Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—No, me parece que no. Bueno, la verdad es que nunca llegamos a hablar del tema. Y… Murió cuando yo era bastante pequeño.

—Qué terrible —dijo Broncalo con voz jovial.

—Fue a bañarse a la luz de la luna en lo que resultó ser un cocodrilo.

Teppic estaba lo suficientemente bien educado para intentar no sentirse herido por la reacción del chico.

—Mi padre tiene un comercio —dijo Broncalo mientras pasaban por debajo del arco que daba acceso al edificio principal.

—Qué interesante —dijo Teppic cumpliendo con lo que se esperaba de él. Tantas experiencias nuevas estaban empezando a afectarle—. Nunca he tenido ninguno, pero me han comentado que son muy fieles y cariñosos.

Durante las dos horas siguientes, Broncalo —quien se movía por la vida con tanta calma y seguridad en sí mismo como si ésta no tuviera secretos para él— se encargó de que Teppic se fuese familiarizando con los misterios de los dormitorios, las aulas y la fontanería. Broncalo dejó la fontanería para el final, una decisión para la que había toda clase de buenas razones.

—Pero ¿nada de nada?

—Tenemos cubos y esas cosas —dijo Teppic. Le habría gustado ser un poco más claro, pero no podía—. Y montones de sirvientes, naturalmente.

—Ese reino tuyo está un poquito anticuado, ¿no?

Teppic asintió.

—Es por las pirámides —dijo—. Nos gastamos todo el dinero en ellas.

—Ya… Supongo que esos trastos deben salir carísimos, ¿no?

—No especialmente. Están hechas de piedra. —Teppic suspiró—. Tenemos toda la piedra que quieras —dijo—, y mucha arena. Oh, sí, estamos muy bien surtidos tanto de una cosa como de la otra. Si alguna vez necesitas arena y unas cuantas piedras te aconsejo que acudas a nosotros. Lo que sale realmente caro es el interior. Aún no hemos terminado de pagar la del abuelo, y no era muy grande. Sólo tenía tres cámaras, ¿sabes?

Teppic giró sobre sí mismo y miró por la ventana. Ya llevaban un rato en el dormitorio.

—Todo el reino está endeudado —dijo en voz baja—. Estamos tan endeudados que… Bueno, hasta tenemos deudas sobre las deudas. Por eso estoy aquí. Alguien de la casa debe ganar un poco de dinero. Un príncipe de sangre real ya no puede pasarse la vida sirviendo de adorno. Tiene que salir al gran mundo y hacer algo útil para la comunidad.

Broncalo apoyó los brazos en el alféizar de la ventana.

—¿Y no podríais sacar algo de todo eso que dices habéis metido dentro de las pirámides? —preguntó.

—No digas bobadas.

—Perdona.

Teppic inclinó la cabeza y contempló con expresión lúgubre las siluetas que se movían por debajo de la ventana.

—Aquí hay montones de personas —dijo para cambiar de tema—. No me había imaginado que esto sería tan grande. —Se estremeció—. Ni tan frío… —añadió.

—Oh, hay abandonos a cada momento —dijo Broncalo—. No pueden aguantar el ritmo y se van. Lo importante es saber qué es qué y quién es quién. ¿Ves a ese chaval de ahí?

Teppic siguió la dirección indicada por su dedo y vio a un grupo de estudiantes veteranos apoyados en las columnas de la entrada.

—¿El corpulento? ¿El que tiene la cara como la puntera de tu bota?

—Es Garrotho. Ten cuidado con él. Si te invita a tomar té con tostadas en su estudio… No aceptes, ¿entendido?

—¿Y quién es el bajito de los rizos? —preguntó Teppic.

Señaló con el dedo a un jovencito que estaba recibiendo las atenciones de una dama bastante anciana que no parecía encontrarse muy bien. La dama no paraba de lamer el pañuelo con la punta de la lengua y lo pasaba por la cara del jovencito como si quisiera quitarle alguna mancha. Cuando hubo terminado con esa operación de limpieza alargó las manos hacia su cuello y le arregló el nudo de la corbata.

Broncalo sacó la cabeza por la ventana para ver a quién se refería.

—Oh, algún nuevo —dijo—. Arthur No Sé Qué… Veo que aún sigue pegado a las faldas de esa momia. No durará mucho.

