Lo que no había esperado era encontrarse con una neblina fría y húmeda.
La ciencia actual sabe que existen muchas más dimensiones que las cuatro clásicas. Los científicos afirman que lo normal es que esas dimensiones no tengan ningún contacto con el mundo porque las dimensiones extra son muy pequeñas y se curvan sobre sí mismas, y el hecho de que la realidad sea fractal hace que la mayor parte de ella esté cómoda y a buen recaudo dentro de sí misma. Eso significa que el universo está tan lleno de maravillas que ya podemos irnos despidiendo de la esperanza de comprenderlas todas o, más probablemente, que los científicos se van inventando las respuestas a medida que se les plantean nuevas preguntas.
Pero el multiverso está repleto de dimensioncitas, los pequeños parques de juegos de la creación donde los seres de la imaginación pueden divertirse sin ser atropellados por la parte más seria de la realidad. A veces se meten por los agujeros de la realidad y entran en contacto con este universo dando origen a los mitos, las leyendas y las acusaciones de Embriaguez y Conducta Desordenada.
Y un error de cálculo de lo más trivial había hecho que Maldito Bastardo entrara al trote en una de esas dimensioncitas.
La leyenda casi había dado en el blanco. La Esfinge rondaba por las fronteras del reino. El único problema era que la leyenda no había sido muy precisa a la hora de definir de qué fronteras hablaba.
La Esfinge es una criatura irreal, y existe únicamente porque ha sido imaginada. Es bien sabido que en un cosmos infinito todo aquello que pueda ser imaginado tiene que existir en algún sitio, y como una gran parte de los frutos de la imaginación son criaturas que no deberían estar presentes en un marco espacio-temporal mínimamente bien ordenado acaban viéndose empujadas a una dimensión colateral. Este hecho quizá explique el mal genio crónico que aqueja a la Esfinge, aunque naturalmente cualquier criatura que tenga cuerpo de león, pechos de mujer y alas de águila es propensa a sufrir serias crisis de identidad y no necesita mucho para enfadarse.
Ésa era la razón de que la Esfinge hubiera decidido inventar el Acertijo.
A esas alturas el Acertijo ya había demostrado su utilidad en varias dimensiones, y le había proporcionado considerable diversión e innumerables cenas.
Mientras guiaba a Maldito Bastardo por entre los remolinos de niebla Teppic no sabía nada de todo aquello, pero los huesos que crujían bajo las patas del camello bastaron para que se hiciera una idea general de la situación.
Un montón de personas habían muerto allí, y parecía razonable suponer que los añadidos más recientes a la alfombra de huesos habían visto los restos de sus predecesores antes de perecer y habían decidido moverse con la máxima cautela posible. No parecía haberles servido de nada.
Así pues, moverse con sigilo no tenía ningún sentido, y además algunas de las rocas que asomaban de la neblina poseían formas realmente inquietantes. Por ejemplo, aquella de ahí era idéntica a una…
—Alto —dijo la Esfinge.
El silencio que siguió a esa orden fue absoluto, dejando aparte el perezoso gotear de la neblina y algún que otro sonido de aspiración producido por Maldito Bastardo cuando intentaba extraer humedad de la atmósfera.
—Eres una esfinge —dijo Teppic.
—Soy la Esfinge —le corrigió la Esfinge.
—Caray. En casa tenemos montones de estatuas tuyas. —Teppic alzó la mirada, se estremeció y siguió alzándola un poquito más—. Siempre te había imaginado más pequeña —añadió.
—Acurrúcate y tiembla, mortal —dijo la Esfinge—, pues te hallas en presencia de la más terrible sabiduría que tu pobre mente puede concebir. —Parpadeó—. Y esas estatuas de las que hablas… ¿Se me parecen?
—Oh, no te hacen justicia —dijo Teppic, y era sincero.
—¿De veras lo crees? Sí, casi siempre tienen problemas con la nariz —dijo la Esfinge—. Me han asegurado que mi mejor perfil es el derecho y…
La Esfinge se dio cuenta de que se estaba desviando del tema y dejó escapar una tosecilla muy seca.
—No podrás seguir adelante a menos que respondas a mi acertijo, oh mortal —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Teppic.
—¿Qué?
La Esfinge puso cara de sorpresa y parpadeó. No la habían diseñado para aquel tipo de cosas.
—¿Por qué? ¿Por qué? Pues porque… Eh… Porque… espera un momento… sí, claro, porque si no respondes a mi acertijo te arrancaré la cabeza de un mordisco y me la comeré. Sí, me parece que es por eso.
