Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Una silueta entró cautelosamente en la Escuela después de haber cruzado las puertas abiertas que daban a la calle.[7] La luz de la antorcha que ardía dentro de la garita del portero arrancó destellos dorados a los rizados mechones rubios del recién llegado.

—Así que también lo habéis conseguido, ¿eh? —dijo Arthur agitando despreocupadamente la hoja de papel rosa que sostenía entre los dedos de una mano.

Arthur había cambiado mucho en siete años. El fracaso continuado e inexplicable del Gran Orm en llevar a cabo la que para Él debía ser sencillísima tarea de cobrarse la falta de pleitesía con una terrible venganza orgánica había servido para que Arthur acabara librándose de su molesta tendencia a ir de un lado a otro con la cabeza tapada por la chaqueta. Su aptitud innata para la violencia canalizada quedó revelada el día en que Garrotho y unos cuantos secuaces suyos decidieron que mantear a los nuevos podía resultar divertido y escogieron a Arthur como primer candidato al viaje aéreo. Diez segundos después hicieron falta los esfuerzos combinados de todos los chicos del dormitorio para contener a Arthur y arrancarle los restos de la silla de entre los dedos. Poco después sus condiscípulos se enteraron de que era hijo del difunto Johan Ludorum, uno de los asesinos más eminentes de toda la historia del Gremio. Los hijos de los asesinos muertos nunca tenían que pagar la matrícula. Sí, la profesión de asesino no es tan desalmada como parece a veces.

Nadie tenía ni la más mínima duda de que Arthur aprobaría el examen. Le habían dado clases extra y se le había permitido utilizar venenos realmente complicados. Probablemente se quedaría una temporada en la escuela para escribir una tesis y trabajar como posgraduado.

Esperaron a que los gongs de la ciudad dieran las dos. La tecnología relojera de Ankh-Morpork no había alcanzado un grado de precisión muy elevado, y aparte de eso muchas de las numerosísimas comunidades de la ciudad tenían ideas bastante distintas sobre lo que debía considerarse una hora, por lo que las salvas de campanadas rebotaron en los tejados durante casi cinco minutos.

Cuando quedó claro que el consenso de la ciudad estaba a favor de que ya pasaba un buen rato de las dos el trío dejó de contemplarse las punteras de las botas.

—Bueno, se acabó —dijo Broncalo.

—Pobre Pesthilencio… —dijo Arthur—. La verdad es que si lo piensas bien resulta bastante trágico, ¿no os parece?

—Sí —murmuró Broncalo—. Me debía cuatro peniques. Bien, vamos… Os he preparado una pequeña sorpresa.

El faraón Teppicamón XXVII se levantó de la cama y se tapó las orejas con las manos para no oír el rugido del mar. Aquella noche sonaba particularmente fuerte.

El rugido siempre se hacía un poco más intenso cuando estaba nervioso o preocupado por algo. Necesitaba una distracción. Podía ordenar que le trajeran a Ptraci, su sirvienta favorita. Ah, Ptraci era realmente especial… Sus canciones siempre conseguían animarle. Cuando Ptraci dejaba de cantar la vida parecía mucho más hermosa y digna de ser vivida.

También estaba el amanecer. Eso siempre le reconfortaba. Sentarse sobre el tejado más alto del palacio envuelto en una manta viendo cómo las nieblas se iban alejando del río mientras la inundación dorada se derramaba sobre la tierra resultaba muy agradable. Te hacía sentir esa cálida satisfacción que produce otro trabajo bien hecho, y, el que no tuvieras ni idea de cómo te las habías arreglado para hacerlo no disminuía en nada la sensación de bienestar.

Se puso en pie, se calzó las zapatillas, salió de su dormitorio y fue por el pasillo que llevaba hasta la gigantesca escalera de caracol y el tejado. Unos cuantos haces de cañas empapadas de aceite ardían iluminando las estatuas de los otros dioses locales y adornaban las paredes con retratos móviles de criaturas con cabeza de perro, cuerpo de pez o patas de araña en lugar de brazos. El faraón las conocía desde su infancia. Sin ellas sus pesadillas juveniles habrían resultado de lo más aburridas y poco espectaculares.

El mar… Sólo lo había visto una vez cuando era un muchacho. No recordaba muchas cosas acerca de él, dejando aparte el tamaño. Y el ruido. Y las gaviotas, claro.

