. Estaba allí para que lo operasen de la rodilla y los dos teníamos que matar el tiempo de alguna forma. Al final, descubrí que estaba casado con una actriz de Hollywood…
—Robert —dijo ella.
—Sí. ¿Cómo lo conociste tú? Cuando te recomendó, tuve la impresión de que te conocía muy bien.
—Es un… amigo de la familia.
—¿Amigo de tu madre?
—Sí.
—Es un tipo estupendo.
Sam no podía imaginar al elegante y distinguido Robert Lyon mezclado con una mujer como la que Del había descrito.
—¿Sufriste ese accidente durante una misión?
Esa pregunta lo pilló desprevenido, aunque seguramente debería haberla esperado. Del había visto las heridas de bala en su cuerpo… la del bíceps y la que le atravesó la cadera, saliendo por la espalda. Ésa le había rozado la espina dorsal y, aunque afectó a varios órganos, no había provocado el daño que temían los médicos. Sam experimentó una parálisis temporal. Por supuesto, nadie sabía que fuese temporal hasta que empezó a desaparecer y, durante semanas, tuvo que intentar acostumbrarse a la idea de que se había quedado parapléjico.
Y que había sido abandonado por su prometida al dejar de ser el fuerte y valiente Navy Seal que Usa había querido.
Aún le dolía recordar esos días. Pero Del estaba esperando una respuesta…
—Algo así —contestó, esperando que no insistiera.
—Pues debió ser muy serio.
—Lo fue —contestó él.
Los dos se quedaron en silencio. Sam no la miraba, pero sentía que ella lo estaba mirando fijamente.
—Me alegro de que no te murieses.
Habían llegado a casa y Sam aparcó el jeep antes de contestar. Luego la buscó en la oscuridad para tomarla entre sus brazos.
—Yo también me alegro. Si me hubiera muerto, no te habría conocido.
Del le devolvió el beso con toda la pasión de la que era capaz.
—¿Entramos?
—Sí, claro.
Mientras subían los escalones, se le ocurrió pensar que nunca habían mantenido una conversación sobre el futuro. Del le había permitido, a regañadientes, llevar algunas de sus cosas y, durante la semana, había ido llevando más y más para no tener que ir a su casa a cambiarse de ropa. Ella tenía que haberse dado cuenta, pero no había protestado y él lo tomó como una buena señal.
Pero, de repente, se sintió inseguro.
—¿Del?
—¿Sí? —murmuró ella, distraída, mientras sacaba las llaves del bolso.
—¿Te parece bien esto, lo nuestro?
—Sí. ¿Ya ti?
Había contestado que sí, de modo que no debía sentirse inseguro. Pero quizá no había hecho la pregunta adecuada.
—Sí. A mí me parece bien.
Pero quería algo más. Más de qué, no tenía ni idea. Pero definitivamente quería más de Del Smith y no estaba seguro de que ella quisiera dárselo.
Esa noche, por primera vez en más de seis meses, Sam tuvo el sueño.
Iba caminando por una calle no lejos del apartamento de San Diego donde residía cuando no estaba de servicio. Llevaba una bolsa del supermercado en la mano.
Era un soleado sábado del mes de noviembre y la temperatura era muy agradable. Había montones de turistas en el mercadillo y gente paseando por la calle. Era un día perfecto.
Y entonces un loco empezó a disparar. Sam reconoció enseguida el tableteo de un arma automática y reaccionó tirándose al suelo. Mientras buscaba refugio detrás de un coche, sintió un golpe en el brazo izquierdo seguido unos segundos después por un dolor terrible.
Le habían disparado.
Y quien hubiera sido seguía disparando. Durante todos esos años en el cuerpo de los Navy Seal sólo había sufrido cortes y rasguños y, en una ocasión, una conmoción cerebral por una explosión demasiado cercana. Y allí estaba, al lado de su casa, de permiso, con una herida de bala en el brazo. Dios debía tener un gran sentido del humor.
Con mucho cuidado, miró por encima del parachoques del coche. Un hombre solitario iba caminando por la calle a unos treinta metros de él. Había tres personas tiradas en el suelo, inmóviles. Al menos una, un hombre, estaba muerto. Sam estaba seguro. Otra mujer había caído de rodillas en la acera, con un niño en los brazos.
El hombre levantó el arma y le disparó en la cabeza.
Sam cerró los ojos, su mente negándose a aceptar lo que acababa de ver. Oyó otro disparo, un alarido de dolor y luego un disparo más. Los gritos cesaron inmediatamente.
Aquel hombre estaba asesinando a sangre fría a todo aquél que se ponía en su camino. Inmediatamente, Sam se puso en lo que él llamaba «táctica de protección», estudiando las posibilidades de eliminar al enemigo mientras salvaba su propio cuello y el de los transeúntes.
Miró detrás de él, al final de la calle. Había varias personas tiradas en el suelo, pero la mayoría de ellos se movían. Y estaba seguro de que muchas otras se habrían puesto a cubierto, como él. Aquello podría ser una masacre.
