Miró hacia abajo y vio a los escaladores que venían hacia él, una extraña marea que se movía rápidamente hacia arriba.
Los antepasados subían por la cara de la pirámide sin hacer ningún ruido y se deslizaban como insectos. Cada nueva hilera ocupaba su posición sobre los hombros de la generación que tenía debajo, y después los más jóvenes trepaban hasta quedar por encima de ella. Manos huesudas agarraron a Teppic, la ola de momias se rompió a su alrededor y su cuerpo fue medio empujado medio izado a lo largo de las losas de mármol. Voces que recordaban al crujir de los sarcófagos resonaron en sus oídos gimiendo palabras de ánimo.
—Bien hecho, chico —graznó una momia que estaba empezando a desintegrarse mientras le colocaba sobre su hombro—. Me recuerdas a mí cuando estaba vivo. Tuyo, hijo.
—Ya lo tengo —dijo el cadáver de encima tirando de Teppic sin ninguna dificultad con un solo brazo—. Así me gusta, muchacho… El viejo espíritu indomable de la familia, ¿eh? Tu tío tatarabuelo te desea lo mejor, aunque supongo que no te acordarás de mí. Marchando hacia arriba…
Otros antepasados pasaron junto a Teppic dejándole atrás mientras él iba siendo transmitido de una mano a otra. Dedos muy viejos capaces de ejercer tanta presión como si fuesen de acero tiraron de él y fueron llevándole hacia las alturas.
La pirámide se iba estrechando.
Ptaclusp lo observaba todo desde abajo con expresión pensativa.
—Menuda fuerza laboral —dijo—. Quiero decir que… ¡Caray, pero si los de la base están aguantando todo el peso!
—Papá, creo que será mejor que huyamos —dijo Ptaclusp IIb—. Esos dioses están cada vez más cerca.
—¿Crees que podríamos contratarles? —preguntó Ptaclusp sin hacer ningún caso de su advertencia—. Están muertos. No creo que quieran cobrar un sueldo muy alto, y…
—¡Papá!
—Sería algo así como una auto-construcción de…
—Dijiste que se acabaron las pirámides, papá. Dijiste que nunca más, ¿lo recuerdas? ¡Y ahora, vamos!
Teppic logró llegar a la cima de la pirámide ayudado por los dos últimos antepasados. Uno de ellos era su padre.
—Por cierto, creo que no conociste a tu bisabuela —dijo Teppicamón señalando a la otra figura envuelta en vendajes que le había izado hasta allí.
La momia saludó a Teppic con una amable inclinación de cabeza y Teppic abrió la boca.
—No hay tiempo —dijo su bisabuela—. Lo estás haciendo muy bien, jovencito.
Teppic volvió la cabeza hacia el sol. El sol era un profesional con milenios de veteranía en el oficio, y escogió aquel preciso instante para precipitarse sobre el horizonte. Los dioses ya habían cruzado el río, y lo único que frenaba su avance era su tendencia a empujarse y ponerse zancadillas los unos a los otros, pero a pesar de eso los primeros ya empezaban a tambalearse por las calles de la necrópolis. Unos cuantos permanecían inclinados sobre el punto donde había estado Dios.
Los antepasados se dejaron caer y fueron resbalando a lo largo de la pirámide tan deprisa como habían subido por ella dejando a Teppic solo sobre unos pocos metros cuadrados de roca.
Un par de estrellas asomaron en el firmamento.
Los antepasados se apresuraron a dispersarse para cumplir con algún quehacer secreto, y Teppic vio un torrente de siluetas blancas que avanzaban hacia la ancha banda que era el río tambaleándose con una sorprendente velocidad.
Los dioses ya habían dejado de interesarse por el gran sacerdote, aquel extraño humano diminuto del palito y la voz cascada. El dios más cercano —una criatura con cabeza de cocodrilo—, entró en la plaza que se extendía debajo de la pirámide, contempló a Teppic durante unos momentos, entrecerró los ojos y extendió un brazo hacia él. Teppic buscó a tientas un cuchillo preguntándose qué modelo sería el más adecuado para los dioses…
Y las pirámides esparcidas a lo largo del Djel empezaron a iluminarse para descargar la mísera cosecha de tiempo que habían acumulado…
Los sacerdotes y los antepasados huyeron a la carrera en cuanto el suelo empezó a temblar. Incluso los dioses pusieron cara de sorpresa.
