Teppic se rascó la nariz.
—No tengo ni idea —dijo—. A menos que… y es un auténtico disparo a ciegas, entiéndelo, a menos que sea… ¿El Hombre?
La Esfinge le contempló en silencio durante unos momentos que parecieron hacerse eternos.
—Oye, no habrás estado por aquí antes, ¿verdad? —dijo por fin.
—No.
—Entonces es que alguien se ha ido de la lengua, ¿eh?
—¿Quién podría haberlo hecho? ¿Existe alguien que haya respondido al acertijo antes? —preguntó Teppic.
—¡No!
—Bueno, ahí lo tienes. No se encontraban en condiciones de hablar, ¿verdad?
Las garras de la Esfinge arañaron la roca.
—Supongo que será mejor que sigas tu camino —gruñó.
—Gracias —dijo Teppic.
—Y… Te agradecería que no hablaras de esto con nadie, ¿de acuerdo? —añadió la Esfinge con voz gélida—. Podrías estropearle la diversión a los que vengan después de ti.
Teppic subió a una roca y se instaló sobre la grupa de Maldito Bastardo.
—No hace falta que te preocupes por eso —dijo clavando los talones en los flancos del camello para hacerlo avanzar.
Teppic no pudo evitar el darse cuenta de que los labios de la Esfinge se movían en silencio, como si estuviera dando vueltas a algo que no lograba comprender del todo.
Maldito Bastardo sólo había tenido tiempo de recorrer unos veinte metros antes de que un alarido de rabia tan ensordecedor que parecía una erupción volcánica resonara detrás de él; y aunque sólo fuera por una vez decidió saltarse la regla del código de conducta de los camellos que les prohíbe hacer algo a menos que hayan sido golpeados antes con un palo. Sus cuatro enormes pies entraron en contacto con el suelo y ejercieron presión.
Y en aquella ocasión no hubo ningún error de cálculo.
Los sacerdotes estaban empezando a comportarse de una forma francamente irracional.
No se trataba de que los dioses les estuvieran desobedeciendo. Lo grave era que los dioses les estaban ignorando.
Claro que los dioses siempre les habían ignorado. Hacía falta una considerable pericia para convencer a un dios de Djelibeibi de que te obedeciera, y los sacerdotes habían tenido que aguzar el ingenio y dar grandes muestras de inventiva. Por ejemplo, si empujabas una piedra hasta hacerla caer por el borde de un acantilado y elevabas una rápida petición a los dioses rogándoles que hicieran caer la piedra podías estar seguro de que tu petición sería atendida. Los dioses también se aseguraban de que el sol saliera por la mañana y las estrellas hicieran lo mismo por la noche. Cualquier petición dirigida a los dioses rogándoles que hicieran crecer las palmeras con las raíces en el suelo y las hojas en la parte superior era aceptada y satisfecha. En conjunto cualquier sacerdote que se tomara la molestia de adoptar las precauciones básicas podía asegurarse un porcentaje de éxito muy elevado.
Pero que los dioses te ignorasen cuando estaban muy lejos y no se les veía era una cosa, y que te ignoraran cuando estaban paseándose por el paisaje era otra muy distinta. Ser ignorado por una divinidad que tenías delante de las narices te hacía sentir como un idiota.
—¿Por qué no nos escuchan? —preguntó el gran sacerdote de Teg, el Dios con Cabeza de Caballo de la agricultura.
Estaba llorando. Teg había sido visto por última vez sentado en el centro de un maizal arrancando las mazorcas mientras lanzaba risitas estúpidas.
Los otros grandes sacerdotes no habían tenido mucha más suerte. Rituales sancionados por los milenios habían impregnado la atmósfera del palacio con dulzonas humaredas azules y habían asado tal cantidad de volátiles y reses que habrían bastado para abastecer a las víctimas de una hambruna a escala continental, pero los dioses se habían instalado en el Viejo Reino como si fuese de su propiedad y las personas que vivían en él fueran tan insignificantes como un enjambre de insectos.
Y las multitudes seguían congregadas alrededor del palacio. La religión había gobernado al Viejo Reino durante la mayor parte de sus siete mil años de historia. Detrás de los ojos de cada sacerdote presente en la sala había una imagen muy detallada de lo que ocurriría si el pueblo llegaba a pensar, aunque sólo fuese por un momento, que la religión había perdido el control del reino.
