Ptaclusp extendió los brazos y los pasó sobre los hombros de sus hijos.
—Muchachos —dijo con orgullo—, esto empieza a tener un aspecto realmente cuántico.
Los rayos rojizos del crepúsculo también caían sobre Dil y Gern, aunque en este caso tenían que seguir una ruta algo tortuosa y se veían obligados a terminar precipitándose por el tragaluz de las cocinas del palacio. Dil y Gern habían acabado allí sin que pareciera haber ninguna razón obvia para ello, aparte de que de repente los dos se habían dado cuenta de que la sala de embalsamamiento se había convertido en un sitio muy deprimente.
El personal de la cocina trabajaba a su alrededor siendo muy consciente del impenetrable halo de melancolía que rodeaba a los dos embalsamadores. Embalsamar cadáveres no es un trabajo que te vuelva muy sociable y los embalsamadores suelen tener grandes dificultades para hacer amigos, y aparte de eso el personal de la cocina tenía que preparar un banquete de coronación.
Dil y Gern estaban sentados en el centro de todo aquel ajetreo observando el futuro por encima del borde de una jarra de cerveza.
—Supongo que Gwlenda podría hablar con su papá —dijo Gern.
—Eso es, muchacho —dijo Dil con voz cansada—. La gente siempre necesitará ajos, ¿sabes? El ajo tiene mucho futuro.
—El ajo es condenadamente aburrido —dijo Gern con una ferocidad nada usual en él—. Y no conoces a gente interesante. Eso es lo que me gustaba de nuestro trabajo. Siempre estaba viendo caras nuevas.
—No más pirámides —dijo Dil sin rencor—. Es lo que dijo. «Habéis hecho un buen trabajo, maese Dil, pero voy a asegurarme de que este país entra en el Siglo del Murciélago de la Fruta tanto si quiere como si no…» Eso es lo que dijo.
—De la Cobra —dijo Gern.
—¿Qué?
—Es el Siglo de la Cobra, no el del Murciélago de la Fruta.
—El que sea —dijo Dil en un tono levemente irritado.
Inclinó la cabeza y contempló su jarra de cerveza con expresión abatida. «Ése es el problema —pensó—. Hay que empezar a acordarse de en qué siglo vives…»
Alzó la mirada y clavó los ojos en una bandeja de canapés. Los canapés se habían puesto de moda de la noche a la mañana. Todo el mundo parecía…
Dil cogió una aceituna y empezó a darle vueltas y más vueltas.
—No puedo afirmar que sintiera lo mismo acerca de lo que hacíamos antes, claro —dijo Gern apurando su jarra de cerveza—, pero apuesto a que vos estabais realmente orgulloso, maese… quiero decir Dil. Las costuras se portaron de maravilla, ¿no?
Dil extendió una mano hacia su cinturón sin apartar los ojos de la aceituna y cogió uno de los cuchillos más pequeños que utilizaba para trabajos realmente complicados.
—Decía que habrás sentido mucho que todo terminara así, ¿eh? —murmuró Gern.
Dil giró sobre su taburete para tener un poco más de luz, tragó aire y se concentró.
—Pero ya lo superarás —dijo Gern—. Lo importante es no permitir que se convierta en una obsesión y…
—Guarda este hueso de aceituna en algún sitio —dijo Dil.
—Perdón, ¿qué…?
—Guarda este hueso de aceituna en algún sitio —repitió Dil.
Gern se encogió de hombros y aceptó el hueso de aceituna que le ofrecía.
—Bien —dijo Dil en un tono de voz repentinamente impregnado de decisión y seguridad en sí mismo—. Y ahora pásame un trocito de pimiento…
Y el sol brillaba sobre el delta, ese pequeño infinito de cañaverales y orillas fangosas donde el Djel iba depositando los sedimentos de todo el continente. Las aves que chapoteaban de un lado a otro subían y bajaban la cabeza con la regularidad de un metrónomo buscando comida en el verde laberinto de los tallos y billones de insectos bailoteaban sobre las aguas cenagosas moviéndose en un continuo enredo de zigzags. Aquí el tiempo siempre había transcurrido, pues el delta respiraba las aguas limpias y frescas de la marea dos veces al día.
La marea estaba a punto de llegar, y la cúspide coronada de espuma no tardó en deslizarse entre los cañizos.
Los antiquísimos vendajes empapados en agua esparcidos aquí y allá se fueron desenredando, se agitaron durante unos momentos como serpientes increíblemente ancianas y acabaron disolviéndose de la forma más discreta y silenciosa posible.
