—Soy yo —dijo Karen, aparentando tranquilidad.
Jennifer la examinó durante unos segundos antes de volverse hacia Walker.
—Dijiste que era vieja. Pero es guapa.
Walker se puso colorado.
—Lo siento —murmuró, incómodo. Y Sam se preguntó si se lo decía a Jennifer o a Karen.
Todo el mundo en la mesa observaba el intercambio con curiosidad. Nadie más que Del y él sabían que Walker y Karen habían estado casados.
—¿Me dejáis pasar? Tengo que irme —dijo Karen entonces.
Sam se levantó automáticamente.
—Feliz cumpleaños, Beth. Gracias por invitarme.
—Celebramos todos los cumpleaños —le explicó Peggy—. Pronto te hartarás de que te invitemos. Y los pasteles de chocolate se te quedarán pegados a los muslos, como a mí.
Karen intentó sonreír.
—Nos vemos mañana.
Estaba dándose la vuelta cuando Jennifer soltó la bomba:
—¿Por qué se va? ¿No habías dicho que ya no tenía familia?
Aunque estaba hablando con Walker, todo el mundo lo oyó.
Karen se detuvo abruptamente.
—¿Perdona?
—Pues… es que Walker me dijo que habías perdido a tu familia y…
—Jennifer, cállate —la interrumpió él.
Karen tenía la expresión de alguien que ha recibido un puñetazo en el estómago. Parecía a punto de llorar, pero se volvió hacia Beth intentando sonreír.
—Espero que lo pases bien el resto de la noche.
Cuando se volvió, Sam pudo ver una lágrima rodando por su mejilla.
—Bueno… —empezó a decir Peggy, nerviosa—. Yo creo que ya es hora de que empecemos a irnos, ¿no?
Hubo murmullos de asentimiento y, de repente, todo el mundo se levantó.
—Maldita sea, Walker, ¿cómo puedes meter la pata así? —le preguntó Sam en voz baja.
—Lo siento —se disculpó la pelirroja, con su ridícula voz de niña—. No quería molestarla.
—No, claro que no —replicó Del, con un tono que no dejaba lugar a dudas sobre cuál era su opinión.
—Si no puede soportar el calor, no debería meterse en la cocina —dijo Walker entonces.
Acababa de meter la pata hasta el fondo. Sam conocía bien a Del y sabía que ésa era la gota que colmaba el vaso. No ocurría a menudo, pero cuando ocurría…
Ella se inclinó hacia delante, con expresión helada.
—No tienes por qué contarle a todo el mundo la vida de Karen, imbécil. Tu vida es asunto tuyo, pero cuando nos obligas a soportar a una persona tan ofensiva que con una sola frase estropea toda una noche, se convierte en asunto nuestro —le espetó, sin mirar siquiera a Jennifer. Luego tocó a la pelirroja en el hombro—. Si vuelvo a verte en una de nuestras fiestas de cumpleaños, te arranco todos esos pelos teñidos que llevas. Y tú, Walker, no te molestes en venir a una fiesta a menos que estés sobrio… y solo.
Él la miraba con los dientes apretados.
—¿Sam? —lo llamó, como buscando ayuda.
—Lo siento, pero Del tiene razón —contestó Sam—. Apareces tú y se va todo el mundo. Eso debería decirte algo, ¿no?
Después, tomó a Del por la cintura y salió del restaurante a toda prisa. Era lo mejor, se dijo. No quería tener que sacarla de la comisaría a causa de una denuncia por agresión.
—¿Todos esos pelos teñidos que llevas? —murmuró, cuando entraban en el jeep.
Del soltó una carcajada.
—A mí me ha parecido hasta poético.
—¿Poético? Yo no elegiría precisamente esa palabra.
—¿Ah, no?
—No. Fue más bien sincero. Parecía que lo decías de verdad. Si yo fuera Jennifer, no querría volver a cruzarme en tu camino.
Del dejó escapar un suspiro.
—No me puedo creer que haya soltado esa barbaridad… De verdad no me creo que Walker haya sido tan idiota como para contarle que estuvo casado con Karen. ¿Crees que ella se irá de la empresa?
—Espero que no. Francamente, despediría a Walker antes que a Karen. Es mil veces más diplomática que él.
—Espero que no perdamos a ninguno de los dos —suspiró Del—. ¿Por qué crees que Karen se casó con él?
—No lo sé. Supongo que tendrá muchas cualidades.
—Sí, seguro.
—Aunque la química a veces engaña —murmuró Sam, pensando en Usa. Nada más decirlo, vio por el rabillo del ojo que Del había vuelto la cabeza bruscamente.
—¿Lo dices por experiencia?
—Pues… sí. Estuve comprometido una vez.