—Y por eso nos volvemos hacia ti. Dios —dijo Koomi—. ¿Qué nos aconsejas que hagamos ahora?
Dios estaba sentado en los peldaños del trono y contemplaba el suelo con expresión lúgubre. Los dioses nunca escuchaban, y Dios lo sabía. ¿Quién iba a saberlo mejor que él? Pero antes eso no importaba. Bastaba con que entonaras los cánticos e hicieras los gestos rituales y con que dieras la respuesta que todos esperaban oír. Lo realmente importante era el ritual, no los dioses. Los dioses estaban allí para cumplir la misma función que un megáfono. ¿A quién iba a escuchar el pueblo si no a los dioses?
Dios intentó pensar con claridad mientras sus manos llevaban a cabo los movimientos del Ritual de la Séptima Hora guiadas por instrucciones neurales tan rígidas e inmutables como cristales.
—¿Habéis probado con todo? —preguntó.
—Hemos seguido todos tus consejos, oh Dios —dijo Koomi, y esperó a que casi todos los sacerdotes presentes les estuvieran mirando antes de seguir hablando, ahora en un tono de voz bastante más alto—. Si el faraón estuviera aquí intercedería por nosotros, ¿verdad?
Los ojos de Koomi se posaron en el rostro de la sacerdotisa de Sarduk y vio que le estaba mirando. Koomi no había discutido con ella ni un solo detalle de lo que pensaba hacer y, pensándolo bien, ¿acaso había algo que discutir? Aun así Koomi tenía la sensación de que la sacerdotisa de Sarduk estaba bastante de acuerdo con él. Dios no le caía muy bien, y aparte de eso le tenía un poco menos de miedo que los demás.
—Ya os he dicho que el faraón ha muerto —murmuró Dios.
—Sí, te oímos. Pero el cuerpo parece haber desaparecido, oh Dios. Aun así creemos lo que nos dices, pues es el gran Dios quien habla y hacemos oídos sordos a los cotilleos maliciosos.
Los sacerdotes siguieron sumidos en el silencio más absoluto. Así que ahora también había cotilleos maliciosos, ¿eh? Y antes alguien ya se había referido a los rumores, ¿no? No cabía duda de que algo muy raro estaba sucediendo.
—Ha ocurrido muchas veces en el pasado —dijo la sacerdotisa como si Koomi le hubiese acabado de hacer la señal indicadora de que debía entrar en el escenario—. Cuando un reino estaba amenazado o las aguas del río no subían de nivel, el faraón intercedía ante los dioses. De hecho, era enviado a interceder ante los dioses…
El filo acerado de satisfacción que había en su voz dejaba bien claro que el billete que se le entregaba para ese viaje no incluía el regreso.
Koomi tuvo que reprimir un estremecimiento de deleite y horror. Oh, sí, aquellos sí que habían sido grandes tiempos… Muchos años antes algunos países habían llevado los experimentos en ese terreno hasta el extremo de juguetear con la idea del sacrificio real. Unos cuantos años de banquetes y de gobernar seguidos por un chop lo más tajante posible, y el monarca se esfumaba para dejar paso a una nueva administración.
—En un momento de crisis incluso es posible encargar la intercesión a un ministro o a alguien que ocupe una posición de alto rango dentro del estado —dijo la sacerdotisa de Sarduk.
Dios alzó la cabeza. Su expresión reflejaba la agonía de sus tendones.
—Comprendo —dijo—. ¿Y quién sería el próximo gran sacerdote?
—Los dioses escogerían —dijo Koomi.
—Oh, sí, estoy seguro de que lo harían —murmuró Dios con amargura—. Pero tengo algunas dudas acerca de si sabrían escoger con sabiduría.
—Los muertos pueden hablar con los dioses en el Otro Mundo —dijo la sacerdotisa.
—Pero ahora todos los dioses están aquí —dijo Dios.
Estaba luchando con el terrible palpitar de sus piernas, las cuales no paraban de insistir en que deberían estar moviéndose por el pasillo central a fin de supervisar el Rito del Cielo Bajo. Su cuerpo exigía el alivio que sólo podía encontrar al otro lado del río. Y cuando hubiera cruzado el río no volvería jamás… pero siempre decía eso, claro.
—En ausencia del faraón el gran sacerdote debe asumir sus deberes. ¿No es así, Dios? —preguntó Koomi.
Era cierto. Estaba escrito. En cuanto algo quedaba escrito ya no podías alterarlo. Dios mismo lo había escrito, aunque ya hacía mucho tiempo de eso.
