Y, naturalmente, eso indicaba que en aquella pirámide estaba ocurriendo algo muy raro. Después de todo, lo habitual era que cuando habías entrado en una pirámide ya no volvieras a salir jamás de ella.
Las momias examinaron la piedra de la entrada e intercambiaron crujidos de sorpresa. Una de las más viejas —un montón de vendajes tan antiguos que apenas conseguían mantenerse unidos—, emitió un ruido idéntico al de una colonia de termitas que por fin consigue adueñarse de la última rama intacta de un árbol.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Teppicamón.
La momia de Eskh-aler-atep se encargó de traducírselo.
—Ha proclamado et afirmado que esto parécele Espeluznante et un tanto Misterioso —graznó.
El difunto faraón asintió.
—Voy a echar un vistazo. Eh, los vivos, venid conmigo.
Dil se puso pálido.
—Oh, venga, hombre —dijo secamente Teppicamón mientras abría la puerta—. Oye, yo no estoy asustado. Demuestra que tienes redaños. Nosotros ya nos hemos despedido de ellos, pero no lo estamos haciendo tan mal, ¿verdad?
—Pero necesitaremos un poco de luz —protestó Dil.
Las momias más cercanas se apresuraron a retroceder tambaleándose en cuanto Gern sacó su cajita de yesca y pedernal del bolsillo y la ofreció tímidamente a su maestro.
—Necesitaremos algo para quemar —dijo Dil.
Las momias retrocedieron un par de pasos más y empezaron a murmurar entre ellas.
—Ahí dentro hay antorchas —dijo Teppicamón. Su voz sonaba ligeramente ahogada—. Tú te encargarás de mantenerlas alejadas de mí, muchacho.
Era una pirámide muy pequeña desprovista de laberinto y de trampas, y sólo consistía en un pasadizo que iba ascendiendo. Los embalsamadores siguieron al faraón temblando y esperando ver horrores innombrables saltando sobre ellos en cualquier momento, y el trío acabó llegando a una pequeña cámara cuadrada que olía a arena. El techo estaba ennegrecido por el hollín.
No había sarcófago ceremonial, ataúd ni terrores nombrables o innombrables. El centro de la cámara estaba ocupado por un bloque de piedra sobre el que se veían una manta y una almohada.
Ni la manta ni la almohada tenían un aspecto particularmente antiguo. Casi resultaba decepcionante.
Gern miró a su alrededor.
—No está nada mal, ¿eh? —dijo—. Parece muy cómodo.
—No —dijo Dil.
—¡Eh, señor rey, venid a ver! —exclamó Gern, y trotó hacia uno de los muros de la cámara—. Fijaos. Alguien ha estado haciendo señales en la pared. Fijaos en todas esas rayitas…
—Y en ésta —dijo el faraón—, y en el suelo también. Alguien ha estado contando. Hay una rayita encima de cada grupo de diez rayitas, ¿veis? Alguien ha estado contando cosas. Montones de cosas…
Se echó hacia atrás.
—¿Qué cosas ha contado? —preguntó Dil mirando por encima de su hombro.
—Es muy extraño —murmuró el faraón, y se inclinó hacia adelante—. Apenas se pueden distinguir las inscripciones que hay debajo.
—¿Podéis leerlas, rey? —preguntó Gern dando muestras de lo que a Dil le pareció un entusiasmo totalmente innecesario.
—No. Están en uno de los dialectos más viejos. No consigo distinguir ni un bendito jeroglífico —dijo Teppicamón—. No me extrañaría que ya no hubiese ninguna persona capaz de leerlas.
—Qué pena —dijo Gern.
—Cierto —dijo el faraón, y suspiró.
El trío se sumió en un silencio bastante lúgubre y contempló las inscripciones durante unos momentos.
—Quizá podríamos hablar con los muertos para averiguar si hay alguno que sea capaz de leerlas —dijo Gern de repente.
—Eh… Gern —dijo Dil dando un paso hacia atrás.
El faraón se inclinó hacia Gern y le dio una palmada en la espalda. El aprendiz se tambaleó y estuvo a punto de caerse de narices.
—¡Una idea condenadamente inteligente! —exclamó—. Bastará con traer aquí a uno de los antepasados realmente antiguos y… —Se quedó callado y se le encorvaron los hombros—. No servirá de nada. Nadie podrá comprenderle.
—¡Gern! —exclamó Dil.
Sus ojos estaban sufriendo un aparatoso proceso de desorbitamiento acelerado.
