Pero al parecer su concepción se había producido y Teppic no tuvo más remedio que crecer guiándose por el viejo método de la prueba y el error mientras soportaba las no muy molestas restricciones impuestas por una sucesión de preceptores. Aquella parte de su vida no fue muy divertida, pero también tuvo algunos interludios muy agradables. Los preceptores que más le gustaban eran los contratados por su padre, sobre todo los que contrató cuando estaba volando a la máxima altitud posible, y durante todo un invierno maravilloso Teppic tuvo como preceptor a un viejo cazador furtivo de ibis que se había introducido en los jardines reales siguiendo la trayectoria de una flecha perdida.
Fue una época de carreras frenéticas con pelotones enteros de soldados detrás, vagabundeos bajo la luz de la luna por las calles desiertas de la necrópolis y, lo mejor de todo, de sus primeras experiencias con la barcaza-picadora, una invención espantosamente complicada de manejo peligrosísimo que era capaz de convertir un cenagal repleto de inocentes aves acuáticas en una cantidad de paté flotante equivalente al peso de las aves involucradas.
También tuvo a su disposición toda la biblioteca incluidos los estantes cerrados con llave —cuando hacía mal tiempo el furtivo tenía que asegurarse el sustento dedicándose a otras actividades—, y Teppic pasó muchas horas de silencio y recogimiento estudiando lo que contenían. Acabó particularmente encariñado con El palacio secreto, Traducido del Fhranciano por Un Caballero, con Láminas Coloreadas a Mano en una Edición Estrictamente Limitada para Expertos y Eruditos. Las revelaciones del libro le dejaron un poco perplejo, pero su lectura le resultó muy instructiva, y cuando un joven preceptor un tanto rarito contratado por los sacerdotes intentó instruirle en ciertas técnicas atléticas que habían hecho furor en la Pseudópolis de la época clásica, Teppic examinó sus sugerencias durante algún tiempo y acabó dejándole sin conocimiento con un perchero.
Teppic no había sido educado. La educación se había limitado a irse posando sobre él como si fuera una capa de caspa.
El mundo que estaba fuera de su cabeza se hallaba muy mojado. Había empezado a llover, lo cual era otra experiencia nueva. Teppic había oído hablar de aquello, naturalmente, y sabía que el agua puede caer del cielo en trocitos pequeños llamados «gotas». Aun así, no había esperado que hubiese tantos. En Djelibeibi no llovía nunca.
Los profesores se movían entre los chicos como pájaros negros de plumaje húmedo y un poquito desaliñados, pero Teppic no les prestaba atención. Estaba contemplando a un grupo de estudiantes veteranos situado junto a las columnas de la entrada. Los estudiantes también vestían de negro, y sus trajes ofrecían todo un muestrario de los distintos colores del negro.
Era su primera experiencia con los colores terciarios, esos colores que se hallan en el extremo más distante de la negrura y que se obtienen si desintegras la negrura con un prisma de ocho lados. Esos colores resultan prácticamente imposibles de describir en un ambiente no-mágico, pero si alguien decidiera intentarlo probablemente empezaría aconsejándote que examinaras atentamente el ala de un estornino después de haber fumado cualquier sustancia ilegal.
Los veteranos estaban inspeccionando a los recién llegados, y a juzgar por sus expresiones no les gustaban demasiado.
Teppic siguió observándoles. Aparte de los colores, lo primero que saltaba a la vista era que iban vestidos a la última moda, y en aquellos momentos la última moda sentía debilidad por los sombreros anchos, las hombreras, las cinturas estrechas y los zapatos puntiagudos. Los seguidores de aquellas tendencias indumentarias parecían clavos muy bien vestidos.
«Voy a ser como ellos —se dijo Teppic—. Pero intentaré vestir mejor…»
Se acordó de su tío Virt sentado en los peldaños que dominaban el Djel durante una de sus breves y misteriosas visitas.
—El satén, el cuero, las joyas… Olvídate de todo eso. No puedes llevar encima nada que brille, cruja o tintinee. Prescinde de todo lo que no sea terciopelo o seda cruda. Lo importante no es el número de personas que inhumes, sino el que nadie consiga inhumarte a ti.