En un portal cercano, casi pegado al coche, se escondía una mujer de mediana edad. Estaba aterrorizada. Un chico joven, con gorra y vaqueros anchos, estaba tendido en el suelo. La sangre que manaba de su pierna empezaba a formar un charco en la acera. El pobre intentaba arrastrarse hasta el portal.
Pero Sam podía oír los pasos del asesino.
—¡Oye, chico! —lo llamó el pistolero—. ¿Qué pasa, tienes miedo? —preguntó, con una risotada que se repetiría en la cabeza de Sam durante el resto de su vida—. Hoy va a morir mucha gente, ¿sabes?
Sam se incorporó un poco, todos los músculos de su cuerpo preparados para entrar en acción. El tipo no estaba tan cerca como para saltar sobre él, tendría que correr para tumbarlo. Y si no lo hacía rápidamente, la mujer y el chico iban a morir.
El asesino se acercaba lentamente…
Sam salió de detrás del coche y se lanzó en tromba hacia él. El tipo se volvió al oír sus pasos, pero cuando giró la pistola, Sam estaba encima. Los dos hombres cayeron al suelo, golpeando la acera con la cabeza. Sam oyó un disparo y notó un estallido en la zona de su riñón izquierdo. Mientras intentaba sujetarlo, una parte de su cerebro registró que había recibido otro balazo.
Pero aún no sentía dolor. No tenía tiempo de pensar en eso mientras intentaba inmovilizar al asesino.
El tipo sujetaba la pistola con mano de hierro y seguía disparando… Había tanta gente alrededor que Sam estaba prácticamente seguro de que habría matado a alguien más. De modo que, sin pensar, hizo lo que estaba entrenado para hacer: arqueando el cuerpo hacia atrás con todas sus fuerzas, le partió el cuello.
El silencio después del estallido de los disparos era ensordecedor.
Sam se quedó tumbado sobre la acera, con el cuerpo del asesino sobre él. Entonces empezó a oír sirenas a lo lejos, gritos, gemidos de dolor. El chaval que estaba tumbado en el suelo llamaba a su madre.
La mujer que se había escondido en el portal corrió a su lado.
—No te muevas —le dijo, intentando detener la hemorragia con un torniquete—. Tranquilo, no te va a pasar nada.
—¡Soy enfermera! —oyó Sam otra voz—. Tenemos que identificar a los heridos y ver quién necesita ayuda más urgente.
—Ese hombre de ahí…, el que ha detenido al asesino, necesita ayuda. Recibió un disparo cuando se le echaba encima…
Sam empujó el peso muerto del hombre. El movimiento hizo que sintiera un dolor terrible en el abdomen, un dolor que pareció reverberar por todo su cuerpo.
Apretando los dientes, levantó la cabeza y miró la herida. La segunda bala le había dado en la parte baja del torso, cerca de la cadera. La sangre oscurecía su camisa y empezaba a formar un charco en la acera.
Intentó levantarse, pero las piernas no le respondían. La mujer que decía ser enfermera se arrodilló a su lado.
—No se mueva. La ambulancia está a punto de llegar.
Y así era. Sam podía oír la sirena cada vez más cerca, las puertas abriéndose y el ruido metálico de la camilla…
—¡Aquí, aquí! —gritó la enfermera.
—¿Tan mal estoy? —murmuró él. Pero apenas le salió un hilo de voz.
La joven lo miró a los ojos y Sam pudo leer la verdad en ellos.
—No está muy bien, pero no puede morirse. Es usted un héroe.
Capítulo 6
Dos semanas después, Del y Sam se habían acomodado a una rutina diaria. Desde la noche que hicieron el amor por primera vez, habían estado juntos casi cada minuto. Trabajaban juntos y juntos volvían a casa. Comían juntos, cenaban juntos y, por supuesto, dormían juntos. Aunque ninguno de los dos dormía lo necesario.
Sam prácticamente había llevado toda su ropa, más algunos libros y las cosas de aseo.
Estaban en el sofá viendo la televisión un domingo por la noche cuando decidió que había llegado el momento. Llevaba todo el fin de semana queriendo hablar con ella sobre su relación y lo estaba dejando pasar como si fuera un cobarde.
—¿Del?
Estaban abrazados en el sofá y ella giró la cabeza para mirarlo.
—¿Qué?
—¿Te gusta esto?
Del abrió mucho los ojos.
—¿Con esto te refieres a Virginia, al sofá o al programa de televisión?
—Me refiero a esta casa.
—Pues… sí, claro que me gusta. Si no, no viviría aquí —contestó ella, apartándose un poco—. ¿Por qué?
Sam se encogió de hombros.
—Porque como pasamos todo el tiempo juntos, me parece un gasto absurdo mantener dos casas.
Del lo miró a los ojos.
—¿Quieres que me vaya a vivir contigo?
—O yo podría vivir contigo —dijo él.
Del estuvo callada tanto tiempo que Sam empezó a prepararse para una negativa.