Broncalo inició su explicación golpeando a Pesthilencio en la cara, después de lo cual dejó bien claro que Anular con Extrema Saña era algo muy complicado que exigía no sólo el que la víctima fuese inhumada —preferiblemente de una forma extremadamente concienzuda—, sino que los conocidos y empleados de la víctima también estaban involucrados en el asunto junto con el local comercial, el edificio y una parte considerable del vecindario en el que éste se encontrara; y que lo realmente importante era asegurarse de que todo el mundo llegaba a enterarse de que la víctima en cuestión había sido lo bastante imprudente y estúpida para ganarse la clase de enemigos capaces de enfadarse mucho y descargar su ira de forma lo más indiscriminada posible.
—Caray —dijo Arthur.
—Oh, eso no es nada —dijo Broncalo—. Recuerdo que una Vigilia del Cerdo mi abuelo y su departamento de contabilidad celebraron una reunión de negocios de alto nivel con los tipos del Cubo y el resultado de la reunión ascendió a quince cadáveres que jamás fueron encontrados. Muy, muy mal asunto… Afecta mucho a toda la comunidad comercial.
—¿A toda la comunidad comercial o sólo a esa parte de ella que flota cara abajo en el río? —preguntó Teppic.
—A eso iba —dijo Broncalo meneando la cabeza—. Si hay alguna posibilidad de evitar ese tipo de soluciones drásticas siempre es mejor hacerlo de una forma… de una forma… limpia, ¿entendéis? Por eso mi padre dijo que quería que entrase en el Gremio. Hoy en día siempre tienes que estar lo más pendiente posible del negocio. No puedes perder todo tu tiempo con las relaciones públicas.
El extremo de la ballesta estaba temblando.
Era lo único que no le gustaba de la escuela. Todo lo demás —las escaladas, las clases de música, la amplitud del programa de asignaturas…—, le encantaba, pero no conseguía quitarse de la cabeza el hecho de que al final acababas matando gente. Teppic nunca había matado a nadie.
«De eso se trata, ¿no? —se dijo a sí mismo—. Éste es el momento en que todo el mundo averigua si eres capaz de hacerlo, tú incluido. Y si meto la pata puedo darme por muerto.»
Mericet empezó a canturrear en voz baja sin moverse de su rincón.
El Gremio pagaba un precio por su licencia para operar. El Gremio se aseguraba de que no hubiera asesinos descuidados, poco entusiastas o, por así decirlo, criminalmente faltos de eficiencia. Podrías vivir mil años y nunca conocerías a nadie que hubiera suspendido el examen.
Y, naturalmente, algunos estudiantes no conseguían pasar el examen, pero no les volvías a ver nunca más. El cuerpo que había debajo de la manta quizá fuera uno de ellos. Incluso podía ser Broncalo, o Snoxall, o cualquiera de los chicos… Todos tenían su examen final aquella noche. Si suspendía, el mismo Teppic podía acabar en esa cama…
Teppic clavó los ojos en la silueta que yacía sobre la cama intentando dar con alguna pista que le permitiera identificarla.
—Ejem… —tosió el examinador.
Teppic tenía la garganta muy seca. El pánico salió disparado de su estómago y empezó a trepar por ella moviéndose con la celeridad de la cena de un borracho.
Sus dientes sentían un deseo casi irresistible de castañetear, y cuanto más ruidosamente mejor. Su espina dorsal se había convertido en una masa de hielo y sus ropas se habían transformado en un montón de harapos empapados. Todo parecía estar ocurriendo terriblemente despacio.
No. No lo haría. La decisión surgió de la nada e hizo impacto en su mente dejándole tan aturdido como si estuviera andando por un callejón oscuro y alguien acabara de arrojarle un ladrillo a la cabeza. La sorpresa que sintió tenía muy poco que envidiar a la que le habría producido el recibir un ladrillazo. No se trataba de que odiara al Gremio o a Mericet —el examinador ni tan siquiera le resultaba particularmente desagradable—, sino que no le parecía que aquella fuese la forma más correcta de poner a prueba a un estudiante. Estaba mal, y punto.
Decidió que iba a suspender. En cuanto al viejo… ¿Qué podía hacer? Nada, ¿verdad?
Y además suspendería de la forma más elegante y vistosa posible.
Giró lentamente hasta quedar de cara a Mericet, clavó la mirada en los ojos del examinador, extendió el brazo que sostenía la ballesta apuntando más o menos hacia su derecha y apretó el gatillo.
