Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—Soy Dil, jefe de embalsamadores —murmuró la figura.

—Ptaclusp IIb, arquitecto paracós… —empezó a decir IIb, pero sospechó que los arquitectos no iban a ser demasiado populares por aquella zona durante una temporada y se apresuró a corregirse a sí mismo—. Soy ingeniero —dijo—. ¿Estás bien?

—No lo sé. ¿Qué ha ocurrido?

—Me parece que la pirámide ha explotado —dijo IIb.

—¿Estamos muertos?

—No lo creo. Después de todo parece que puedes hablar y caminar, ¿no?

Dil se estremeció.

—Ay, no es tan fácil distinguir a los muertos de los vivos con esos criterios, créeme. ¿Qué es un ingeniero?

—Oh, es un constructor de acueductos —se apresuró a replicar IIb—. Los acueductos van a hacer furor en el futuro, ¿sabes?

Dil se puso en pie con cierta dificultad.

—Necesito beber —dijo—. Busquemos el río.

Pero antes encontraron a Teppic.

Teppic estaba agarrado a un trocito de pirámide que había creado un cráter de moderadas dimensiones al chocar con el suelo.

—Le conozco —dijo IIb—. Es el tipo que estaba en la cima de la pirámide. Esto es ridículo… ¿Cómo ha conseguido sobrevivir a algo semejante?

—¿Y de dónde han salido todos esos tallos de maíz que hay a su alrededor? —preguntó Dil poniendo cara de asombro.

—Bueno, quizá sea debido a alguna clase de efecto colateral que sólo se produce si te encuentras en el centro de la descarga o algo así —dijo IIb pensando en voz alta—. Una especie de zona tranquila, como la que hay en el centro de un remolino… —Alargó la mano de forma instintiva hacia su tablilla de cera, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y no llegó a completar el gesto. El ser humano no había sido hecho para comprender todas las cosas en que metía las narices—. ¿Está muerto? —preguntó.

—A mí no me mires, ¿eh? —exclamó Dil, y se apresuró a dar un paso hacia atrás.

Había estado redactando una lista mental de las ocupaciones a que podía dedicarse en el futuro, y había llegado a la conclusión de que el de tapicero podía ser un oficio bastante atractivo. Por lo menos los sillones no se levantaban y empezaban a caminar de un lado a otro después de que los hubieses rellenado…

IIb se inclinó sobre Teppic.

—Mira lo que tiene en la mano —dijo mientras le separaba los dedos con la máxima delicadeza posible—. Es un trozo de metal derretido. ¿Para qué llevaría eso encima?

Teppic estaba soñando…

Vio a siete vacas muy gordas y a siete vacas muy flacas, y una de ellas iba montada en una bicicleta.

Vio a unos cuantos camellos que cantaban, y lo más extraño era que la canción alisaba las arrugas de la realidad.

Vio a un dedo que escribía en la cara de una pirámide: Seguir adelante es fácil. Volver atrás exige (continua en la cara siguiente…).

Teppic caminó alrededor de la pirámide y vio que el dedo seguía escribiendo. Un esfuerzo de voluntad, porque resulta mucho más difícil. Gracias por su atención.

Teppic pensó en las palabras que acababa de leer y se dio cuenta de que aún le quedaba una cosa por hacer. Antes nunca había tenido ni idea de cómo podía hacerse, pero ahora se daba cuenta de que todo consistía en números colocados de una forma especial. Todo lo mágico no era más que una forma de describir el mundo en las palabras de un lenguaje que éste no podía ignorar.

El esfuerzo hizo que lanzara un gruñido.

Hubo un breve momento de velocidad.

Dil y IIb miraron a su alrededor. Un torrente de haces luminosos se abrieron paso por entre la neblina y las nubes de polvo, y convirtieron el paisaje en oro viejo.

Y el sol empezó a subir por el cielo.

El sargento abrió cautelosamente la trampilla disimulada en el vientre del caballo. Cuando se convenció de que el diluvio de lanzas que había estado esperando no iba a materializarse ordenó a Autoclave que desenrollara la escala de cuerda, bajó por ella e inspeccionó el frío amanecer del desierto.

El nuevo recluta le siguió, puso las sandalias sobre la arena y empezó a dar saltitos apoyándose alternativamente en una y en otra. El suelo del desierto casi estaba congelado, pero cuando llegase la hora del almuerzo ya se habría puesto lo bastante caliente para que se pudieran freír huevos en él.

