—Oye, da gracias de que hubiera una alfombra a bordo —replicó Broncalo sin perder la calma—. Después de todo fuiste tú quien tuvo la idea, ¿no?
—Eh… —murmuró Ptraci, y se volvió hacia Teppic—. Hola —dijo—. Se suponía que esto iba a ser una sorpresa asombrosamente original.
—Pues lo ha sido —dijo Teppic con fervor—. Oh, sí, te aseguro que lo ha sido.
Broncalo estaba tumbado en un diván en la espaciosa terraza del palacio mientras tres doncellas se turnaban en la tarea de pelarle granos de uva. Un jarro de cerveza puesto a la sombra se enfriaba junto a él. Broncalo sonreía afablemente.
Alfonzo yacía de bruces sobre una manta y se sentía extremadamente incómodo. La Señora de las Mujeres había descubierto que aparte de los tatuajes de sus antebrazos su espalda era un auténtico manual ilustrado que contenía toda la historia de las prácticas exóticas y había hecho acudir a las chicas para que pudieran ampliar su educación. Alfonzo torcía el gesto ocasionalmente cuando el puntero indicaba algo particularmente interesante, y se había metido un dedo en cada oreja para no oír las risitas.
Teppic y Ptraci estaban al otro extremo de la terraza. El resto de los presentes no había tenido necesidad de hablar para ponerse de acuerdo en que era mejor dejarles solos. Las cosas no iban muy bien entre ellos.
—Todo ha cambiado —dijo Teppic—. No voy a ser faraón.
—Eres el faraón —dijo Ptraci—. No puedes cambiar las cosas.
—Claro que puedo. Puedo abdicar. Es muy sencillo. Si no soy el faraón podré ir a donde me dé la gana. Si soy el faraón entonces mi palabra es ley y puedo abdicar. Si podemos cambiar el sexo mediante un decreto real estoy seguro de que también podemos cambiar de profesión, ¿no? Ya encontrarán algún pariente que ocupe el puesto. Debo de tener docenas.
—¿El puesto? ¿Cómo puedes hablar así? Y, de todas formas, me dijiste que sólo estaba tu tía…
Teppic frunció el ceño. Pensándolo bien tía Clep-a-otra no era la clase de monarca más adecuada para un reino que necesitaba partir de cero. Su tía tenía una considerable cantidad de ideas muy firmes sobre una amplia gama de temas, pero la mayoría de ellas involucraban el despellejamiento en vida de las personas que no estaban de acuerdo con sus opiniones. Para empezar, eso incluía a casi todas las personas que se encontraban por debajo de los treinta y cinco años de edad…
—Bueno, pues ya encontrarán a algún otro —dijo Teppic—. No debería de ser tan difícil. Siempre me ha parecido que teníamos muchos más nobles de lo que realmente habría sido necesario. Tendremos que encontrar a uno que haya soñado con las vacas.
—Oh, ¿te refieres al sueño de las vacas muy gordas y las vacas muy flacas? —preguntó Ptraci.
—Sí. Es una especie de sueño ancestral.
—No sé si es ancestral o no, pero puedo asegurarte que resulta de lo más molesto. Hay una vaca que toca la tuba y que no para de sonreír.
—Siempre me ha parecido que era un trombón —murmuró Teppic.
—Si te fijaras en las cosas te habrías dado cuenta de que es una tuba ceremonial —dijo Ptraci.
—Bueno, supongo que hay algunas variaciones en cada caso. No creo que importe mucho.
Teppic suspiró y se dedicó a observar la descarga del Anónimo. El cargamento parecía incluir un número sorprendente de colchones de plumas, y algunas de las personas que iban y venían por la pasarela con expresiones de perplejidad acarreaban cajas de herramientas y cañerías.
—Creo que descubrirás que va a ser bastante más difícil de lo que supones —dijo Ptraci—. No puedes limitarte a decir «Todos los que hayan soñado con vacas que tengan la bondad de dar un paso al frente». Se te vería el plumero, ¿entiendes?
—No puedo quedarme sentado esperando a que alguien venga a verme y me cuente que ha soñado con vacas, ¿no te parece? Vamos, intenta ser razonable —dijo Teppic en un tono más bien seco—. ¿Qué probabilidades crees que hay de que alguien me diga: «Eh, anoche tuve un sueño rarísimo en el que había montones de vacas»? Aparte de ti, quiero decir…
Teppic y Ptraci se miraron fijamente el uno al otro.
—¿Y es mi hermana? —preguntó Teppic.
Los sacerdotes asintieron. La tarea de explicarlo todo verbalmente recayó en Koomi, quien acababa de pasar diez minutos examinando los archivos ayudado por la Señora de las Mujeres.