Hubo un tañido metálico.
El dardo salió disparado hacia el alféizar de la ventana y rebotó en un clavo con un suave chasquido. Mericet se agachó una fracción de segundo antes de que el dardo pasara por encima de su cabeza. El dardo volvió a rebotar en un aro para antorchas que había en la pared y pasó, junto al cada vez más pálido rostro de Teppic, ronroneando como un gato enloquecido.
El dardo se incrustó en la manta con un golpe ahogado al que siguió el silencio más absoluto imaginable.
—Gracias, señor Teppic. Y ahora, si tiene la bondad de esperar un momento…
El viejo asesino inclinó la cabeza sobre su tablilla de anotaciones y empezó a mover los labios sin emitir ningún sonido.
Cogió el lápiz unido a la tablilla mediante un trocito de cordel un poco deshilachado e hizo unas cuantas cruces en una hoja de papel rosa.
—No voy a pedirle que me lo quite de las manos —dijo Mericet—. Dadas las circunstancias no creo que sea lo más adecuado, ¿verdad? Lo dejaré en la mesa que hay junto a la puerta.
No era una sonrisa particularmente agradable. Seca, débil, desnutrida… Aquella sonrisa había sido hervida tan concienzudamente que había perdido todo su calor hacía ya mucho tiempo. La gente que sonreía así normalmente llevaba dos años muerta cociéndose bajo el sol del desierto, pero por lo menos te dabas cuenta de que Mericet estaba haciendo cuanto podía.
Teppic no se había movido.
—¿He aprobado? —preguntó.
—Parece ser que sí.
—Pero…
—Estoy seguro de que ya sabe que no me está permitido comentar el examen con los estudiantes. Sin embargo, lo que sí puedo decirle es que esas técnicas modernas entre aparatosas y exhibicionistas nunca me han gustado demasiado. Que tenga un buen día.
Y Mericet salió de la habitación.
Teppic fue tambaleándose hacia la mesa cubierta de polvo que había junto a la puerta y se inclinó sobre el papel contemplándolo con expresión horrorizada. La fuerza de la costumbre hizo que sacara unas pinzas de la faltriquera para cogerlo.
Parecía auténtico. Estaba adornado con el sello del Gremio y con un garrapateo ininteligible que no cabía duda era la firma de Mericet. Teppic lo había visto con bastante frecuencia, casi siempre al final de una hoja de examen junto a comentarios como 3/10. Pase por mi despacho.
Teppic fue hacia la cama y apartó la manta de un manotazo.
Faltaba poco para la una de la madrugada y los relojes intentaban convencer a Ankh-Morpork de que ya era de noche.
Los tejados que formaban el mundo aéreo de los ladrones y los asesinos estaban muy oscuros, pero debajo de ellos la vida de la ciudad fluía por las calles con el ímpetu de la marea.
Teppic caminaba por entre la muchedumbre sin prestar demasiada atención a lo que le rodeaba. Cualquier otro habitante de la ciudad que sintiera curiosidad por averiguar cuáles eran los resultados de ese tipo de comportamiento no tardaría en descubrir que equivalían a solicitar una visita turística del fondo del río con guía incluido, pero Teppic vestía el traje negro de los asesinos y la multitud se limitaba a abrirse automáticamente delante de él para dejarle paso y volvía a cerrarse a su espalda en cuanto había pasado. Incluso los carteristas se mantenían lejos de él. ¿Meter la mano en el bolsillo de un asesino? No, gracias. ¿Quién sabe lo que podrías encontrar? Teppic cruzó el umbral de la Casa del Gremio, tomó asiento sobre un banco de mármol negro y apoyó el mentón en los nudillos.
La triste e innegable realidad era que su vida parecía haberse detenido tan bruscamente como si acabara de chocar con un muro de ladrillos. Teppic no había pensado en lo que ocurriría después del examen. De hecho, ni tan siquiera se había atrevido a suponer que pudiera haber un después…
Alguien le dio una palmadita en el hombro. Teppic se volvió y vio que Broncalo se dejaba caer junto a él y le alargaba una hoja de papel rosa sin decir ni una palabra.
—Bingo —dijo.
—¿También has aprobado? —le preguntó Teppic. Broncalo sonrió.
—Estuvo chupado —dijo—. Me tocó Nivor, ¿sabes? Estuvo chupado, aunque me hizo sudar un poco con la Caída de Emergencia. ¿Y tú? ¿Qué tal te ha ido?