—No, rey, sí que servirá de algo —dijo Gern, quien estaba disfrutando muchísimo con aquella libertad de pensamiento recién descubierta—, porque… por la razón de que… todo el mundo entiende a alguien, ¿verdad?, y lo único que hemos de hacer es averiguar quién entiende a quién.
—Eres un chico muy listo —dijo el faraón.
—¡Gern!
El faraón y el aprendiz se volvieron hacia Dil y le contemplaron con expresión de asombro.
—Maese Dil, ¿os encontráis bien? —preguntó Gern—. Os habéis puesto muy blanco de repente.
—La a… —farfulló Dil.
El maestro embalsamador estaba tan aterrorizado que tenía todos los músculos rígidos.
—¿La qué, maese Dil?
—La an… fíjate en la an…
—Creo que le convendría acostarse un rato —dijo el faraón—. Conozco a esta clase de personas, ¿sabes? Los artistas son muy excitables y cualquier emoción fuerte…
Dil tragó una honda bocanada de aire.
—¡Gern, mira lo que le está pasando a la maldita antorcha!
El faraón y Gern se volvieron hacia la antorcha.
La antorcha había decidido arder al revés y estaba convirtiendo las cenizas negras en paja seca.
El Viejo Reino se extendía delante de Teppic, y no parecía real.
Volvió la cabeza hacia Maldito Bastardo, quien acababa de meter el hocico en el arroyo que corría junto al camino y hacía un ruido idéntico al que se produce cuando intentas sorber la última gota de tu vaso de batido.[27] Maldito Bastardo parecía francamente real —no hay que olvidar que en cuestiones de solidez y realidad es muy difícil superar a un camello—, pero el paisaje poseía una cualidad curiosamente vacilante, como si aún no hubiese decidido si quería estar allí o en otro sitio.
Con la excepción de la Gran Pirámide, claro. La Gran Pirámide era una masa enorme agazapada en el centro de la perspectiva y parecía tan real como el alfiler que clava una mariposa al tablero de corcho. También se las arreglaba para parecer extremadamente sólida, como si estuviera absorbiendo la solidez de todo el paisaje y la acumulara en su estructura.
Bueno, por lo menos Teppic estaba allí. Fuera donde fuese ese allí, claro…
¿Cómo se mata una pirámide?
¿Y qué ocurriría si consiguieses matarla?
Teppic había decidido actuar basándose en la hipótesis de que todo volvería a su lugar anterior, o sea al estanque de tiempo recirculado del Viejo Reino.
Observó a los dioses durante un rato y se preguntó qué demonios eran y por qué no parecía importar demasiado lo que fuesen. Los dioses absortos en sus incomprensibles quehaceres divinos daban la impresión de ser tan poco reales como la tierra sobre la que se movían. El mundo no era más que un sueño, y Teppic se sentía incapaz de sorprenderse por nada. Si hubiera visto pasar delante de él a siete vacas muy gordas apenas les habría echado un vistazo distraído.
Volvió a montar sobre la grupa de Maldito Bastardo e hizo que el camello avanzara por el camino balanceándose lentamente de un lado a otro. Los campos que lo flanqueaban tenían todo el aspecto de haber sido concienzudamente devastados.
El sol había empezado a hundirse en el horizonte. Los dioses del crepúsculo y de la noche habían conseguido imponerse a los dioses de la luz diurna, pero la contienda había sido larga y encarnizada, y si cometías la imprudencia de pensar en todas las cosas que le ocurrirían ahora —ser devorado por diosas, ser llevado en embarcaciones por debajo del mundo, etcétera—, no tardabas en sospechar que había muy pocas posibilidades de que el pobre sol volviera a subir por el cielo al día siguiente.
Teppic entró en el patio del establo. No había nadie visible. Maldito Bastardo caminó tranquilamente hasta su aprisco y empezó a mordisquear delicadamente unas briznas de heno. Acababa de tener una idea muy interesante que quizá causaría una revolución en todo lo referente a las distribuciones bivariantes.
Teppic le dio unas palmaditas en el flanco —su gesto creó otra nube de polvo y pelos—, y subió por los anchos peldaños que llevaban hasta el palacio propiamente dicho. Seguía sin haber ni rastro de los guardias y los sirvientes. No se veía un alma.
Entró en su propio palacio moviéndose tan silenciosamente como un ladrón amparado en los resplandores del día, dio unas cuantas vueltas y acabó logrando encontrar el taller de embalsamamiento de Dil. El taller estaba vacío, y daba la impresión de haber recibido la visita reciente de algún salteador que tenía gustos muy peculiares. La sala del trono olía igual que una cocina, y a juzgar por su aspecto los cocineros habían huido a toda velocidad no hacía mucho tiempo.