Se había estado moviendo a una velocidad bastante temeraria, lo cual podía serle de alguna ayuda en aquellos momentos. Teppic se retorció en el aire mientras seguía cayendo hacia el vacío del callejón, extendió los brazos desesperadamente y sintió que las yemas de sus dedos rozaban una cornisa del edificio de enfrente. El contacto bastó para hacerle girar sobre sí mismo. Su cuerpo chocó con los maltrechos ladrillos de la pared con la fuerza suficiente para arrebatarle el poco aliento que le quedaba dentro de los pulmones y empezó a deslizarse por la pared…
—¡Chico!
Teppic alzó la mirada y vio a un asesino inmóvil delante de él, una silueta vestida con una túnica ceñida a la cintura mediante una faja de color púrpura. Era el primer asesino que veía, dejando aparte a Virt. No parecía mala persona. Incluso podías imaginártelo picando carne para hacer salchichas.
—¿Está hablando conmigo? —preguntó Teppic.
—Cuando hables con un profesor te pondrás en pie —dijeron los labios de aquel rostro rosado.
—Ah… ¿Lo haré?
Teppic estaba fascinado. Se preguntó qué habría que hacer para conseguir esa clase de comportamiento reflejo. Hasta aquel entonces la disciplina no había ocupado un lugar muy importante en su vida. Los preceptores intentaron inculcársela, claro, pero ver al rey posado sobre una puerta con cara de estar meditando solía ponerles tan nerviosos que se limitaban a dar la lección lo más deprisa posible y huían a encerrarse en su habitación.
—Lo haré, señor —dijo el profesor, y consultó la lista que llevaba en la mano—. Bien, chico, ¿cómo te llamas? —preguntó.
—Soy el Príncipe Pteppic del Viejo Reino, el Reino del Sol —dijo Teppic de carrerilla—. Comprendo que no estás familiarizado con la etiqueta, pero no deberías llamarme señor y cuando te dirijas a mí deberías tocar el suelo con la frente.
—Patetic, ¿no? —preguntó el profesor.
—No. Pteppic.
—Ah. Teppic… —dijo el profesor, e hizo una cruz junto a uno de los nombres de su lista mientras obsequiaba a Teppic con una gran sonrisa—. Bien, Su Majestad —añadió—, yo soy Grunworth Nivor, el preboste de tu fraternidad. Estás en la Casa de la Víbora. Que yo sepa hay por lo menos once Reinos del Sol en el Disco y antes de que termine la semana me entregarás un breve ensayo en el que se explique detalladamente todo lo referente a su situación geográfica, complexión política y capital o sede principal de gobierno, y el ensayo debe incluir una propuesta de ruta que lleve hasta el dormitorio del jefe de estado o de un alto dignatario, a tu elección. Pero en todo el mundo sólo hay una Casa de la Víbora, ¿entiendes? Buenos días, chico.
El profesor giró sobre sus talones y se dirigió hacia otro recién llegado, el cual empezó a encogerse apenas le vio acercarse.
—No es mal tipo —dijo una voz detrás de Teppic—. Y no te preocupes, en la biblioteca encontrarás todos los datos que necesitas para el trabajo. Si quieres te enseñaré dónde has de buscar. Por cierto, me llamo Broncalo.
Teppic se dio la vuelta. Quien le estaba hablando era un chico que tendría más o menos sus años y su altura, y cuyo traje negro —negro sencillo, el color reservado a los Primeros Años—, daba la impresión de haber sido colocado sobre él por etapas y estar asegurado con chinchetas. El chico le estaba ofreciendo una mano. Teppic la contempló sin mucho interés.
—¿Sí? —exclamó.
—¿Cómo te llamas, chaval?
Teppic se irguió hasta el máximo de su estatura. Estaba empezando a hartarse de aquellos tratamientos tan poco respetuosos.
—¿Chaval? ¡Te hago saber que por mis venas corre la sangre de los faraones!
Broncalo no se dejó impresionar.
—¿Quieres que siga corriendo por ellas? —preguntó mientras inclinaba la cabeza a un lado con una sonrisa casi imperceptible.
La panadería estaba al final del callejón, y algunos empleados habían salido del local para fumar un cigarrillo y escapar del calor desértico de los hornos cambiándolo por lo que casi podía llamarse frescor de las horas que preceden al amanecer. Su charla subía en espirales hacia Teppic, quien estaba oculto entre las sombras agarrándose con los dedos a un alféizar de lo más providencial mientras sus pies se movían frenéticamente intentando hallar un punto de apoyo en los ladrillos.