Las gaviotas se habían convertido en una auténtica obsesión. Ah, las gaviotas parecían habérselo montado mucho mejor… Le habría gustado poder volver en forma de gaviota pero, naturalmente, si eras faraón esa opción quedaba automáticamente descartada. Si eras faraón no volvías nunca. De hecho, incluso podía decirse que nunca llegabas a irte del todo.

—Bueno, ¿qué es? —preguntó Teppic.

—Pruébalo —replicó Broncalo—. Venga, pruébalo. Nunca volverás a tener la oportunidad de hacerlo.

—Es tan bonito que me da pena echarlo a perder —dijo Arthur intentando hablar con el tono de voz admirativo que se esperaba de él mientras contemplaba el complicado mosaico de colores y formas que ocupaba su plato—. ¿Qué son todas esas cositas rojas?

—Oh, no son más que rábanos —dijo Broncalo en un tono de voz algo despectivo—. No tienen mucha importancia. Vamos, adelante.

Teppic cogió el diminuto tenedor de madera, lo llevó hasta el plato y pinchó una rebanada de pescado tan blanca y delgada que parecía un trocito de papel. El chef del restaurante chafashi le estaba observando tan atentamente como si Teppic fuera un bebé en la fiesta de su primer cumpleaños. De hecho, todo el mundo le estaba observando.

Teppic masticó concienzudamente la rebanada de pescado y descubrió que tenía una consistencia gomosa, que era bastante salada y que el olor le recordaba un poco al que sale de los desagües.

—¿Está bueno? —preguntó Broncalo con cierto nerviosismo.

Algunos comensales de las mesas más cercanas empezaron a aplaudir.

—Es… Es distinto —admitió Teppic sin dejar de masticar—. ¿Qué es?

—Pez globo de las profundidades abisales —dijo Broncalo—. Calma, calma… —se apresuró a añadir al ver que Teppic se apresuraba a dejar su tenedor sobre la mesa e intentaba fulminarle con la mirada—. No hay el más mínimo peligro siempre que se haya extraído hasta el último fragmento de estómago, hígado y conducto digestivo y por eso cuesta tantísimo dinero, porque si te dedicas a servir pez globo o eres el mejor o cambias de oficio, y es el alimento más caro del mundo y hay gente que ha escrito poemas sobre él y…

—Una auténtica explosión de nuevos sabores —murmuró Teppic intentando no perder el control de sí mismo.

Aun así el pez globo debía de estar correctamente preparado, visto que Teppic no se había convertido en papel de pared y no estaba formando parte de la decoración del local. Volvió a coger el tenedor y lo usó para examinar las raíces que ocupaban el resto del plato.

—Y esas cosas… ¿Qué efecto producen? —preguntó.

—Bueno, a menos que sean maceradas y preparadas de la forma correcta a lo largo de un período de seis semanas reaccionan de una forma catastrófica apenas entran en contacto con los ácidos de tu estómago —dijo Broncalo—. Lo siento. Pensé que debíamos celebrar el haber aprobado con la cena más cara que nos pudiéramos permitir.

—Comprendo. Pescado y patatas fritas para hombres que los tengan bien puestos, ¿eh? —dijo Teppic.

—Oye, ¿crees que podrían traer un poco de vinagre si lo pido? —preguntó Arthur con la boca llena—. Ah, y unos guisantitos no irían nada mal para acompañar…

Pero el vino era bueno. No es que fuese increíblemente bueno, desde luego. No pertenecía a una de las grandes cosechas, pero explicaba el porqué Teppic había tenido dolor de cabeza todo el día.

Había estado sufriendo los efectos de un remete particularmente fuerte. Su amigo había comprado cuatro botellas de un vino blanco perfectamente normal cuya única particularidad era que no provocaba resaca sino lo que los expertos en magia temporal conocían como remete. ¿Por qué resultaba tan caro? Porque las uvas de las que estaba hecho aún tenían que plantarse.[8]

En el Disco la luz se mueve lenta y perezosamente. No tiene prisa por llegar a ninguna parte. ¿Para qué molestarse? A la velocidad de la luz todos los sitios son más o menos el mismo.