—Su madre era… eh… era la favorita de vuestro difunto padre —dijo Koomi—. Siempre se interesó mucho por su educación, como ya sabéis, y… eh… bien, parece ser que… Sí. Puede que sea vuestra tía, claro. Las concubinas siempre tienen ciertos problemas con el papeleo, pero… Sí, hay muchísimas probabilidades de que sea vuestra hermana.
Ptraci se volvió hacia Teppic. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Eso no cambia las cosas, ¿verdad? —murmuró. Teppic inclinó la cabeza y clavó la mirada en sus pies.
—Sí —dijo por fin—. La verdad es que… Creo que sí las cambia. —Alzó los ojos hacia ella—. Pero puedes ser reina —añadió, y se volvió hacia los sacerdotes—. ¿Verdad que puede ser reina? —preguntó con voz firme.
Los sacerdotes se miraron los unos a los otros. Después miraron a Ptraci, una silueta solitaria de hombros temblorosos. Bajita, acostumbrada a obedecer órdenes, familiarizada con las costumbres y rituales del palacio… Los sacerdotes miraron a Koomi.
—Sería la reina ideal —dijo Koomi. Hubo un murmullo de aquiescencia que fue cobrando una veloz seguridad en sí mismo.
—Ahí lo tienes —dijo Teppic intentando consolarla. Ptraci le miró. Teppic se encogió sobre sí mismo.
—Y yo me iré —dijo—. No necesito hacer el equipaje. Ya me las arreglaré.
—¿Así de sencillo? —exclamó Ptraci—. ¿Eso es todo? ¿No piensas decir nada más?
Teppic ya estaba a medio camino de la puerta, pero se detuvo. «Podrías quedarte —se dijo—. Pero no funcionaría. Todo terminaría horriblemente mal, y hay muchas probabilidades de que el reino acabara dividido en dos mitades. Que el destino os haya reunido no quiere decir que haya acertado al reuniros. Y, de todas formas, ya has estado en el gran mundo…»
—Los camellos son más importantes que las pirámides —murmuró—. Es algo que siempre deberíamos recordar.
Y echó a correr mientras Ptraci buscaba algo que arrojarle a la cabeza.
El sol llegó al punto culminante de su ascensión por el cielo sin haber tenido ningún problema con los escarabajos peloteros mientras Koomi revoloteaba alrededor del trono como si fuera el mismísimo Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre.
—Complacerá a Vuestra Majestad confirmar mi nombramiento como gran sacerdote —dijo.
—¿Qué? —Ptraci estaba sentada con el mentón apoyado en una mano—. Oh —dijo moviendo distraídamente la mano libre—. Sí, claro. Muy bien.
—Ay, por desgracia no se ha hallado rastro alguno de Dios. Creemos que se encontraba muy cerca de la Gran Pirámide cuando ésta… se descargó.
Ptraci clavó los ojos en la nada.
—Bueno, tendrás que tomar el relevo —dijo.
Koomi abombó el pecho.
—Los preparativos para la coronación formal exigirán cierto tiempo —dijo mientras cogía la máscara dorada—. Pero ahora Vuestra Magnificencia se complacerá en colocarse la máscara de la autoridad, ya que hay asuntos muy importantes de los que…
Ptraci volvió la mirada hacia la máscara.
—No pienso ponerme eso —dijo con voz átona.
Koomi sonrió.
—Su Majestad se complacerá en llevar la máscara de la autoridad —dijo.
—No —dijo Ptraci.
La sonrisa de Koomi sufrió un leve proceso de enloquecimiento en las comisuras mientras su mente intentaba comprender aquel nuevo concepto. Estaba seguro de que Dios nunca había tenido que enfrentarse a aquella clase de dificultades.
Acabó resolviendo el problema mediante un cauteloso rodeo. Los rodeos y la cautela eran dos métodos que siempre le habían dado muy buenos resultados, y no pensaba renunciar a ellos ahora. Koomi se inclinó y dejó la máscara sobre un taburete manejándola con mucho cuidado.
—Es la Primera Hora —dijo—. Vuestra Majestad deseará presidir el Ritual del Ibis, y después tendrá la bondad de conceder una audiencia a los comandantes de los ejércitos de Efebas y Espadarta. Ambos desean obtener permiso para atravesar el reino. Vuestra Majestad se lo negará. Cuando llegue la Segunda Hora habrá…
Ptraci empezó a tamborilear con los dedos sobre los brazos del trono. Después tragó una profunda bocanada de aire.
—Voy a darme un baño —dijo.
Koomi se tambaleó de forma casi imperceptible.
—Es la Primera Hora —repitió. Se le había quedado la mente en blanco—. Vuestra Majestad desearía presidir…
—¿Koomi?