—Oh, no sé qué decirte —murmuró Teppic—. Nosotros no sabríamos vivir sin nuestras momias, y ya llevamos miles de años así.

Un disco de cristal cayó sobre el suelo del edificio y rompió el silencio con un suave tintineo. Durante varios minutos no hubo ningún otro sonido. Después se oyó el casi imperceptible clonk-clonk de una aceitera al ser apretada. La sombra que llevaba un buen rato yaciendo con la máxima naturalidad posible sobre el alféizar de la ventana —lo cual le había permitido descubrir que era utilizada como cementerio sagrado por las moscas y moscardones de la zona—, resultó ser un brazo que estaba moviéndose con una lentitud casi vegetal hacia el pestillo de la ventana.

Un chirrido metálico y toda la ventana giró hacia adentro con una admirable exhibición de silencio que dejó atónitas a todas las leyes físicas de la fricción y la inercia.

Teppic se deslizó sobre el alféizar y se desvaneció en las sombras que había debajo de él.

Durante uno o dos minutos el espacio polvoriento fue invadido por la intensa ausencia de ruido que acompaña la presencia de alguien que se está moviendo con la máxima cautela posible. El clonk-clonk se repitió y fue seguido por un susurro metálico. El pestillo de la trampilla que daba acceso al tejado acababa de ser empujado a un lado.

Teppic esperó a que sus pulmones hubieran tragado todo el aire que no les había permitido aspirar con normalidad hasta aquel momento… y entonces oyó el sonido. Estaba agazapado entre la masa de estática que hierve junto a las fronteras de la gama auditiva, pero no cabía duda de que existía. Alguien estaba esperando al lado de la trampilla, y el alguien en cuestión acababa de poner una mano sobre un trozo de papel para impedir que la brisa lo moviera.

Teppic apartó la mano del pestillo. Volvió a atravesar el suelo grasiento con un sigilo exquisito y avanzó a tientas a lo largo de una pared de madera llena de agujeros e irregularidades hasta encontrar una puerta. No quería correr ningún riesgo, por lo que sacó el corcho de su aceitera y dejó que una gota cayera silenciosamente sobre las bisagras.

Un instante después ya había cruzado el umbral. La rata que estaba dando un paseo por el pasillo repleto de corrientes de aire que había al otro lado tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para no tragarse la lengua a causa del susto que le produjo verle pasar flotando junto a ella.

Había otra puerta al final del pasillo, y Teppic recorrió un auténtico laberinto de cuartos traseros y almacenes que olían a moho hasta encontrar una escalera de caracol. Debía de estar como a unos treinta metros de la trampilla. No había visto ninguna chimenea o conducto de ventilación, lo cual invitaba a suponer que esa parte del tejado estaba libre de obstáculos.

Teppic se agazapó y sacó de un bolsillo el rollo de tela dentro del que llevaba los cuchillos. La negrura aterciopelada se posó sobre el suelo creando un óvalo más oscuro que las sombras. Escogió un Número Cinco, un modelo de cuchillo que no tenía muchos partidarios pero que daba resultados excelentes si te habías acostumbrado a manejarlo.

Poco después su cabeza asomó cautelosamente por encima del extremo del tejado con un brazo doblado detrás de ella, pero listo para estirarse en un complicado despliegue de fuerzas que se combinarían para conseguir que unos cuantos gramos de acero se deslizaran por los aires hendiendo la noche.

Mericet estaba sentado junto a la trampilla contemplando su tablilla de anotaciones. Los ojos de Teppic se movieron de un lado a otro y acabaron posándose en el tablón que servía de puente para cruzar el callejón. El tablón estaba apoyado en el parapeto a un par de metros de distancia.

El anciano alzó su calva cabeza.

—Bienvenido, señor Teppic —dijo—. Puede seguir.

Teppic sintió cómo la capa de sudor que cubría su cuerpo se enfriaba de repente. Sus ojos se clavaron en el tablón. Alzó la cabeza y contempló primero al examinador y luego al cuchillo que sostenía en la mano.

—Sí, señor —dijo.

Dadas las circunstancias le pareció que no era suficiente, y añadió un «Gracias, señor» casi inaudible.