—¿Pero no te casaste?
—No —suspiró Sam. Se alegraba de haber sacado el tema y se alegraba también de que estuvieran en el coche, sin poder verse las caras—. Ella cambió de opinión cuando creyó que iba a tener que soportar a un parapléjico el resto de su vida.
—Lo siento —murmuró Del, cariacontecida.
—Así es la vida. Prefiero haber descubierto qué clase de persona era antes de casarme —dijo Sam, pensativo—. La verdad es que ya casi no me acuerdo de su cara.
Era cierto. Desde que empezó a vivir con Del, el pasado se había convertido en algo sin importancia.
—Pero debió dolerte mucho —insistió ella.
—Sí, bueno… Mira, siento no habértelo contado antes, pero…
—¿Sabes una cosa? Me gustaría sacarle los ojos a esa bruja.
Sam soltó una carcajada. Usa había dejado de ser importante y saber eso era como quitarse un peso de encima.
—Esta noche estás muy violenta —sonrió, tomando su mano—. Afortunadamente para ti, a mí me gustan las mujeres violentas.
De repente, Del puso la mano en su entrepierna y Sam sintió como una descarga eléctrica en la espina dorsal.
—Afortunadamente para ti —sonrió ella, explorando el bulto bajo los pantalones— a esta mujer violenta le gustas mucho. De hecho, está deseando llegar a casa.
Sam rió, pero la risa se convirtió en un gemido cuando Del le bajó la cremallera del pantalón y metió la mano.
—Si sigues así, no llegaremos a casa, querida.
A la mañana siguiente, en la oficina, había cotilleos por los pasillos. Todo el mundo hablaba de lo que había pasado la noche anterior en el restaurante. Sam había oído la frase: «Yo no tenía ni idea de que hubieran estado casados», unas doscientas veces.
Karen tenía ojeras, pero trabajó con su acostumbrada eficiencia, presentándole un estudio sobre la cantidad de agentes que necesitaban para vigilar una casa en Río de Janeiro, en un caso de secuestro infantil.
A las tres, Sam estaba frente al escritorio de Del, echando un vistazo a las reservas de avión para volver a Alemania a revisar el proyecto de perros guardianes, cuando Peggy apareció con un ramo de flores.
—Mira esto. Son para Karen.
—¿De quién? —preguntó Del.
—No lo sé, el sobre está cerrado. Pero la he llamado para que venga a buscarlo y no pienso dejarla ir hasta que me diga de quién son —sonrió Peggy.
Sam soltó una risita.
—¿Qué pasa?
—Nada. Es que no entiendo por qué os parece tan importante.
—Recibir flores siempre es importante —replicó Peggy.
Karen asomó la cabeza en ese momento y las tres mujeres se pusieron a hablar. Sam se quedó donde estaba, pensativo.
Él nunca le había enviado flores a Del. Ni siquiera la había invitado a cenar a menos que tuvieran que ver a algún cliente… o en la cena con Robert. Lo había pensado muchas veces, pero la cama siempre se ponía en medio.
De hecho, básicamente era lo único que hacían, pensó. Trabajaban, comían y hacían el amor. Casi quemaban las sábanas todas las noches y ninguno de los dos había dormido ocho horas seguidas desde su cumpleaños… aunque él no se quejaba.
Tampoco se había quejado Del, pero… ¿le importaría que nunca la hubiese invitado a cenar, que no le hubiera enviado flores?
—¿De quién son? —estaba preguntado Peggy.
En silencio, Karen le pasó la tarjeta.
—¡Será cerdo! —exclamó la secretaria, tan sincera como siempre.
—Al menos, se ha dado cuenta de que ha metido la pata —murmuró Del.
Karen no dijo nada. Se quedó mirando las flores con expresión seria. Sam tomó la tarjeta y leyó el sencillo mensaje: Lo siento. Walker.
—¿Estás bien, cariño? —preguntó Peggy.
Karen dejó escapar un suspiro.
—Tan bien como puedo estar teniendo que vivir en el mismo planeta con ese imbécil. Puedes quedarte con las flores, Peg. Ponlas en tu mesa, tíralas. Me da igual. Pero creo que me quedaré con esto —dijo entonces, tomando la tarjeta—. Sólo para recordar que no es una completa basura.
Sam se quedó impresionado al ver que, antes de salir del despacho, Karen Munson respondía con una sonrisa a las palabras de ánimo de las chicas.
Capítulo 8
Esa noche, en la cama, Del jugaba distraídamente con el vello de su torso después de hacer el amor. Sam pensó que le haría falta muy poca persuasión para volver a hacerlo… pero antes tenía que hacer otra cosa.
