—Bueno, si tú lo dices —murmuró, no muy convencido—. Venga, salgamos de aquí.
Reptó cautelosamente sobre los cascotes y asomó la cabeza por encima del montón justo cuando la vanguardia de los muertos doblaba la esquina de la pirámide más cercana.
«Ya está —fue lo primero que le pasó por la cabeza—. Se han hartado y vienen a protestar…»
Había hecho cuanto estaba en sus manos. ¿Qué esperaban? Construir ciñéndose a un presupuesto no siempre resultaba factible. De acuerdo, puede que no todos los dinteles fuesen exactamente tal y como prometían los planos, y en cuanto a la calidad del escayolado y las molduras interiores decir que habían quedado impecables quizá fuera exagerar un poco, pero…
«Es imposible —se dijo—. No pueden haberse puesto de acuerdo para venir a protestar todos a la vez… Hay demasiados.»
Ptaclusp IIb trepó por el montón de cascotes, se colocó junto a su padre y se quedó boquiabierto.
—¿De dónde han salido todos esos clientes? —preguntó.
—Tú eres el experto. Dímelo tú.
—¿Están muertos?
Ptaclusp observó a las siluetas que se aproximaban.
—Si no están muertos algunos de ellos tienen muy mala cara —dijo por fin.
—¡Huyamos!
—¿Adónde? ¿Quiere que trepemos por la pirámide?
La Gran Pirámide se alzaba detrás de ellos y sus vibraciones hacían temblar la atmósfera. Ptaclusp volvió la cabeza hacia la inmensa estructura y la contempló.
—¿Qué va a ocurrir esta noche? —preguntó.
—¿Cómo?
—Bueno, ¿va a…? No sé qué hizo antes, pero… ¿Crees que volverá a hacerlo?
IIb le miró.
—No tengo ni idea.
—¿Y no puedes averiguarlo?
—La única forma es quedarse aquí para ver qué ocurre. Y ni tan siquiera estoy muy seguro de qué fue lo que hizo antes.
—Y cuando lo haga… ¿Crees que nos gustará?
—Tengo la impresión de que no mucho, papá. Oh, cielos…
—¿Qué está pasando ahora?
—Mira hacia allí.
Los sacerdotes acababan de aparecer y se dirigían hacia los muertos. Koomi iba delante, y la masa de túnicas se extendía detrás de él como si fuese la cola de un cometa.
El interior del caballo estaba oscuro y muy caliente. Y también muy atestado.
Los soldados esperaban y sudaban.
—¿Qué ocu-ocurrirá a-ahora, sa-sargento? —tartamudeó el joven Autoclave.
El sargento trató de mover un pie. La atmósfera de amontonamiento general habría sido capaz de provocar claustrofobia incluso en una sardina.
—Bueno, chico… Nos encontrarán, ¿entiendes?, y se quedarán tan impresionados que nos remolcarán hasta su ciudad, y cuando haya oscurecido del todo saldremos de aquí y les pasaremos a cuchillo. O a espada, como resulte más cómodo, y… En fin, una cosa o la otra, ¿de acuerdo? Y después saquearemos la ciudad, quemaremos las murallas y sembraremos el suelo con sal. Ya os lo expliqué todo el viernes, ¿te acuerdas?
—Oh.
Las gotitas de sudor caían de una decena de frentes. Varios soldados estaban intentando escribir una carta a casa y deslizaban sus punzones sobre tablillas de cera que se encontraban a muy pocos grados de la temperatura de fusión.
—¿Y qué ocurrirá después, sargento?
—Pues que volveremos a casa y seremos recibidos como héroes, muchacho.
—Oh.
Los soldados más veteranos no apartaban los ojos de las paredes de madera y parecían bastante nerviosos. Autoclave se removió como si aún estuviera preocupado por algo.
—Sargento… —murmuró—. Mi mamá me dijo que volviera con mi escudo o encima de él.
—Muy bien, muchacho. Tu madre es una gran mujer.
—Pero no nos pasará nada, ¿verdad? ¿Verdad que no, sargento?
El sargento clavó los ojos en la fétida oscuridad que les rodeaba.
Pasado un rato, alguien empezó a tocar la armónica.
Ptaclusp apartó la mirada de la escena que se estaba desarrollando debajo de él.
—Eres el constructor de pirámides, ¿verdad? —preguntó una voz junto a su oreja.
Otra figura acababa de presentarse en el escondite que Ptaclusp había estado compartiendo con su hijo. Iba vestida de negro y su forma de moverse hacía que el caminar de un gato pareciera tan estruendoso como un hombre-orquesta en plena actuación.