—De acuerdo —dijo Teppic—. Bueno, pues entonces oigamos el acertijo.
La Esfinge se aclaró la garganta con un estruendoso carraspeo casi idéntico al que produciría un camión vacío despeñándose por una cantera.
—¿Qué es lo que se mueve sobre cuatro piernas por la mañana, sobre dos al mediodía y sobre tres al anochecer? —preguntó con un molesto tonillo de suficiencia.
Teppic meditó en el acertijo.
—Es difícil, ¿eh? —dijo por fin.
—Es el más difícil de todos los acertijos que han existido y existirán —dijo la Esfinge.
—Hum.
—Nunca podrás dar con la respuesta.
—Ah —dijo Teppic.
—Oye, ¿te importaría ir quitándote la ropa mientras piensas? Me molesta mucho que se me queden hilos entre los dientes.
—¿No habrá alguna clase de animal al que le vuelven a crecer las piernas que ha…?
—Frío, frío y casi congelado —dijo la Esfinge empezando a sacar las garras.
—Oh.
—No tienes ni la más mínima idea, ¿verdad?
—Sigo pensando —replicó Teppic.
—Nunca lo adivinarás.
—Tienes razón.
Teppic contempló las garras de la Esfinge. «No es un animal acostumbrado a combatir —se dijo intentando tranquilizarse—. Basta con mirarla para ver que está demasiado dotada… Además, aun suponiendo que tenga el cerebro suficiente para saber lo que se hace estoy seguro de que esos pechos deben estorbar muchísimo en un cuerpo a cuerpo.»
—La respuesta es «El Hombre» —dijo la Esfinge—. Y ahora te ruego que no opongas resistencia, ¿de acuerdo? La agitación y el nerviosismo hacen que la sangre se sature de sustancias químicas que saben a rayos.
Teppic saltó hacia atrás con el tiempo justo de esquivar el zarpazo que pretendía partirle en dos.
—Espera, espera —dijo Teppic—. ¿Qué quieres decir con eso de «El Hombre»?
—Es muy sencillo —replicó la Esfinge—. El bebé gatea por la mañana, se sostiene sobre dos piernas al mediodía y al atardecer el anciano camina apoyándose en un bastón. Astuto, ¿verdad?
Teppic se mordió el labio inferior.
—Oye, ¿estás segura de que hablamos de un día? —preguntó con voz dubitativa.
El silencio que siguió a sus palabras resultó tan largo como embarazoso.
—Es un… ¿Cómo se llama eso? Ah, sí, una figura retórica —dijo por fin la Esfinge en un tono bastante irritado, y le lanzó otro zarpazo.
—No, no, espera un momento —dijo Teppic después de esquivarlo—. Me gustaría que fuéramos lo más claros posible con respecto a este asunto, ¿de acuerdo? Quiero decir que… Bueno, es lo justo, ¿no te parece?
—Al acertijo no le pasa nada malo —dijo la Esfinge—. Es un acertijo condenadamente bueno, ¿entendido? Llevo usando ese acertijo desde hace cincuenta años, y me ha funcionado tanto de esfinge como de cachorrita. —Pensó en lo que acababa de decir—. Perdón, de polluela —se corrigió.
—Oh, sí, es un acertijo magnífico —dijo Teppic intentando calmarla—. Es muy profundo y… eh… muy conmovedor. Toda la condición humana resumida en unas cuantas palabras. Pero tienes que admitir que todo eso que has dicho no le ocurre a un individuo en un solo día, ¿verdad?
—Bueno… No —admitió la Esfinge—. Pero creo que eso resulta evidente con sólo fijarse un poquito en el contexto, ¿verdad? Todos los acertijos contienen un elemento de analogía dramática —añadió.
A juzgar por su expresión había oído aquella frase hacía mucho tiempo y estaba claro que le había gustado, aunque no lo suficiente para impedirle utilizar como cena al que la había pronunciado.
—Sí, pero… —Teppic se acuclilló delante de la Esfinge y alisó una pequeña extensión de arena con la mano—. En fin, lo que yo me pregunto es si la metáfora posee consistencia interna o no. Supongamos que el promedio de vida es de setenta años, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo la Esfinge en el tono inseguro de alguien que ha dejado entrar a un vendedor ambulante y empieza a contemplar y lamentar la perspectiva inexorable de un futuro en el que acabará suscribiendo un seguro de vida.