—Esto es francamente irregular.
—Lo sentimos. No es culpa nuestra.
—¿Cuántos sois?
—Me temo que más de 1.300.
—Bien, de acuerdo… Haced el favor de formar una cola.
Maldito Bastardo estaba contemplando el tablón donde le ponían el heno.
El tablón estaba vacío y representaba una sub-disposición en el conjunto general «heno» que contenía valores arbitrarios situados entre el cero y K.
Ahora no había ni una brizna de heno en él. De hecho, era posible que contuviera un valor negativo de heno, pero si tienes el estómago vacío la diferencia existente entre que no haya heno y menos-heno carece de interés.
Hiciera lo que hiciese siempre acababa obteniendo la misma respuesta. La ecuación poseía una sencillez francamente clásica, y una limpia elegancia que en aquellos momentos no estaba en condiciones de admirar.
Maldito Bastardo estaba cansado, y no podía evitar el tener la sensación de que el destino había sido particularmente duro e injusto con él. Aquello no tenía nada de raro, naturalmente, dado que es el estado anímico normal de un camello. Maldito Bastardo se arrodilló con infinita paciencia y Teppic empezó a llenar las alforjas.
—Nos mantendremos alejados de Efebas —dijo Teppic usando un tono de voz y una posición de la cabeza calculados para dejar bien claro que estaba hablando con el camello y con nadie más—. Iremos hasta el extremo del Mar Circular, puede que a Gusania o al otro lado de las Montañas del Carnero. Hay montones de sitios a los que ir. Puede que incluso encontremos unas cuantas ciudades perdidas, ¿eh? Estoy seguro de que eso te gustaría, ¿verdad?
Intentar animar a un camello siempre es un error que se paga muy caro, y como pérdida de tiempo no tiene nada que envidiar al dejar caer merengues dentro de un agujero negro.
La puerta que había al otro extremo del establo giró sobre sus goznes revelando a un sacerdote que parecía muy cansado y tenía el rostro enrojecido. Los sacerdotes no estaban acostumbrados a correr, y el día les estaba resultando muy duro.
—Eh… —murmuró el sacerdote—. Su Majestad te ordena que no abandones el reino.
Tosió.
—¿Hay alguna contestación? —preguntó después. Teppic se lo pensó.
—No —dijo por fin—, creo que no.
—Bien, entonces le digo que no tardarás en prosternarte ante ella, ¿eh? —dijo el sacerdote con cierta ansiedad.
—No.
—Oh, claro, como a ti no te va a hacer nada… —dijo el sacerdote poniendo mala cara, y salió del establo.
Unos minutos después fue sustituido por Koomi. El gran sacerdote estaba tan rojo como un tomate.
—Su Majestad te pide que no abandones el reino —dijo.
Teppic subió a la grupa de Maldito Bastardo y le dio unos golpecitos con el aguijón.
—Habla en serio —dijo Koomi.
—Estoy seguro de ello.
—Podría haber ordenado que te arrojaran a los cocodrilos sagrados, ¿sabes? —añadió Koomi.
—Ahora que lo dices hoy no he visto a ninguno. ¿Qué tal están? —replicó Teppic, y volvió a mover el aguijón.
Maldito Bastardo y Teppic emergieron a la claridad del día y a los rayos del sol que cortaban como cuchillos, y recorrieron las calles de tierra apisonada que el tiempo había convertido en una superficie más dura que la piedra. Las calles estaban repletas de personas, y ni una sola de ellas le prestó la más mínima atención.
Era una sensación maravillosa.
Teppic fue por el camino que llevaba hasta la frontera y no se detuvo hasta haber llegado a lo alto del risco. Todo el valle se extendía por debajo de él. Un viento muy cálido procedente del desierto agitaba los matorrales de sifacias haciendo entrechocar los tallos. Teppic ató las bridas de Maldito Bastardo a un matorral en una zona de sombra, trepó unos cuantos metros por las rocas y miró hacia atrás.
El valle era viejo, tan viejo que podías creer que había sido el primer lugar que existió y que había visto cómo el resto del mundo se iba formando a su alrededor. Teppic se tumbó en el suelo y apoyó la cabeza sobre las manos.
Naturalmente, el valle llevaba miles de años despojándose lentamente de sus futuros para envejecerse. El cambio estaba produciéndole un efecto muy parecido al que sufre un huevo cuando entra en contacto con el suelo.