Ptaclusp asintió, pero no consiguió responder. Ya había tenido sorpresas más que suficientes para un solo día.
—Bueno, pues desconéctala. Quiero que la desconectes ahora mismo, ¿entendido?
IIb se acercó a ellos.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Me llamo Teppic.
—Vaya, ¿igual que el faraón?
—Sí, igual que el faraón. Y ahora, desconectadla.
—¡Es una pirámide! ¡Las pirámides no se pueden desconectar! —exclamó IIb.
—Bueno, pues haced algo para que descargue la energía que ha ido acumulando.
—Ya lo intentamos anoche. —IIb señaló los restos de la punta—. Papá, haz el favor de desplegar a Dos-A.
Teppic contempló al hermano aplanado sin decir nada durante unos momentos.
—Supongo que es un poster para adornar la pared, ¿no? —murmuró por fin.
IIb inclinó la cabeza. Teppic captó el movimiento y también miró hacia abajo. Los brotes verdes ya le estaban llegando a la altura de los tobillos.
—Lo siento mucho —dijo—. Parece que no hay ninguna forma de evitarlo.
—Sí, ya me imagino que ha de ser horrible —dijo IIb en un tono de voz tirando a frenético—. Ya sé lo mal que lo pasas. En una ocasión me salió una verruga, y recuerdo que me costó muchísimo librarme de ella.
Teppic se acuclilló junto a los restos de la punta.
—Esta cosa… —murmuró—. ¿Para qué sirve? Veo que está recubierta de metal. ¿Por qué?
—Si la pirámide no termina en punta no puede descargar la energía acumulada —dijo IIb.
—¿Así de sencillo? Eso es oro, ¿no?
—No, es electro, una aleación de oro y plata. La punta tiene que ser de electro.
Teppic empezó a arrancar la capa de metal.
—No es de metal sólido —dijo en voz baja.
—Sí, bueno… —murmuró Ptaclusp—. Descubrimos que… eh… que funciona igual de bien con un simple chapado.
—¿Y no podríais usar algo más barato? Algo como… No sé… ¿Acero, por ejemplo?
Ptaclusp lanzó un bufido despectivo. No había tenido un buen día y la cordura era un recuerdo cada vez más lejano, pero seguía habiendo ciertos hechos de los que estaba totalmente seguro.
—No duraría más de un año o dos —dijo—. El rocío, la arena… Te quedarías sin punta antes de que pudieras darte cuenta. Sólo aguantarías unas doscientas o trescientas descargas.
Teppic acercó la cabeza a la pirámide. Estaba muy fría, y zumbaba. Teppic creyó detectar una leve vibración oculta debajo del zumbido, y le pareció que se estaba volviendo más estridente a cada momento que pasaba.
La pirámide se alzaba sobre él. IIb podría haberle explicado que eso era debido a que los muros iban descendiendo en un ángulo de 56 grados exactos, y un efecto conocido como reforzamiento hacía que la pirámide pareciese todavía más alta de lo que era en realidad. Probablemente también habría utilizado palabras como «perspectiva» y «altura virtual».
El mármol negro era tan liso como un cristal. Los canteros habían hecho un trabajo magnífico. Las grietas que había entre cada panel de textura sedosa apenas eran lo bastante anchas para insertar la punta de un cuchillo… pero bastarían.
—¿Y crees que aguantaría una sola descarga? —preguntó Teppic.
Koomi se estaba mordisqueando las uñas, y parecía nervioso.
—Fuego —dijo—. Eso las detendría. Son muy inflamables, todo el mundo lo sabe. O agua… Probablemente se disolverían.
—Algunas de ellas estaban destruyendo las pirámides —dijo el gran sacerdote de Juf, el Dios con Cabeza de Cobra del Papiro.
—No sé por qué será, pero los muertos que salen de la tumba siempre están de muy mal humor —dijo otro sacerdote.
Koomi observó con creciente perplejidad al ejército que se aproximaba hacia ellos.
—¿Dónde está Dios? —preguntó. El anciano gran sacerdote fue empujado hacia la primera fila del grupo de sacerdotes.
—¿Qué he de decirles? —le preguntó Koomi.
Afirmar que Dios sonrió habría sido erróneo. Sonreír no entraba en la lista de actividades musculares que realizase con frecuencia, pero las comisuras de sus labios se arrugaron un poquito y sus párpados se entrecerraron.