—De acuerdo. Bien, veamos… Así pues, el mediodía llegaría sobre los treinta y cinco años, ¿verdad? Bueno, si consideramos que casi todos los bebés dan sus primeros pasos al cumplir el año, la referencia a las cuatro patas me parece realmente muy poco adecuada, ¿no? Según tu analogía… —Hizo unos cuantos cálculos con un fémur que el destino había tenido la amabilidad de poner a su lado—. Si empezamos a contar partiendo de las cero horas ese hombre metafórico de tu acertijo sólo pasaría unos diez minutos a cuatro patas… media hora como mucho. ¿Tengo razón o no tengo razón? Vamos, sé justa y admítelo.
—Bueno… —murmuró la Esfinge.
—Y si seguimos con los cálculos a las seis de la tarde no usarías un bastón porque sólo tendrías… eh… cincuenta y dos años —dijo Teppic garabateando furiosamente en la arena—. De hecho ni tan siquiera pensarías en ningún tipo de ayuda locomotriz hasta… hasta las nueve y media por lo menos. Eso suponiendo que toda la vida de ese hombre metafórico del que estamos hablando se desarrollara en un día, y creo que ya he dejado bien claro lo rídicula que resulta semejante presuposición. Lo siento. A primera vista todo parece estar bien, pero… Me temo que no funciona.
—Bueno —dijo la Esfinge, ahora con bastante más irritación que antes—, pues me parece que no puedo hacer nada al respecto. No tengo ningún otro acertijo que plantearte. Nunca había necesitado un acertijo de reserva.
—Basta con que lo alteres un poquito.
—¿Qué quieres decir?
—Haz que sea un poquito más realista.
—Hmmm. —La Esfinge se alisó la melena con una zarpa—. De acuerdo —dijo por fin, aunque no parecía muy convencida—. Supongo que podría preguntar qué es lo que camina a cuatro patas…
—Metafóricamente hablando —dijo Teppic.
—A cuatro patas, metafóricamente hablando —dijo la Esfinge—, durante unos…
—Creo que hemos quedado de acuerdo en que eran unos veinte minutos, ¿no?
—… de acuerdo, perfecto, veinte minutos por la mañana, sobre dos piernas…
—Pero creo que usar las palabras «por la mañana» es pasarse un poco —dijo Teppic—. Ha pasado muy poco desde la medianoche. Quiero decir que técnicamente es la mañana, de acuerdo, pero en un sentido muy real todavía sigue siendo anoche. ¿Qué opinas?
La Esfinge le contempló con algo muy parecido al pánico. Sus ojos estaban empezando a vidriarse.
—¿Qué opinas tú? —logró preguntar por fin.
—Veamos qué tenemos hasta el momento, ¿de acuerdo? Metafóricamente hablando, ¿qué es lo que camina a cuatro patas justo después de la medianoche, sosteniéndose sobre dos piernas durante la mayor parte del día…?
—… siempre que no sufra ningún accidente, claro —dijo la Esfinge, impulsada por un deseo francamente patético de demostrar que ella también estaba contribuyendo.
—Sí, muy bien, sosteniéndose sobre dos piernas siempre que no sufra ningún accidente y sigue así por lo menos hasta la hora de la cena, momento en el que camina con tres piernas…
—He conocido a personas que usaban dos bastones —dijo la Esfinge, cada vez más deseosa de ayudar.
—De acuerdo. A ver qué te parece esto… Momento en el que sigue caminando sobre dos piernas o con la ayuda de cualquier dispositivo protésico de su elección.
La Esfinge se lo pensó.
—S-sssí —dijo por fin con mucha seriedad—. Eso parece cubrir todas las eventualidades posibles, ¿no?
—¿Y bien? —preguntó Teppic.
—¿Y bien qué? —replicó la Esfinge.
—Bueno, ¿cuál es la respuesta?
La Esfinge le observó con expresión entre pétrea e impasible, y acabó enseñándole los colmillos.
—Oh, no —dijo—. No creas que vas a pillarme tan fácilmente, muchacho. ¿Crees que soy estúpida? Eres tú quien debe darme la respuesta.
—Oh, vaya —dijo Teppic.
—Creías que ya habías conseguido hacerme caer en la trampa, ¿eh? —dijo la Esfinge.
—Lo siento.
—Creías que podrías confundirme con toda esa palabrería tuya, ¿verdad?
La Esfinge sonrió.
—Bueno, tenía que intentarlo —dijo Teppic.
—No puedo culparte. Bien, ¿cuál es la respuesta?