IIb agarró a su padre del brazo y empezó a tirar de él.
—¡Vamos! —le gritó acercando la boca a su oreja—. ¡No podemos estar aquí cuando descargue! ¡Si nos quedamos tendrán que acostarnos en un colgador de ropa!
Unas cuantas pirámides más emitieron sus descargas, unos chispazos muy débiles que apenas resultaban visibles y se confundían con los restos de claridad dejados por el crepúsculo.
—¡Papá, ya te he dicho que tenemos que irnos!
Ptaclusp fue arrastrado sobre las losas sin apartar la mirada de la impresionante masa de la Gran Pirámide.
—Aún hay alguien ahí —dijo—. Mira. Y señaló hacia la silueta que se alzaba en el centro de la plaza.
IIb forzó la vista intentando ver algo en la creciente penumbra.
—No es más que Dios, el gran sacerdote —dijo por fin—. Supongo que debe de estar planeando algo y ya sabes que siempre es mejor no meterse en los asuntos de los sacerdotes, y… ¿Quieres hacer el favor de venir conmigo?
El dios con cabeza de cocodrilo movió su hocico de un lado a otro intentando centrar la mirada en Teppic sin gozar del beneficio de la visión binocular. Visto tan de cerca su cuerpo parecía ligeramente transparente, como si alguien hubiera esbozado todas las líneas de un dibujo y se hubiera hartado de él antes de que llegara el momento de hacer el sombreado. El dios pisó una tumba de pequeño tamaño y la redujo a polvo.
Una mano que parecía un haz de canoas terminadas en garras quedó suspendida sobre Teppic. La pirámide tembló y la piedra que había debajo de sus pies parecía estar un poco más caliente que antes, pero aparte de eso la inmensa estructura se abstuvo de dar ninguna señal de que quisiera descargar la energía que había acumulado.
La mano descendió. Teppic se dejó caer sobre una rodilla y, más por desesperación que por otra cosa, alzó el cuchillo por encima de su cabeza sosteniéndolo con las dos manos.
La luz se reflejó durante un momento en la punta del cuchillo y la Gran Pirámide descargó su energía.
Empezó haciéndolo en el más absoluto silencio enviando hacia los cielos un chorro de llamas que eran una pura tortura para los ojos y que convirtieron todo el reino en un zigzagueo de sombras negras y luz blanca, unas llamas que podrían haber transformado a cualquier observador no sólo en columna de sal sino en todo un juego de especias selectas. La luz explotó como un diente de león que se desintegra en el aire, y el estallido resultó tan silencioso como el de la luz de las estrellas y tan terriblemente intenso como el de una supernova.
El sonido no llegó hasta varios segundos después de que la luz hubiera estado bañando la necrópolis con su resplandor imposible, y era la clase de sonido que se va infiltrando a través de los huesos, se desliza hasta el interior de cada célula del cuerpo e intenta darle la vuelta con un cierto grado de éxito. Era demasiado potente para que se le pudiera llamar ruido. Hay sonidos que no pueden oírse precisamente porque son increíblemente potentes, y aquel era uno de ellos.
El sonido acabó dignándose abandonar la escala cósmica y se convirtió en el estruendo más ensordecedor jamás experimentado por todos los que lo oyeron.
El ruido se esfumó en la nada y llenó el aire con el oscuro tintineo metálico del silencio repentino. La luz se desvaneció perforando la noche con un sinfín de imágenes residuales azules y púrpuras. No eran el silencio y la oscuridad de la conclusión sino el de la pausa, como ese instante de equilibrio en el que una pelota arrojada al aire agota su aceleración pero aún no se ha dado cuenta de que existe algo llamado gravedad y durante un momento fugaz piensa que lo peor ha terminado.
La nueva etapa de la descarga fue anunciada por un zumbido muy agudo que surgió del cielo y por un torbellinear que se convirtió en un resplandor, y el resplandor se convirtió en una llama y la llama se convirtió en una claridad cegadora que salió disparada hacia abajo envuelta en chisporroteos y crujidos hasta acabar chocando con la masa de mármol negro de la pirámide. Los dedos del relámpago se extendieron con un nuevo chisporroteo y se enterraron en las tumbas de menores dimensiones que se alzaban alrededor de la Gran Pirámide, y serpientes de fuego blanco se abrieron un camino llameante que las llevó de una pirámide a otra moviéndose velozmente por toda la necrópolis hasta que el aire quedó saturado por el olor pestilente de la piedra quemada.