La máscara dorada de los faraones de Djelibeibi había acabado rodando hasta un rincón. Teppic la cogió, vio que tenía algunas abolladuras y sintió una repentina punzada de sospecha que le impulsó a rascarla con uno de sus cuchillos. La capa de oro no tardó en desprenderse revelando un metal de color gris plateado.
Teppic ya lo había sospechado. La triste verdad era que no había tal cantidad de oro disponible. La máscara pesaba tanto como si fuese de plomo porque… bueno, precisamente porque era de plomo. Teppic se preguntó si hubo un tiempo en el que había sido realmente de oro, qué antepasado había dado el cambiazo y cuántas pirámides se habían podido costear con el dinero de la venta. El plomo que intentaba pasar por oro quizá fuese muy simbólico de una cosa o de otra, aunque también cabía la posibilidad de que el simbolismo no se refiriese a nada en concreto. Teppic pensó que había muchas probabilidades de que la máscara falsa fuese pura y simplemente simbólica a secas.
Un gato sagrado había decidido esconderse debajo del trono. Teppic se inclinó para hacerle una caricia y el felino pegó las orejas al cráneo y le bufó. Bueno, por lo menos aquello no había cambiado…
El palacio seguía pareciendo totalmente desierto. Teppic fue hacia el balcón.
Y allí estaba la gente, una gigantesca masa de cuerpos silenciosos apelotonados bajo los últimos rayos grisáceos del crepúsculo que contemplaban la otra orilla del río. Teppic salió al balcón el tiempo justo de ver cómo una flotilla de botes y barcazas zarpaba de la orilla en que se alzaba el palacio y empezaba a cruzar las aguas del Djel.
«Tendríamos que haber construido unos cuantos puentes —pensó—, pero siempre dijimos que eso sería como ponerle grilletes al río…»
Salvó la balaustrada de un salto, aterrizó ágilmente sobre la tierra apisonada y fue hacia la multitud.
Y sintió el terrible impacto de la fuerza de sus creencias de forma tan palpable como si fuesen la hoja de una guadaña.
Los habitantes de Djelibeibi quizá albergaran ideas dispares e incluso conflictivas acerca de sus dioses, pero su fe en los monarcas había permanecido firme e inmutable durante miles de años. Teppic sintió como si acabara de sumergirse en una cuba llena de alcohol. Sintió la energía de la fe entrando en él hasta que las yemas de sus dedos parecieron chisporrotear, y las oleadas de fuerza impalpable recorrieron su cuerpo hasta acumularse en su cerebro trayendo consigo no sólo la omnipotencia sino la sensación de ser omnipotente, la irresistible convicción de que aunque quizá no lo supiese todo no tardaría demasiado en saberlo, tal y como ya le había ocurrido en el pasado.
Cuando la divinidad se apoderó de él en Ankh había sentido algo muy similar, pero entonces la sensación apenas había durado unos instantes. Ahora estaba respaldada por el sólido poder de las creencias de toda una muchedumbre.
Teppic bajó la mirada hacia el suelo y contempló los brotes verdes que brotaban de la arena reseca y que se iban amontonando alrededor de sus pies.
«Por todos los… —pensó—. Es cierto. Soy un dios.»
Aquello podía acabar resultando muy embarazoso.
Teppic se abrió paso a codazos y empujones por entre la masa de cuerpos hasta que consiguió llegar a la orilla del río. Se quedó inmóvil y no tardó en quedar rodeado por un pequeño maizal. La multitud se fue percatando de su presencia, y los que estaban más cerca se apresuraron a caer de rodillas. Un círculo de personas que se arrodillaban o se conformaban con tirarse al suelo se fue extendiendo alrededor de Teppic con la rapidez de las ondulaciones en una charca a la que alguien ha tirado una piedra.
«¡Pero yo no deseaba nada así! Yo sólo quería ayudarles a llevar una vida más feliz. La fontanería, por ejemplo… y también quería hacer alguna clase de mejoras en los barrios más pobres de la ciudad. Sólo deseaba que se sintieran más a gusto. Quería preguntarles qué opinaban de sus vidas y si estaban contentos con ellas. Y las escuelas, claro… Sí, las escuelas podrían ser muy útiles. Unos cuantos años de escolarización y no se arrojarían al suelo para adorar al primer tipo con los pies verdes que se les pusiera por delante. Y también quería hacer algo respecto a la arquitectura…»