—¿Humm? Oh. No. —Teppic intentó poner algo de orden en el caos de sus pensamientos—. Estuvo chupado —dijo por fin.
—¿Sabes algo de los demás?
—No.
Broncalo se echó hacia atrás.
—Pesthilencio aprobará —dijo muy seguro de sí mismo—, y el joven Arthur también. Creo que los demás no lo conseguirán. ¿Qué te parece si les damos veinte minutos para que aparezcan?
Teppic se volvió hacia él. Su rostro habría podido figurar como ilustración en un manual universitario sobre problemas emocionales.
—Bronco, yo…
—¿Qué?
—Cuando llegó el momento de hacerlo, yo…
—¿Qué estás intentando explicarme?
Teppic bajó la cabeza y clavó los ojos en los adoquines.
—Nada —dijo.
—Eres un tipo afortunado. Te diste un paseíto por los tejados y pudiste tomar el aire. A mí me tocó ir por las alcantarillas y después el guardarropa en la Torre del Sastre. Tuve que entrar allí y no me ha quedado más remedio que cambiarme al volver.
—El tuyo era un muñeco, ¿verdad? —preguntó Teppic.
—Cielos… ¿Es que el tuyo no lo era?
—¡Pero nos hicieron creer que sería una persona de verdad! —gimoteó Teppic.
—Bueno, todo parecía muy real, ¿no?
—¡Sí!
—Pues entonces… Y has aprobado, así que no hay motivos para preocuparse.
—Pero… ¿No te preguntaste quién podía estar debajo de esa manta, qué clase de vida había llevado y por qué…?
—Hombre, me preocupaba bastante el no hacerlo bien —admitió Broncalo—. Pero en cuanto a lo que dices… No, pensé que no era asunto mío y lo olvidé.
—Pero yo…
Teppic no siguió hablando. ¿Qué podía hacer? ¿Explicárselo todo? No estaba muy seguro del porqué, pero le pareció que no sería una buena idea.
Su amigo le dio una palmada en la espalda.
—¡No le des más vueltas! —exclamó—. ¡Lo hemos conseguido!
Y Broncalo alzó el pulgar y lo pegó a los dos primeros dedos de su mano derecha en el antiquísimo saludo de los asesinos.
Un pulgar pegado a dos dedos y la flaca silueta del doctor Cruces, el jefe de profesores, se alzó sobre las cabezas de los chicos que le contemplaban con expresión algo atemorizada.
—No asesinamos —dijo.
Tenía una voz suave y agradable. El doctor nunca alzaba la voz, pero sabía alterar los tonos y manipularlos de tal forma que se le habría podido oír incluso durante un huracán.
—No ejecutamos. No masacramos. Ah, y pueden estar totalmente seguros de que nunca torturamos. No tenemos nada que ver con los crímenes motivados por la pasión, el odio o el deseo desordenado de conseguir lucros o ganancias materiales. No hacemos lo que hacemos porque nos guste inhumar a la gente, o para alimentar alguna secreta necesidad interior, o por conseguir algo tan mezquino como mejorar nuestra posición, o por alguna causa o creencia. No, caballeros, yo les digo que todas esas razones son sospechosas en el más alto grado imaginable. Examinen el rostro de un hombre capaz de matarles por una creencia y sus fosas nasales captarán la vaharada pestilente de la abominación. Escuchen el discurso de quien predica una guerra santa y les aseguro que sus oídos no tardarán en captar el tintineo metálico de las escamas del mal y el susurro de su cola monstruosa arrastrándose sobre la pureza del lenguaje.
»No. Lo hacemos por dinero.
»Y como si hay algo que debamos recordar por encima de todo es que la vida humana tiene un valor inmenso, lo hacemos por grandes cantidades de dinero.
»Creo que existen muy pocos motivos más limpios o que estén más libres de falsas excusas y disfraces engañosos.
»Nihil mortifi, sine lucre.Recuérdenlo bien. Si no hay honorarios, no hay cadáver.
Se quedó callado durante unos instantes.
—Y no se olviden nunca de dar el recibo —añadió.
—Así que todo ha salido a pedir de boca —dijo Broncalo.
Teppic asintió con expresión lúgubre. Eso era lo que hacía tan fácil que Broncalo te cayera bien. Poseía la envidiable capacidad de hacer las cosas sin tener que pensar en ellas.