El faraón Teppicamón XXVII estaba observando cómo el disco dorado flotaba sobre el borde del mundo. Una bandada de grullas emergió de las neblinas que cubrían el río y se remontó hacia las alturas.

El rey se estaba diciendo que siempre se había tomado el trabajo lo más seriamente posible. Nadie le había explicado cómo te las arreglabas para que el sol saliera cada mañana, por no hablar de las inundaciones anuales o de que el trigo creciera en los campos. ¿Cómo podían explicárselo? Después de todo él era la deidad, ¿no? Tendría que saberlo. Pero no tenía ni idea, por lo que se había limitado a vivir un día después de otro repitiéndose que todo saldría bien y deseándolo con todas sus fuerzas, y la verdad es que el truco parecía haber funcionado. El problema estaba en que si algún día dejaba de funcionar no sabría por qué. Una de sus pesadillas recurrentes era soñar que el gran sacerdote Dios le despertaba sacudiéndole una mañana… sólo que referirse a esas horribles tinieblas utilizando las palabras «una mañana» sería una considerable exageración, naturalmente. Todas las antorchas y lamparillas del palacio estaban encendidas y podía oír los murmullos irritados de la multitud que aguardaba en la oscuridad puntuada por las estrellas, y todo el mundo le miraba esperando que hiciera algo…

Y él no podría hacer nada salvo decir «Lo siento».

Le aterrorizaba. Qué fácil resultaba imaginar la capa de hielo formándose sobre el río, la escarcha eterna recubriendo los troncos de las palmeras y acumulándose encima de las hojas hasta que su peso las hiciera caer (para quedar hechas añicos cuando chocaran con el suelo congelado), y los cuerpos sin vida de los pájaros lloviendo del cielo…

Las sombras se deslizaron sobre él. Alzó la cabeza y contempló el vacío gris del horizonte con ojos velados por las lágrimas sintiendo cómo el horror le aflojaba las mandíbulas.

Se puso en pie, arrojó la manta a un lado y levantó las dos manos en un gesto de súplica. Pero el sol se había esfumado. Él era el dios, éste era su trabajo, lo único que sus súbditos esperaban de él… y les había fallado.

Era como si su mente tuviera oídos, y le pareció que ya captaban los gritos irritados de la multitud, el rugido retumbante que empezaba a invadirle hasta que el ritmo se volvió tan insistente como familiar, hasta que llegó a ser tan ensordecedor que ya no intentaba entrar en su cabeza sino que tiraba de él llevándole hacia aquel desierto azul que sabía a sal donde el sol nunca dejaba de brillar y esbeltas siluetas blancas se movían lentamente trazando círculos en el cielo.

El faraón se irguió sobre las puntas de los dedos de sus pies, echó la cabeza hacia atrás y desplegó las alas. Y se lanzó al vacío.

Y mientras surcaba las alturas se sorprendió al oír un golpe detrás de él. Y el sol salió de detrás de las nubes que lo habían estado ocultando.

El faraón no tardó en comprender que se había precipitado un poco, y empezó a tener la sensación de que había hecho el ridículo.

Los tres nuevos asesinos avanzaban tambaleándose por la calle corriendo un continuo peligro de caerse de narices que jamás llegaba a materializarse mientras intentaban cantar «Soy un hechicero y mi báculo es el primero» de forma coral o, por lo menos, en el mismo tono.

—Esh grande y esh redondo y pesha tres… —canturreó Broncalo—. Mierda, ¿qué acabo de pishar?

—¿Alguien sabe dónde estamos? —preguntó Arthur.

—Íbamos… íbamos hacia la escuela —replicó Teppic—. Pero creo que debemos haber tomado por el camino equivocado porque tenemos el río delante. Puedo olerlo.

La cautela logró atravesar el blindaje alcohólico de Arthur.

—Podría ser peligroso —murmuró—. A estas horas de la noche puede que haya ind… ind… indeseables rondando por ahí.

—Desde luego —dijo Broncalo poniendo cara de satisfacción—. Estamos nosotros, ¿no? Podemos demostrarlo. Tenemos la calificación, ¿no? Me gustaría que alguien intentara meterse con nosotros.

—Tienes toda la razón —dijo Teppic apoyándose en él. Como apoyo Broncalo no era gran cosa, pero no había nada mejor cerca—. Les abriremos en canal desde el como se llame hasta el no sé qué.

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