Teppic pensó que había muchas probabilidades de que las dimensiones fueran bastante más complicadas de lo que creía la gente. Y el tiempo… Sí, probablemente el tiempo también era más complicado y las personas quizá también lo fueran, aunque resultaban un poco más predecibles.
Vio cómo la columna de polvo se iba arremolinando delante del palacio, se ponía en movimiento y se iba abriendo paso por la ciudad, cruzaba la estrecha franja del rompecabezas formado por los campos, desaparecía durante un minuto en un bosquecillo de palmeras que se alzaba cerca del risco y reaparecía al inicio de la pendiente. Mucho antes de que pudiera verlo, Teppic ya estaba seguro de que en el centro de la nube de arena había un carro.
Bajó sin apresurarse por las rocas, se puso en cuclillas junto al camino y se dispuso a esperar pacientemente. El carro acabó apareciendo, se detuvo unos cuantos metros más allá de Teppic haciendo mucho ruido, giró con bastantes dificultades en aquel espacio tan angosto y volvió hacia él.
—¿Qué piensas hacer? —gritó Ptraci inclinándose sobre la barandilla.
Teppic la saludó con una reverencia.
—Vuelve a hacer eso y… —dijo Ptraci con voz amenazadora.
—¿No te gusta ser reina?
Ptraci vaciló unos momentos antes de responder.
—Sí —dijo por fin—. Me gusta…
—Pues claro —dijo Teppic—. Lo llevas en la sangre. En los viejos tiempos la gente luchaba como tigres para poder sentarse en un trono. Hermanos contra hermanas, tíos contra sobrinos… Horrible, horrible.
—¡Pero no hay ninguna razón para que te marches! ¡Te necesito!
—Tienes consejeros —dijo Teppic sin perder la calma.
—No me refería a eso —replicó secamente Ptraci—. Y de todas formas sólo tengo a Koomi, y es un inútil.
—Eres muy afortunada. Yo tenía a Dios, y te aseguro que sabía hacer su trabajo. Koomi será un magnífico gran sacerdote. Puedes aprender mucho no escuchando lo que te diga, ¿sabes? Oh, los consejeros incompetentes pueden ser una gran ayuda. Además, estoy seguro de que Broncalo te ayudará. Está lleno de grandes ideas.
Ptraci enrojeció un poco.
—Ya intentó exponerme unas cuantas cuando estábamos en el barco.
—¿Ves? Estaba seguro de que os llevaríais estupendamente apenas os conocieseis un poco mejor. De hecho, en cuanto os vi juntos pensé que os llevaríais tan bien como el rayo y un montón de paja seca.
Gritos, llamas, gente que huye buscando algún sitio donde refugiarse…
—Y tú piensas volver a convertirte en asesino, ¿verdad? —preguntó Ptraci con voz burlona.
—No lo creo. He inhumado una pirámide, un panteón y la totalidad del Viejo Reino. Quizá vaya siendo hora de que pruebe a hacer algo distinto. Por cierto, no habrás descubierto brotecitos verdes que asoman del suelo allí donde pones los pies, ¿verdad?
—No. Qué idea tan ridícula. Brotecitos verdes…
Teppic se relajó. Bien, eso demostraba de forma concluyente que todo había terminado.
—Lo importante es seguir adelante, ¿sabes? No permitas que la hierba crezca bajo tus pies —dijo—. Y… Tampoco habrás visto ninguna gaviota, ¿verdad?
—Hoy había montones de ellas. ¿O es que no te has fijado?
—Sí. Creo que eso es buena señal.
Maldito Bastardo observó cómo hablaban un ratito más manteniendo esa peculiar conversación lenta y desganada en la que suelen ir quedando atrapadas dos personas pertenecientes a sexos opuestos cuando están pensando en temas muy distintos a los que son expresados en voz alta. Entre los camellos la hembra se limitaba a inspeccionar la metodología del macho, con lo que las cosas siempre resultaban mucho más sencillas.
Después se besaron de una forma bastante casta —si es que se puede considerar que un camello es un juez digno de confianza en cuestión de besos—, y tomaron una decisión.
Maldito Bastardo dejó de interesarse por lo que hacían después de ese punto.
En el comienzo…
El valle no podía estar más silencioso y tranquilo. El río de orillas que aún no habían sido domadas vagabundeaba lánguidamente abriéndose paso por entre los cañaverales y los macizos de papiros. Los ibis paseaban tranquilamente por los bajíos; los hipopótamos que moraban en las profundidades subían un metro o dos y volvían a hundirse tan lentamente como un huevo duro metido en un cazo de agua hirviendo.