Y la Gran Pirámide que ocupaba el centro de aquella tormenta de fuego pareció moverse unos centímetros hacia arriba flotando sobre un haz de incandescencia, y dio un giro de noventa grados. Es prácticamente seguro que se trató del tipo de ilusión óptica muy especial y poco frecuente que puede producirse incluso cuando no hay nadie presente para observarla.
Y después estalló con engañosa lentitud y más que considerable dignidad.
La palabra «estallar» casi resulta demasiado vulgar y poco precisa. Lo que hizo exactamente la Gran Pirámide fue esto: se disgregó convirtiéndose en un montón de masas de piedra tan grandes como edificios, que flotaron alejándose lentamente unas de otras en un tranquilo planear que las fue dispersando sobre la necrópolis. Unas cuantas chocaron con otras pirámides y les causaron graves daños de una forma que sólo puede definirse como entre perezosa y distraída, y rebotaron en el más absoluto silencio para seguir moviéndose cada vez más despacio hasta que acabaron deteniéndose detrás de una montaña de cascotes.
El retumbar no llegó hasta ese momento, y siguió durante un período de tiempo francamente largo.
Una nube de polvo gris rodaba lentamente sobre el reino.
Ptaclusp logró incorporarse y avanzó cautelosamente con las manos extendidas delante de él hasta que tropezó con alguien. Pensó en la clase de personas que había visto rondando por allí últimamente y se estremeció, pero pensar le resultaba bastante difícil porque al parecer algo le había golpeado en la cabeza hacía poco y…
—Muchacho, ¿eres tú? —se arriesgó a preguntar.
—Papá, ¿eres tú?
—Sí —dijo Ptaclusp.
—Soy yo, papá.
—Me alegra que seas tú, hijo.
—¿Puedes ver algo?
—No. Sólo hay nieblas y neblinas.
—Doy gracias a los dioses por eso. Creí que era yo.
—Oye… Eres tú, ¿verdad? Dijiste que eras tú.
—Sí, papá.
—¿Y tu hermano? ¿Está bien?
—Lo tengo a buen recaudo dentro de mi bolsillo, papá.
—Estupendo. Mientras no le haya ocurrido nada…
Siguieron avanzando lo más despacio posible y treparon sobre cascotes y fragmentos de bloques que apenas podían ver.
—Algo ha explotado, papá —dijo IIb—. Creo que ha sido la pirámide.
Ptaclusp se frotó la parte superior de la cabeza. Dos toneladas de roca volante habían estado a punto de convertirle en material de construcción adecuado para edificar una de sus propias pirámides, y si se hubiese acercado un milímetro más lo habrían conseguido.
—Supongo que todo ha sido culpa de ese cemento que le compramos a Marco el efebense.
—Creo que esto ha sido algo más grave que un dintel caprichoso que ha decidido no seguir aguantando su parte del peso total, papá —dijo IIb—. De hecho, creo que ha sido muchísimo más grave.
—Parecía un poquito… no sé cómo decirlo… un poquitín demasiado arenoso, ¿me explico?
—Creo que deberías sentarte en algún sitio y descansar un rato, papá —dijo IIb con la mayor amabilidad posible—. Aquí está Dos-A. Vamos, cógelo y no lo pierdas.
Siguió avanzando en solitario, trepó sobre una losa cuya textura y apariencia general eran sospechosamente parecidas a las del mármol negro, y llegó a la conclusión de que lo que más deseaba encontrar en esos momentos era un sacerdote. Los sacerdotes tenían que servir de algo, y aquél parecía ser la clase de momento y situación en que quizá necesites tener a mano uno para que te consuele y te alivie o quizá, como insistía tozudamente una parte de su cerebro, para destrozarle la cabeza con una roca.
Lo que encontró fue alguien que estaba a cuatro patas y tosía. IIb le ayudó a levantarse —en cuanto lo hizo descubrió que «alguien» era la palabra adecuada, aunque hubo un momento en el que temió que fuese más bien «algo»—, y le ayudó a sentarse sobre otro trozo de… sí, casi estaba seguro de que era mármol.
—¿Eres sacerdote? —preguntó mientras buscaba a tientas entre los cascotes.