—Ahí —dijo el sargento señalando con el dedo—. ¿Ves las líneas espadartanas, muchacho?

—A mí me parece que eso es una hilera de caballos de madera, sargento —dijo Autoclave—. Y para ser exactos el del extremo parece un caballo balancín.

—Supongo que será el de los oficiales. Bah, esos espadartanos deben de creer que nos chupamos el dedo…

El sargento dio unas cuantas patadas sobre la arena para insuflar algo de vida en sus piernas, tragó un par de bocanadas de aire fresco y empezó a trepar por la escala de cuerda.

—Vamos, muchacho —dijo volviéndose hacia Autoclave.

—¿Por qué hemos de volver ahí dentro?

El sargento se quedó inmóvil con un pie suspendido a unos centímetros del travesaño de la escala sobre el que iba a ponerlo.

—Usa tu sentido común, chaval. Si nos ven tomando el fresco aquí jamás vendrán a por nuestros caballos de madera, ¿verdad? Es lógico, ¿no?

—¿Entonces está seguro de que vendrán? —preguntó Autoclave.

El sargento le contempló con el ceño fruncido.

—Escucha, soldado —dijo—, cualquiera que sea lo suficientemente estúpido para creer que volveremos a nuestra ciudad remolcando un montón de caballos de madera llenos de soldados tiene que ser lo suficientemente imbécil para remolcar nuestros caballos hasta su ciudad. QED.

—¿QED, sargento? ¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que vuelvas a subir por la maldita escala de cuerda, chaval.

Autoclave se apresuró a colocarse en la posición de firmes y le saludó.

—Sargento, ¿me da su permiso antes para excusarme?

—¿Excusarte de qué?

—Necesito excusarme unos momentos, sargento —dijo Autoclave con creciente desesperación—. Quiero decir que… Ahí dentro se está muy apretado, sargento, no sé si me entiende y…

—Si quieres seguir siendo un soldado de caballería tendrás que desarrollar tu fuerza de voluntad y el control de ti mismo, muchacho. Ya lo sabes, ¿no?

—Sí, sargento —dijo Autoclave con voz abatida.

—Dispones de un minuto.

—Gracias, sargento.

Un segundo después de que la trampilla se cerrara sobre su cabeza Autoclave corrió hacia una de las gigantescas patas del caballo y le dio un uso que jamás había pasado por las mentes de quienes lo habían diseñado.

Y mientras estaba distraído con los ojos clavados en la nada, absorto en ese estado contemplativo casi zen que se produce en momentos semejantes, oyó un «pop» muy suave y todo un valle fluvial apareció delante de él.

No es la clase de cosa que debiera ocurrirle a un chico diligente y que se esfuerza por hacerlo todo lo mejor posible, especialmente si se da la casualidad de que el chico en cuestión tiene que lavarse el uniforme.

Una brisa procedente del mar se adentró en el reino trayendo consigo la leve sospecha… no, rugiendo innegables sugerencias de sal, calamares y líneas de marea requemadas por el sol. Unas cuantas aves marinas más bien perplejas empezaron a moverse en círculos sobre la necrópolis donde el viento correteaba por entre los bloques caídos mientras cubría de arena los monumentos conmemorativos erigidos en honor de los monarcas de la antigüedad, y los pájaros se las arreglaron para decir más con un simple vaciar de estómagos de cuanto Ozimandias había conseguido llegar a decir nunca.

El viento cortaba con un filo fresco y nuevo que no resultaba nada desagradable. Las personas que estaban reparando los daños causados por los dioses sintieron el impulso de volver la cara hacia él como el pez que se vuelve hacia el chorro de agua fresca y límpida que acaba de entrar en su charca.

Nadie estaba trabajando en la necrópolis. Casi todas las pirámides habían perdido sus niveles superiores y desprendían hilillos de humo que hacían pensar en volcanes recién extinguidos. Las losas de mármol negro se habían esparcido un poco por todas partes puntuando el paisaje. Una de ellas casi había conseguido decapitar una excelente estatua de Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre.

Los antepasados se habían esfumado. De momento nadie se había ofrecido voluntario para averiguar dónde estaban.

Hacia el mediodía un barco con todo el velamen desplegado empezó a subir por el Djel. El barco resultaba bastante engañoso. Parecía moverse con la perezosa lentitud de un hipopótamo gordo que no cuenta con ninguna protección, y hacía falta observarlo durante algún tiempo para percatarse de que también avanzaba a una velocidad francamente notable. El barco acabó dejando caer el ancla delante del palacio.

