Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Teppicamón volvió a concentrar su atención en Koomi, quien seguía paralizado delante de él.

—Espectros repugnantes y pestilenciales, ¿eh? —murmuró.

—Yo… Esto… —balbuceó Koomi.

—Bájale. —Dios recuperó el báculo de entre los cada vez más fláccidos dedos de Koomi, quien no opuso ninguna resistencia—. Soy Dios, el gran sacerdote —dijo—. ¿Por qué estáis aquí?

La voz de Dios no podía ser más tranquila y razonable, y vibraba con los matices de la autoridad preocupada pero indiscutible. Era una voz que los faraones de Djelibeibi habían oído durante millares de años, una voz que había regulado los días, prescrito los rituales, dividido el tiempo en rebanadas cuidadosamente medidas e interpretado los deseos y la voluntad de los dioses para transmitírsela a los hombres. Era una voz indiscutible que debía ser obedecida, y oírla trajo a la memoria de los antepasados un sinfín de viejos recuerdos. Las momias se removieron nerviosamente y unas cuantas llegaron a inclinar la cabeza para contemplarse los vendajes de los pies en una clara muestra de incomodidad.

Uno de los faraones más jóvenes se separó de la primera fila de antepasados y avanzó tambaleándose hacia Dios.

—Maldito hijo de perra… —graznó—. Nos hiciste embalsamar y nos fuiste encerrando uno a uno mientras tú seguías viviendo. Todo el mundo creía que el nombre se transmitía de un gran sacerdote a otro, pero siempre eras tú. ¿Cuántos años tienes, Dios?

No hubo ni el más mínimo sonido. Nadie se movió. Una brisa jugueteó con unos cuantos granos de polvo creando un pequeño remolino.

Dios suspiró.

—No quería hacerlo —dijo—. Había tantas cosas de las que ocuparse… El día nunca parecía tener horas suficientes. Os juro que no comprendí lo que estaba ocurriendo. Pensaba que era… refrescante, nada más. No sospeché nada. Sólo tenía ojos para la sucesión de los rituales, no para el transcurrir de los años.

—Supongo que en tu familia es habitual vivir muchos años, ¿no? —preguntó Teppicamón sarcásticamente. Dios le miró fijamente y sus labios se movieron sin emitir ningún sonido.

—Familia… —dijo por fin, y su voz se había suavizado dejando de ser el ladrido seco que esperaba ser obedecido de costumbre—. Familia. Sí. Supongo que debí de tener una familia, ¿no? Pero… Bueno, me temo que no me acuerdo de ella. La memoria es lo primero que desaparece. Por extraño que pueda pareceros, las pirámides son capaces de conservarlo todo salvo la memoria.

—¿Y éste es Dios, el que redacta las notas a pie de página de la historia? —preguntó Teppicamón.

—Ah. —El gran sacerdote sonrió—. La memoria desaparece de la cabeza, pero los recuerdos me rodean por todas partes. Todos los pergaminos, todos los libros…

—¡Pero todo eso es la historia del reino!

—Sí. Mi memoria…

El faraón se tranquilizó un poco. La fascinación horrorizada que se estaba adueñando de él era tan intensa que estaba empezando a deshacer el nudo de la furia.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó.

—Creo que… unos siete mil. Pero a veces me parece que ha pasado mucho más tiempo.

—¿Realmente tienes siete mil años?

—Sí —dijo Dios.

—¿Y cómo es posible que un ser humano pueda aguantar el vivir tanto tiempo? —preguntó el faraón.

Dios se encogió de hombros.

—Si lo piensas bien te darás cuenta de que basta con ir aguantando cada día tal y como viene —dijo.

Hincó una rodilla en el suelo moviéndose muy despacio y con alguna que otra mueca de dolor, y extendió sus manos temblorosas con el báculo sobre las palmas.

—Oh, monarcas —dijo—. Siempre he existido única y exclusivamente para servir.

Hubo un silencio muy largo y extremadamente incómodo.

—Destruiremos las pirámides —dijo Far-re-ptah abriéndose paso por entre las momias de la primera fila.

—Destruirías el reino —dijo Dios—. No puedo permitirlo.

—¿Que no puedes permitirlo?

—Sí. ¿Qué seremos sin las pirámides? —preguntó Dios.

—Bueno, hablando en nombre de los muertos… Seremos libres —replicó Far-re-ptah.