«No es una situación tan desesperada —se dijo—. Has salido de líos peores, ¿no? Acuérdate de la fachada encarada al cubo del palacio del Patricio el invierno pasado, por ejemplo… Todos los desagües habían reventado y las paredes se convirtieron en láminas de hielo. Esto de ahora debe de ser una magnitud 3, o una 3,2 como mucho… Tú y el viejo Bronco habéis escalado paredes peores sólo porque no os apetecía ir por la calle. Es una cuestión de perspectiva, nada más.»
Perspectiva… Miró hacia abajo y contempló veintiún metros de infinito. Bienvenido a Planilandia, amigo. «No pierdas la cabeza. Claro que si la pierdes pesarías menos y te resultaría más fácil… No, concéntrate en la pared y en seguir agarrado a ella.» Su mano derecha encontró una zona en la que el cemento se había desgastado, y sus dedos se introdujeron en ella impulsados por una orden tan débil que apenas podía considerarse como una instrucción consciente del cerebro. A esas alturas su cerebro se sentía tan frágil y amenazado que apenas conseguía interesarse por lo que estaba ocurriendo.
Teppic tragó una bocanada de aire, tensó el cuerpo y bajó una mano hacia su cinturón. Cogió una daga y la clavó entre dos ladrillos junto a él antes de que la gravedad tuviera tiempo de comprender lo que estaba pasando. Se quedó muy quieto y se entretuvo jadeando mientras esperaba a que la gravedad volviera a dejar de interesarse por él, movió el cuerpo a un lado y repitió la operación.
Un empleado de la panadería acabó de contar un chiste verde y se quitó un trocito de cemento que le había caído en la oreja. Sus compañeros se echaron a reír mientras la silueta de Teppic se recortaba bajo los rayos de la luna haciendo equilibrios sobre dos hojas de acero klatchiano y las palmas de sus manos iban subiendo lentamente hacia la ventana cuyo alféizar le había ofrecido una breve salvación.
La ventana estaba cerrada. Un golpe bastaría para abrirla, pero los postigos girarían hacia dentro más o menos en el mismo instante en que su cuerpo reaccionaría a la fuerza aplicada hacia adelante saliendo despedido hacia atrás para caer por los aires. Teppic dejó escapar un suspiro, sacó el compás con puntas de diamante de su faltriquera moviéndose con la cautelosa delicadeza de un relojero y empezó a dibujar un círculo sobre el cristal polvoriento…
—Tienes que llevarlo tú —dijo Broncalo—. Es la regla, ¿entiendes?
Teppic contempló el baúl. La idea le parecía de lo más intrigante.
—En casa tenemos personas que se encargan de ese tipo de cosas —dijo—. Eunucos y…
—Deberías haber traído uno contigo.
—Los viajes les sientan muy mal —dijo Teppic.
De hecho había rechazado tozudamente todas las sugerencias de que debía ir acompañado por un pequeño séquito, y Dios había estado de muy mal humor durante varios días. El gran sacerdote opinaba que ningún miembro del linaje real debería aventurarse por el mundo de aquella forma, pero Teppic había seguido firme en su decisión. Estaba casi seguro de que los asesinos no iban a trabajar acompañados por criadas y trompeteros, pero ahora… Bueno, quizá no hubiera sido tan mala idea. Teppic empujó el baúl para averiguar lo que pesaba, tiró de él y consiguió colocárselo sobre los hombros.
Broncalo se puso a su lado y empezaron a caminar.
—Así que tus viejos son bastante ricos, ¿eh? —preguntó Broncalo.
Teppic pensó en la pregunta.
—No, la verdad es que no lo son —dijo por fin—. Los que aún pueden moverse cultivan melones, ajos y esa clase de cosas. Ah, sí, y de vez en cuando salen a la calle y gritan «hurra».
—Oye, ¿estamos hablando de tus padres o no? —preguntó Broncalo poniendo cara de perplejidad.
—Oh… ¿Te referías a ellos? No, mi padre es faraón. Mi madre… Creo que era concubina.
—Creía que eso era una variedad de hortaliza.