Y pasado un rato bajó un bote.

Teppic estaba sentado en el trono y observaba cómo la vida del reino se iba recomponiendo a sí misma igual que un espejo roto que ha sido reparado y refleja la misma vieja luz de siempre en formas tan nuevas como inesperadas.

Nadie estaba muy seguro de en calidad de qué ocupaba el trono ahora, pero no había nadie más que tuviera muchas ganas de ocuparlo y oír instrucciones pronunciadas por una voz límpida y segura de sí misma era un gran alivio. Una voz límpida y segura de sí misma puede hacer qué las personas obedezcan incluso las órdenes más increíbles, y el reino estaba acostumbrado a oír una voz límpida y segura de sí misma.

Aparte de eso el dar órdenes servía para que Teppic no tuviera tiempo de pensar en ciertas cosas, como por ejemplo qué ocurriría después. Por lo menos los dioses habían vuelto a la no-existencia, lo cual hacía que resultara mucho más fácil creer en ellos, y la hierba ya no parecía crecer debajo de sus pies.

«Quizá pueda reconstruir el reino tal y como era —pensó Teppic—. Pero… ¿Qué puedo hacer con él en cuanto lo haya reconstruido? Si consiguiéramos encontrar a Dios… Siempre sabía lo que había que hacer. Era su gran virtud, no cabe duda.»

Un guardia se abrió paso por entre la multitud de nobles y sacerdotes.

—Disculpadme, Alteza —dijo—. Hay un mercader que quiere veros, y afirma que es urgente.

—Ahora no, buen hombre. Dentro de una hora tengo que recibir a los representantes de los ejércitos de Efebas y Espadarta, y antes debo ocuparme de un montón de cosas. No puedo perder el tiempo hablando con el primer viajante de comercio que pasa por delante del palacio… ¿Y qué vende?

—Alfombras, Alteza.

—¿Alfombras?

Era Broncalo. Sonreía como la mitad de un melón e iba seguido por unos cuantos tripulantes. Broncalo cruzó lentamente la sala del trono contemplando los frescos y los tapices. El hecho de que fuera Broncalo y no otra persona hacía muy probable que estuviera calculando cuánto podían valer, y cuando se detuvo delante del trono ya había dibujado dos rayas debajo del total.

—Muy bonito —dijo, resumiendo miles de años de acumulación arquitectónica en cuatro sílabas—. Ha ocurrido algo increíble, ¿sabes? Es tan increíble que no lo adivinarías ni en un siglo. Verás, estábamos navegando junto a la costa y de repente apareció un río. Antes había acantilados, y un momento después allí estaba el río. «Qué extraño», pensé yo. «Apuesto a que el viejo Teppic anda por ahí y que esto es cosa suya…»

—¿Dónde está Ptraci?

—Sabía que te habías quejado de que echabas en falta las pequeñas comodidades domésticas de Ankh-Morpork, así que te hemos traído esta alfombra.

—Te he preguntado que dónde está Ptraci.

Los tripulantes se hicieron a un lado revelando a un Alfonzo muy risueño que cortó las cuerdas que mantenían enrollada la alfombra y la sacudió para extenderla.

La alfombra se desenrolló velozmente sobre el suelo envuelta en un torbellino compuesto por pelusas, polillas y, finalmente, Ptraci, quien siguió rodando hasta que su cabeza chocó con la puntera de una de las botas de Teppic.

Teppic la ayudó a levantarse e intentó quitarle las pelusas de la cabellera mientras Ptraci se tambaleaba hacia atrás y hacia adelante. Ptraci acabó logrando recuperar el equilibrio, le ignoró y se volvió hacia Broncalo con el rostro enrojecido por la furia y la falta de aire.

—¡Podría haber muerto ahí dentro! —gritó—. ¡Y a juzgar por el olor mi muerte no habría sido la primera! ¡Y el calor…!

—Dijiste que a la Reina… ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, dijiste que en el caso de la Reina Ram-Jam-Hurrah funcionó, ¿verdad? —replicó Broncalo—. No me eches la culpa. En casa lo habitual es regalar un collar o algo por el estilo.

—Apuesto a que ella tenía una alfombra decente —dijo secamente Ptraci—, no un horror polvoriento que se ha pasado seis meses metido dentro de una maldita bodega.

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