—Pero entonces el reino no será más que otro pequeño país como hay muchos —dijo Dios, y cuando alzó la cabeza los antepasados se horrorizaron al ver que tenía los ojos llenos de lágrimas—. Todo lo que nos es precioso, todo lo que valoramos… Haréis que flote a la deriva por el tiempo. Se volverá incierto, sin guía… Se volverá mudable.

—Tendrá que correr esos riesgos —dijo Teppicamón—. Apártate, Dios.

Dios alzó su báculo. Las serpientes enroscadas a su alrededor se desenroscaron, miraron al faraón y le amenazaron con un siseo estridente.

Relámpagos oscuros empezaron a chisporrotear entre las filas de antepasados. Dios contempló su báculo con cara de asombro. Hasta aquel momento el báculo nunca había hecho nada remotamente semejante, pero siete mil años de generaciones sacerdotes habían creído en lo más hondo de sus corazones que el báculo de Dios podía regir este mundo y el siguiente.

El repentino silencio que se produjo a continuación permitió oír con toda claridad el débil tintineo de la punta de un cuchillo al ser introducida entre dos losas de mármol negro situadas muy por encima de las momias y los sacerdotes.

La pirámide palpitaba debajo de Teppic y el mármol estaba tan resbaladizo como si fuese hielo. La inclinación hacia adentro del obstáculo no le ayudaba tanto como había esperado.

«El truco está en no mirar hacia arriba o hacia abajo —se dijo—, sino mantener la mirada fija en el mármol que tienes delante de los ojos. Hay que parcelar esa altura imposible en secciones que puedan ser manejadas. Igual que hacemos con el tiempo… Así es como sobrevivimos a lo infinito. Lo matamos dividiéndolo en pedacitos muy pequeños.»

Teppic oyó gritos debajo de él y se arriesgó a lanzar una rápida ojeada por encima de su hombro. Apenas había recorrido una tercera parte de la distancia que debía escalar, pero podía ver las multitudes congregadas al otro lado del río, una masa gris puntuada por las manchitas pálidas de los rostros vueltos hacia arriba. Más cerca de él estaba el pálido ejército de los muertos encarado con el grupito grisáceo de los sacerdotes, con Dios al frente de ellos. Parecía como si estuvieran discutiendo.

El sol ya casi rozaba el horizonte.

Teppic alargó el brazo, localizó la siguiente hendidura, encontró un asidero…

Dios divisó la cabeza de Ptaclusp asomando por encima del montón de cascotes y envió a un par de sacerdotes para que se lo trajeran. IIb siguió a su padre con su hermano cuidadosamente doblado debajo del brazo.

—¿Qué está haciendo el chico? —preguntó Dios.

—Oh, Dios, dijo que iba a descargar la energía acumulada en la pirámide —replicó Ptaclusp.

—¿Cómo puede hacer eso?

—Oh, gran sacerdote, dice que va a taparla antes de que se ponga el sol.

—¿Y es posible hacerlo? —preguntó Dios volviéndose hacia el arquitecto.

IIb dudó unos momentos antes de responder.

—Quizá —dijo por fin.

—¿Y qué ocurrirá? ¿Volveremos al mundo exterior?

—Bueno, eso depende de si el efecto dimensional ha quedado encajado, por así decirlo, o de si resulta estable en cada estado o si, por el contrario, la pirámide está actuando como una gigantesca banda elástica sometida a una fuerte tensión…

La intensidad de la mirada de Dios hizo que su voz fuera bajando de tono hasta convertirse en un tartamudeo casi inaudible que no tardó en desvanecerse.

—No lo sé —admitió.

—Volver al mundo exterior… —dijo Dios—. No es nuestro mundo. Nuestro mundo es el Valle. Nuestro mundo es un lugar ordenado. Los hombres necesitan orden.

Alzó su báculo.

—¡Ése de ahí es mi hijo! —gritó Teppicamón—. ¡No te atrevas a hacerle nada! ¡Es el faraón!

Las filas de antepasados oscilaron de un lado a otro, pero no consiguieron romper el hechizo.

—Esto… Dios… —murmuró Koomi.

Dios se volvió hacia él y enarcó las cejas.

—¿Has hablado? —le preguntó.

—Eh… Si es el faraón, entonces… Eh… Entonces yo… Es decir, nosotros… creemos que quizá deberías permitir que siguiera adelante… Eh… ¿No te parece que sería una buena idea?

El báculo de Dios sufrió un espasmo, y Koomi sintió la fría presión de las bandas de energía que se cerraron alrededor de sus miembros dejándole totalmente inmovilizado.