—¿Qué te parece salir a cenar y al cine el sábado por la noche?
Ella dejó de tocarlo.
—Supongo que es algo que hacen millones de personas.
—Lista —rió Sam, dándole un pellizco en el trasero.
—Ah, ¿querías decir nosotros, salir a cenar y al cine? —preguntó Del, con falsa inocencia.
—O podría invitar a otra chica.
—No si quieres volver a dormir en esta cama.
Rieron los dos, pero esas palabras de nuevo le hicieron albergar esperanzas. Era la primera vez que Del había aludido a un futuro del tipo que fuera. En general, era muy cuidadosa sobre no definir su relación, hasta el extremo de que, durante las últimas semanas, ése era un tema que no habían tocado en absoluto.
—¿Te gustaría que saliéramos a cenar?
—Me encantaría —dijo ella—. Pero, ¿cómo se te ha ocurrido?
—No sé… pensé que estaría bien.
—Si, estaría bien. La verdad es que nunca salimos de aquí, ¿no?
—¿De esta cama? Tienes razón. Ya es hora de empezar a conocernos fuera del dormitorio.
—Y fuera de la oficina.
—Sí.
—Eso estaría bien —murmuró Del—. Oye, tu corazón late muy deprisa.
—Mi corazón siempre late deprisa cuando estoy contigo —dijo Sam, sin pensar.
Del se quedó parada un momento.
—Mi corazón también late deprisa cuando estoy contigo.
Sam se sintió tan aliviado que, durante un minuto, no pudo decir palabra. Pero se quedó pensando… ¿qué había querido decir? ¿Se refería a algo físico o había entendido que él hablaba de otra emoción?
Durmieron hasta las diez. Al contrario que la mayoría de los sábados, Sam despertó antes que ella y aprovechó para poner la cafetera. Después de ducharse, sirvió dos tazas de café y entró con una bandeja en el dormitorio.
A Del no le gustaba madrugar. Hasta que tomaba una taza de café no tenía sentido empezar una conversación o esperar una respuesta coherente.
—Buenos días —murmuró, inclinándose para besarla en el escote y respirar aquel olor suyo, tan femenino. Cuando Del le echó los brazos al cuello, Sam sonrió—. Te he traído café.
—Soy tu esclava para siempre.
Para siempre. Le gustaba eso. Mucho. Ojala lo dijese de verdad, pero sospechaba que sólo era una frase hecha. No importaba, tenía tiempo para convencerla de que estaban hechos el uno para el otro.
Estaba haciendo huevos revueltos cuando oyó que ella cerraba el grifo de la ducha. Perfecto. Justo a tiempo. Entonces sonó el timbre.
Sam arrugó el ceño, sorprendido. ¿Quién podía llamar a la puerta a las diez de la mañana? Del no tenía amigos y su única ocupación era el trabajo…
Cuando miró por la mirilla, sólo pudo ver un pelo rubio muy bien peinado y el perfil de una mujer. Relativamente satisfecho de que el visitante no representase una amenaza, Sam abrió la puerta.
—¡Cariño! —exclamó la mujer, deteniéndose inmediatamente—. Vaya, vaya… no eres quien esperaba, pero me vales —sonrió, mirando su torso desnudo con coquetería—. Tú debes de ser Sam. Me alegro de conocerte —dijo entonces, dejando el numerito de vampiresa para ofrecerle su mano.
Sam no pudo contestar. La había reconocido en cuanto abrió la puerta.
Aurelia Parker. ¡Aurelia Parker!
La mujer que estaba delante de él era una estrella de Hollywood, una actriz que hacía babear a los hombres desde los dieciséis años. Poseedora de un Oscar y nominada varias veces, era una de las grandes del cine.
Aurelia Parker debía tener edad suficiente para ser su madre, pero era mucho más atractiva que muchas chicas de su edad. Llevaba un conjunto negro de escote sorprendentemente decoroso.
Sam alargó la mano y Aurelia la apretó con fuerza.
—Yo soy Sam —consiguió decir—. En fin… perdone, qué tonto soy. Entre, por favor.
«Y dígame qué demonios hace usted aquí y por qué sabe mi nombre».
—Ahora entiendo que Del te haya tenido escondido. Había empezado a desesperar, ¿sabes? —sonrió Aurelia, levantando una bien perfilada ceja—. Sé que no debería preguntar, pero Del no me lo contaría nunca. ¿Hay alguna posibilidad, por pequeña que sea, de que vayáis a ser papas pronto?
¿Eh?
—Sam, no abras… —Del no terminó la frase. Había aparecido en el pasillo envuelta en una toalla azul y con otra blanca a modo de turbante en el pelo. Y estaba pálida—. Hola, madre.