—Pensé que te había perdido para siempre —le confesó, sabiendo que le temblaba la voz.
—Y yo pensé que no querías estar conmigo al descubrir quien era mi madre —sonrió Del, acariciando su cara—. Me alegro tanto de haberme equivocado…
—¿Eso es un sí?
—Sí —contestó ella, mirándolo a los ojos—. Sí al matrimonio, a la casa, al perro, a los niños, a todo.
—Gracias a Dios —suspiró Sam.
—No podría casarme con nadie más que contigo. He soñado con eso tantas veces… pero me decía a mí misma que era imposible. Supongo que tenía miedo de hacerme ilusiones.
—Pues ya no tienes que hacértelas.
Del sonrió, secándose las lágrimas con la mano.
—Prometo hacer todo lo que pueda para que no nos molesten los paparazzi.
Sam se encogió de hombros.
—Da igual. Durará poco, no somos tan interesantes para la prensa.
—Pero tú sí eres interesante para mí —murmuró Del con voz ronca.
Sam se levantó, llevándola en brazos.
—¿Alguno de esos dormitorios está libre? Tú no sabes lo interesante que eres para mí, cariño.
Del rió, señalando con la mano.
—Ése —contestó, mirándolo con una ternura que a Sam le partía el corazón—. Te quiero, amor mío. ¿Por qué no me demuestras lo interesantes que podemos ser juntos?
Epílogo
El vuelo a Las Vegas con la madre de Del había sido tan horrible como esperaban. Aurelia Parker Caminito Haller Lyon Bahnsen podía mantener una conversación con una mínima ayuda de la otra persona.
Les había contado todo sobre su última película, sobre las fiestas a las que había acudido recientemente, de quién se rumoreaba que tomaba sustancias prohibidas y quién estaba en una clínica de rehabilitación. Habló del padre de Del, un piloto de carreras italiano que había muerto en un circuito europeo frente a miles de horrorizados fans, y sobre los maridos dos y cuatro. El número tres, Robert Lyon, estaba frente a ellos, con un ordenador portátil sobre las rodillas, sin prestar atención a la conversación.
Casarse en Las Vegas había sido idea de Aurelia, naturalmente. Según ella, de ese modo despistarían a los paparazzi. Y Sam aceptó porque no quería esperar ni un día más.
No podía imaginar su vida sin Del. No despertar con ella en sus brazos por la mañana, no ver la televisión por las noches, no chocarse en la cocina mientras hacían la cena, no volver a acariciar su pelo, no volver a enterrarse en ella tan profundamente que se convertían en un solo ser…
Gracias a las promesas que estaban a punto de hacerse, eso no pasaría nunca.
Apretando su mano, la mano en la que había puesto su anillo de compromiso, en la capilla que Aurelia había elegido para la boda, Sam miró a su flamante esposa con toda la ternura y el amor que sentía en su corazón.
Del estaba radiante con un sencillo vestido de satén blanco que caía al suelo formando una larga cola. Una tiara de perlas coronaba su gloriosa melena, cubierta por un velo de encaje que llegaba hasta el suelo. Aurelia había llevado ese mismo vestido cuando se casó con el padre de Del; el único vestido de novia blanco que había llevado nunca, según ella.
Cuando decidieron casarse en Las Vegas, pidió que se lo enviaran urgentemente desde Beverly Hills. Estaba en el hotel cuando llegaron, junto con una modista para hacer los arreglos de última hora. Ésas eran algunas de las ventajas de ser millonario, pensó Sam. Afortunadamente, Del no parecía interesada en el dinero.
—Por aquí —dijo el sacerdote después de la ceremonia, interrumpiendo los pensamientos de Sam—. Tienen que firmar el certificado de matrimonio.
Su esposa firmó primero y luego le dio el bolígrafo, con una sonrisa en los labios. Sam se inclinó para firmar el contrato legal y soltó una carcajada al ver la firma.
—No tiene gracia —dijo ella, con los puños apretados.
—¿Cómo que no tiene gracia? —rió Sam, señalando el documento—. Mira esto.
Del miró y…
—¡Lo dirás de broma!
Sam negó con la cabeza.
—Mis padres bautizaron a todos sus hijos con nombres del Antiguo Testamento. Es mi nombre auténtico.
Del soltó tal carcajada que el sacerdote se volvió, asustado. Aurelia, Robert y Ewie, que se había encontrado con ellos en La Vegas, se acercaron, curiosos. Y, un segundo después, estaban todos riendo como si fueran una jauría de hienas.
—¿Pero cómo es posible…?
—Esto no podría haber pasado ni en un millón de años.
Cuando tomó la mano de su esposa para empezar una nueva vida juntos, Sam miró por última vez el certificado de matrimonio.
Dahla Aurelia Smith era el nombre de su esposa. Y debajo, el suyo: Sansón Edward Deering.
Fin