—¿Sí, oh noble reina?
—Cierra la boca.
—… el Ritual del Ibis… —gimoteó Koomi.
—Estoy segura de que eres capaz de ocuparte de eso sin mi ayuda —dijo Ptraci—. Eres la viva imagen del hombre que sabe hacer las cosas por sí solo —añadió con cierta amargura.
—… los comandantes de los ejércitos…
—Diles… —empezó a decir Ptraci, y se calló—. Diles… —repitió—. Diles que los dos ejércitos pueden atravesar el país. No uno o el otro, ¿comprendes? O los dos o ninguno.
—Pero… —La mente de Koomi hizo un esfuerzo titánico y consiguió comprender el significado de las palabras que acababan de captar sus oídos—. Eso quiere decir que acabarán en el lado opuesto al que estaban.
—Estupendo. Y después de eso puedes encargar unos cuantos camellos. En Efebas hay un comerciante que tiene un material magnífico. Ah, echa un vistazo a sus dientes antes, ¿de acuerdo? Oh, y luego habla con el capitán del Anónimo y dile que venga a verme. Había empezado a explicarme qué es un «puerto libre».
—¿Mientras os bañabais, oh reina? —preguntó Koomi con un hilo de voz.
No podía evitar el darse cuenta de que la voz de Ptraci cambiaba a cada frase. El barniz de la educación recibida se estaba evaporando bajo el chorro llameante que brotaba del soplete de la herencia.
—¿Qué tiene de malo eso? —replicó secamente Ptraci—. Y ocúpate de la fontanería. Parece que todo se reduce a una mera cuestión de tubos y cañerías.
—¿Para la leche de burra? —preguntó Koomi, quien a esas alturas ya se hallaba sumido en un desierto de dudas y temores.[29]
—Cierra la boca, Koomi.
—Sí, oh reina —dijo Koomi sintiéndose infinitamente miserable.
Había querido cambios. El único problema era que también había querido que todo siguiera igual.
El sol descendió hacia el horizonte por sus propios medios y sin ninguna clase de ayuda exterior. Algunas personas habían tenido un día excelente.
La luz rojiza iluminaba a los tres miembros varones de la dinastía Ptaclusp inclinados sobre los planos de…
—Se llama puente —dijo IIb.
—¿Es como un acueducto? —preguntó Ptaclusp.
—Al revés pero… Sí, más o menos se trata de eso —dijo IIb—. El agua pasa por debajo del puente y nosotros pasamos por encima del puente.
—Oh. Al fa… a la reina no le va a gustar —dijo Ptaclusp—. La familia real siempre ha estado totalmente en contra de encadenar el río con presas, embalses y ese tipo de cosas.
IIb se volvió hacia su padre.
—Fue ella misma quien lo sugirió —replicó con una sonrisa triunfante—. Y no conforme con eso tuvo la gentileza de añadir que nos ocupáramos de que hubiera sitios para que la gente pudiera dejar caer piedras sobre los cocodrilos.
—¿La reina dijo eso?
—Sus palabras exactas fueron «piedras grandes y muy puntiagudas».
—Vaya, vaya —dijo Ptaclusp, y se volvió hacia su otro hijo—. ¿Estás seguro de que te encuentras bien? —le preguntó.
—Me encuentro estupendamente, papá —dijo IIb.
—¿No…? —Ptaclusp vaciló durante unos momentos antes de seguir hablando—. ¿No tienes dolores de cabeza ni nada parecido?
—Nunca me había sentido mejor —dijo IIa.
—Es que… Bueno, no has preguntado cuánto va a costar —dijo Ptaclusp—. Pensé que quizá seguías sintiéndote un poco aplan… que no te sentías bien.
—La reina ha tenido la gentileza de pedirme que echara un vistazo a las finanzas reales —dijo IIa—. Dijo que los sacerdotes no saben sumar.
Sus experiencias recientes no parecían haber dejado secuelas de ninguna clase salvo una utilísima tendencia a pensar en ángulo recto al curso de los pensamientos de los demás. IIa era todo sonrisas y su mente no paraba de calcular tarifas de atraque, índices de tasas y un complejo sistema de impuesto sobre el valor añadido que pronto haría palidecer de horror a todos los comerciantes y mercaderes de Ankh-Morpork.
Ptaclusp pensó en todos aquellos kilómetros de Djel virgen en los que no existía ni un solo puente. Y además ahora había bloques por todas partes… millones de toneladas de roca esperando a que las cogieras para hacer algo con ellas. Y además… Bueno, en alguno de aquellos puentes quizá hubiera dos o tres huecos para colocar estatuas, y Ptaclusp ya sabía con qué iba a llenarlos.