La primera noche que pasó en el dormitorio comunal no se borraría jamás de su memoria. El dormitorio era lo bastante grande para acoger a los dieciocho chicos de la Casa de la Víbora, y el número de corrientes de aire que se deslizaban por él era tan elevado que si cerrabas los ojos tenías la impresión de estar durmiendo en un descampado. La persona que lo había diseñado quizá hubiera dedicado algún pensamiento fugaz al concepto de la comodidad, pero sólo para poder evitarlo siempre que fuera posible, y había logrado obtener un dormitorio en el que hacía bastante más frío que en la calle.

—Yo creía que cada estudiante tendría su propia habitación —dijo Teppic.

Broncalo le miró y asintió con la cabeza. Su nuevo amigo había conseguido apoderarse de la cama menos expuesta de las dieciocho con que contaba aquella nevera.

—Más adelante —dijo. Se acostó en la cama y torció el gesto—. Estos muelles te destrozan la espalda… ¿Crees que los afilan?

Teppic no dijo nada. De hecho la cama que le había tocado en suerte era bastante más cómoda que la del palacio. Sus padres eran gente de alta cuna, y uno de los resultados naturales de esa condición era el tolerar que sus hijos vivieran en condiciones que incluso una lagartija sin hogar habría encontrado inaguantables.

Teppic desenrolló el delgado colchón y empezó a analizar los acontecimientos del día. Se había matriculado en la Escuela de Asesinos y… sí, de hecho llevaba más de siete horas siendo estudiante de asesino y hasta el momento ni tan siquiera le habían dejado poner la mano sobre un cuchillo. Naturalmente, siempre le quedaba el recurso de consolarse pensando que mañana sería otro día…

Broncalo se inclinó hacia él.

—¿Dónde está Arthur? —preguntó.

Teppic volvió la cabeza hacia la cama de al lado. El centro de la cama estaba adornado por una bolsa de tela patéticamente pequeña, pero no había ni rastro de quien debería haber estado ocupándola.

—¿Crees que se ha escapado? —preguntó Teppic observando las sombras que les rodeaban.

—Podría ser —replicó Broncalo—. Ocurre muy a menudo, ¿sabes? Críos acostumbrados a no separarse de las faldas de sus mamaítas que se encuentran lejos del hogar por primera vez en toda su vida… Algunos no consiguen aguantarlo.

La puerta que había al extremo del dormitorio giró lentamente sobre sus goznes y Arthur entró en la habitación caminando de espaldas y tirando de un chivo muy grande que no parecía tener demasiados deseos de estar allí. El chivo se resistió ferozmente cada metro del pasillo que se extendía entre las dos filas de camas.

Los chicos observaron en silencio a Arthur durante los minutos que tardó en atar el animal a los pies de su cama con una cuerda, meter las manos dentro de la bolsa y sacar de ella varias velas negras, un manojo de hierbas, un collar de cráneos y un trozo de tiza. Arthur cogió el trozo de tiza y sus rosados rasgos adoptaron la expresión entre tozuda y concentrada de quien se dispone a hacer lo que sabe es correcto pase lo que pase. Arthur dibujó un doble círculo alrededor de su cama, puso sus regordetas rodillas sobre el suelo y empezó a llenar el espacio existente entre los dos círculos con la colección de símbolos ocultos más desagradables y repulsivos que Teppic había visto en toda su vida. Les dio los últimos retoques, los examinó hasta convencerse de que no les faltaba ningún detalle, colocó las velas en puntos estratégicos del círculo y procedió a encenderlas. Las velas chisporrotearon y empezaron a desprender un olor que te sugería que dormirías mucho mejor si no sabías de qué estaban hechas.

Después alargó la mano hacia el montón de objetos que había encima de la cama, cogió un cuchillo de hoja corta y mango escarlata, fue hacia el chivo…

Una almohada cruzó los aires y chocó con su nuca.

—¡Vale ya, bastardo santurrón!

Arthur dejó caer el cuchillo y se echó a llorar. Broncalo se irguió en la cama.

—¡Has sido tú, Pesthilencio! —exclamó—. ¡Te he visto!

Pesthilencio —un chico pelirrojo bastante flaco cuya cara parecía una peca gigante—, intentó fulminarle con la mirada.

—Bueno, esto es increíble —dijo—. Quiero dormir y con tanta ceremonia religiosa suelta por aquí no hay forma de pegar ojo. Hoy en día sólo los mocosos rezan antes de acostarse, ¿no? Se supone que vamos a ser asesinos y…

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