—Podrías decirles que los nuevos tiempos exigen nuevos hombres —dijo—. Podrías decirles que ha llegado el momento de abrir paso a personas más jóvenes con ideas frescas. Podrías decirles que se han quedado anticuados. Sí, creo que podrías decirles todo eso…
—¡Me matarían!
—Oh, no creo que tengan tantas ganas de disfrutar de tu compañía durante toda la eternidad.
—¡Sigues siendo gran sacerdote!
—¿Por qué no hablas con ellos? —replicó Dios—. Ah, y que no se te olvide decirles que los tiempos están cambiando y que lo quieran o no tendrán que acostumbrarse a la idea de que vivimos en el Siglo de la Cobra. —Le alargó su báculo—. O como se llame este siglo, me da igual…—añadió.
Koomi sintió que los ojos de sus hermanos y su hermana en el sacerdocio se clavaban en su rostro. Carraspeó, se puso bien los pliegues de la túnica y se volvió hacia las momias.
Las momias estaban canturreando lo que parecía una sola palabra repetida una y otra vez. Koomi no logró distinguirla con claridad, pero fuera la que fuese no cabía duda de que se estaban tomando el cántico con mucho entusiasmo.
Koomi alzó el báculo y la luz acuosa hizo que las serpientes de madera parecieran desusadamente vivas.
Los dioses del Disco —y nos referimos a los dioses del gran consenso popular, los que realmente moran en su Valhalla particular semi-desconectado del mundo que se encuentra en esas montañas centrales de alturas imposibles y que se entretienen observando la ridícula agitación de los mortales mientras redactan quejas interminables en las que se deplora el que la influencia de los gigantes de Hielo haya hecho bajar el valor de las propiedades en las regiones celestes— siempre se han sentido fascinados por la increíble capacidad de decir exactamente las palabras menos adecuadas en el peor momento imaginable, de la que ha dado tan repetidas muestras la humanidad.
No se refieren a errores tan fáciles de cometer como «Os aseguro que no corremos ningún peligro» o «Los que gruñen tanto nunca muerden», sino a frasecitas sencillas que son introducidas en situaciones muy difíciles produciendo un efecto general muy parecido al que se obtendría si se deslizara una barra de acero entre los engranajes de una turbina de 660 megawatios de potencia que gira a 3.000 revoluciones por minuto.
Y cualquier estudioso de esa curiosa tendencia a meter la extremidad locomotora allí donde debería estar la lengua que distingue a la humanidad debería estar de acuerdo en que cuando se abran los sobres que contienen las votaciones de los jueces la maravillosa aportación de Ptra-hi-dor Koomi —«Abandonad este lugar, espectros repugnantes y pestilenciales», para ser exactos—, contará con muchas posibilidades de ser considerada como el saludo más imbécil y poco adecuado de todos los tiempos.
La primera fila de antepasados se detuvo, pero la presión de los que venían detrás hizo que siguiera avanzando un poquito antes de volver a inmovilizarse.
Teppicamón XXVII —los veintiséis Teppicamones anteriores habían conferenciado entre ellos y habían decidido nombrarle portavoz—, se tambaleó hacia Koomi en solitario y acabó cogiendo al tembloroso sacerdote por los brazos.
—¿Qué has dicho? —le preguntó afablemente. Koomi puso los ojos en blanco. Su boca se abrió y se cerró, pero su voz era lo bastante inteligente para comprender que aquel quizá no fuese el momento más adecuado para abandonar el refugio.
Teppicamón se inclinó sobre el sacerdote hasta que su rostro vendado casi rozó su puntiaguda nariz.
—Me acuerdo de ti —gruñó—. Te he visto por el palacio, y recuerdo que siempre me hacías pensar en una mancha de aceite… «Ahí va el tipo más rastrero y untuoso que he visto en toda mi vida.» Sí, recuerdo haber pensado eso al verte.
Se volvió hacia los otros sacerdotes.
—Todos sois sacerdotes, ¿verdad? Habéis venido a decir que lo lamentáis, ¿no? ¿Dónde está Dios?
Los antepasados dieron un paso colectivo hacia adelante y empezaron a murmurar. Llevar cientos de años muerto hace que no te sientas muy inclinado a ser generoso con las personas que se aseguraron de que ibas a disfrutar de una eternidad muy larga y agradable. El faraón Tharum-ba-net —quien había pasado cinco mil años de encierro sin más distracción que el reverso de la tapa de su sarcófago—, perdió el control de sus amojamados nervios y tuvo que ser contenido por algunos de sus colegas más jóvenes, lo que produjo un considerable tumulto en el centro de la multitud de momias.