Dios inclinó la cabeza. Esto era peor que la fontanería, esto era peor que cualquier catástrofe moderna. Y pese a ello… pese a ello… cruzar el río…
—Muy bien —dijo—. Tengo una última petición que hacer.
—¿Sí?
La voz de Koomi había adquirido repentinamente un timbre que la hacía mucho más fácil de oír. Ya era la voz de un gran sacerdote.
—Deseo ser enterrado en… —empezó a decir Dios.
El murmullo de los sacerdotes que podían contemplar el otro lado del río le impidió terminar la frase.
Todos los ojos se volvieron hacia la lejana mancha de tinta que era la orilla.
Las legiones de los monarcas de Djelibeibi se habían puesto en movimiento.
Avanzaban tambaleándose y tropezando, pero cubrían terreno con mucha rapidez. Había pelotones, batallones enteros de momias. Ya no necesitaban el mazo de Gern.
—Debe de ser cosa del adobo —dijo el faraón mientras observaba cómo las manos vendadas de media docena de antepasados arrancaban un sello incrustado en la piedra—. Te hace más correoso.
Algunos de los antepasados más viejos se dejaban llevar por el entusiasmo y atacaban las mismísimas pirámides con tanto vigor que lograban mover bloques de piedra más altos que ellos. El faraón no les culpaba. Qué terrible era estar muerto y saber que lo estabas, y que pasarías toda le eternidad encerrado en las tinieblas…
«Nunca me meterán dentro de una de esas cosas», se prometió.
La marea de las momias llegó a otra pirámide. La pirámide era una estructura pequeña, oscura y no muy alta, medio enterrada en las dunas de arena acumulada por el viento, y los peñascos de bordes toscamente redondeados que la formaban apenas si habían conocido las manos de los canteros. Estaba claro que había sido edificada mucho antes de que el Reino dominara el arte de construir pirámides, y más que una pirámide parecía un montón de rocas.
Tallados sobre el umbral se veían los jeroglíficos angulosos y profundos del Reino Primordial: Khuft me mandó erigir. La primera.
Varios antepasados fueron hacia ella.
—Oh, oh —dijo el faraón—. Quizá estemos yendo demasiado lejos.
—La Primera… —murmuró Dil—. La Primera de todo el Reino… Antes de que se construyera no había nadie; sólo hipopótamos y cocodrilos. Setenta siglos nos contemplan desde el interior de esa pirámide. Es más vieja que cualquier…
—Sí, sí, de acuerdo —le interrumpió Teppicamón—. No creo que haya ninguna razón para ponerse lírico, ¿entendido? Fue un hombre, igual que todos nosotros.
—Y Khuft el camellero contempló el valle… —empezó a salmodiar Dil.
—Et tras llevar siete milenarios de años dentro cierto estoy de que apetecerale volver a contemplarlo, et mucho —dijo secamente Eskh-aler-atep.
—Aun así… —murmuró el faraón—. No sé, me parece un poco…
—Toda la caravedalia igual est —dijo Eskh-aler-atep—. Tú, zagal. Llámale et despabílale.
—¿Quién, yo? —balbuceó Gern—. Pero él fue el Pri…
—Sí, sí, ya hemos hablado de todo eso —le cortó Teppicamón—. Vamos, hazlo. Todo el mundo se está impacientando, y supongo que él también.
Gern puso los ojos en blanco y levantó el mazo. Se disponía a hacerlo caer sobre el sello con un silbido cuando Dil echó a correr hacia adelante haciendo que Gern bailoteara locamente sobre sus pies para no enterrar el mazo en la cabeza de su maestro gremial. Gern logró salir vencedor de su lucha contra la inercia, pero el esfuerzo estuvo a punto de tener graves consecuencias para su ingle.
—¡Está abierta! —exclamó Dil—. ¡Mirad! ¡El sello gira a un lado con solo tocarlo!
—¿Acaso pretendieres decirnos por ventura que non se halla en su morada?
Teppicamón dio un paso tambaleante hacia adelante, se agarró a la puerta de la pirámide y descubrió que no costaba nada moverla. Después examinó la piedra que había debajo. Estaba medio cubierta de polvo y arena, pero no cabía duda de que alguien se había ocupado de mantener despejado un camino que conducía hasta el interior de la pirámide. Y la piedra estaba muy desgastada, como si hubiera soportado el roce de muchos pies…