—He dado mi vida por el reino —dijo el gran sacerdote—. La he dado una y otra vez, ¿entiendes? Yo creé cuanto existe. He de cumplir con mi deber hacia lo que he creado.

Y entonces vio a los dioses.

Teppic se izó otro medio metro más y extendió cautelosamente un brazo para sacar un cuchillo del mármol, pero ya se había dado cuenta de que el método no iba a funcionar. La escalada con cuchillos era útil para salvar distancias cortas e incómodas carentes de otra clase de asideros, y aun así casi todos los asesinos la tenían en muy poca estima porque sugería que habías escogido una ruta equivocada. No era para este tipo de obstáculos, a menos que contaras con un suministro ilimitado de cuchillos.

Volvió a mirar por encima de su hombro y vio cómo extraños juegos de luces y sombras parpadeaban sobre la cara de la pirámide.

Los dioses estaban volviendo del crepúsculo, donde habían estado muy entretenidos con sus interminables discusiones y peleas.

Ahora avanzaban tambaleándose a través de los campos y los cañaverales, y venían hacia la pirámide. Apenas poseían un cerebro digno de ese nombre, pero eso no les impedía comprender lo que era. Quizá incluso comprendían lo que Teppic estaba intentando hacer. El que la inmensa mayoría tuviera cabeza de animal dificultaba considerablemente afirmarlo con seguridad, pero Teppic tuvo la impresión de que los dioses estaban muy enfadados.

—¿Vas a controlarlos, Dios? —preguntó el faraón—. ¿Vas a decirles que el mundo debería seguir igual eternamente y no cambiar nunca?

Dios alzó los ojos hacia las criaturas que habían empezado a vadear el río empujándose y peleando las unas con las otras. Había demasiados dientes, demasiadas lenguas colgantes que asomaban por las fauces entreabiertas. Las partes humanas de los dioses se estaban empequeñeciendo a cada momento que pasaba. Un dios de la justicia con cabeza de león —Dios recordó que se llamaba Put—, estaba usando sus escamas como flagelo con el que golpear a uno de los dioses del río. Chefet, el Dios con Cabeza de Perro de la metalurgia, gruñía y atacaba con su martillo a todas las deidades que se le aproximaban lo suficiente. «Chefet —pensó Dios—, la deidad que yo creé para que sirviera de ejemplo a los hombres en todo lo referente al arte del alambre, la filigrana y las bellezas diminutas…»

Y aun así el truco había funcionado. Dios había tomado a un grupo de vagabundos del desierto y les había enseñado cuanto podía recordar referente a las artes de la civilización y los secretos de las pirámides. Ah, qué desesperadamente había necesitado a los dioses entonces…

El problema con los dioses es que en cuanto un número suficiente de personas empieza a creer en ellos tienen la molesta costumbre de hacerse reales, y lo que empieza a existir en ese momento no es lo que se había pretendido originalmente.

«Chefet, Chefet… —pensó Dios—. Creador de anillos, moldeador de los metales. Ahora ha salido de nuestras cabezas, y ved cómo sus uñas se alargan convirtiéndose en garras…»

Dios no había imaginado así a sus deidades.

—Alto —gritó—. ¡Os ordeno que os detengáis! Tenéis que obedecerme. ¡Yo os creé!

Dios no tardó en descubrir que las divinidades tienen otro grave defecto: son unas desagradecidas.

Teppicamón sintió cómo el poder que le envolvía se iba debilitando a medida que Dios desviaba su atención hacia los asuntos eclesiásticos más apremiantes. Volvió la cabeza hacia la minúscula silueta que había recorrido la mitad de la cara de la pirámide y vio cómo vacilaba.

El resto de los antepasados también lo vio y reaccionó como un solo cadáver. Sabían lo que tenían que hacer. Dios podía esperar.

Aquello era un asunto de familia.

Teppic oyó cómo la empuñadura del cuchillo se partía con un chasquido debajo de su pie, se deslizó unos centímetros hacia abajo y acabó quedando inmóvil suspendido de una mano. Había conseguido clavar otro cuchillo por encima de su cabeza pero… No, no iba a servirle de nada. No podía llegar hasta él. A efectos prácticos era como si sus brazos se hubieran convertido en dos trozos de cuerda empapada. Si desplegaba los miembros al máximo durante su deslizamiento por la cara de la pirámide quizá conseguiría reducir la velocidad lo suficiente para…

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