La fe es una fuerza. Comparada con la gravedad es una fuerza débil, por supuesto, y cuando se trata de mover montañas la gravedad siempre acaba ganando; pero aun así existe. El Viejo Reino se había cerrado sobre sí mismo y había quedado separado del resto del universo para flotar a la deriva alejándose del consenso general de opinión que suele ser dignificado llamándolo realidad, y el poder de la fe estaba empezando a hacerse notar.
Los habitantes de Djelibeibi llevaban siete mil años creyendo en sus dioses.
Ahora sus dioses existían.
Y los habitantes del Viejo Reino no tardaron en descubrir que, por ejemplo, Vut el Dios con Cabeza de Perro del Anochecer, tiene mucho mejor aspecto pintado sobre una olla de barro que cuando sus veinte metros de altura recorren la calle gruñendo y apestando.
Dios estaba sentado en la sala del trono con la máscara dorada del Faraón encima de las rodillas y los ojos clavados en la nada. El grupo de sacerdotes inferiores apelotonado alrededor de la puerta llevaba bastante rato haciendo acopio de valor para acercarse a él, y cuando hubo acumulado las reservas suficientes se puso en movimiento avanzando hacia Dios. El estado anímico del grupo era bastante parecido al de una persona desarmada cuando se dirige hacia un león que no para de gruñir. La manifestación física de una divinidad es algo que pone nervioso a cualquiera, pero quienes peor se la toman son sus sacerdotes. Es como si estuvieras tan tranquilo en tu despacho y tu secretaria entrara corriendo de repente para anunciarte que los auditores y el inspector de Hacienda acaban de llegar.
Koomi era el único sacerdote que no había buscado el consuelo del número y se mantenía a cierta distancia de los demás. Estaba pensando. Ideas tan extrañas como originales se empujaban las unas a las otras moviéndose a lo largo de senderos neurales raramente hollados por el pensamiento y salían disparadas a toda velocidad en direcciones impensables. Koomi quería averiguar dónde iban a parar.
—Oh Dios… —murmuró el gran sacerdote de Ket, el Dios con Cabeza de Ibis de la Justicia—. ¿Cuáles son las órdenes del faraón? Los dioses caminan sobre la tierra y además se pelean y destrozan casas, oh Dios. ¿Dónde está el faraón? ¿Qué quiere que hagamos?
—Cierto es —dijo el gran sacerdote de Ascorabajo, El que Empuja la Bola del Sol—. Y verdadero —añadió, teniendo la sensación de que se esperaba algo más de él—. Vuestra Reverencia ya se habrá dado cuenta de que el sol no para de oscilar porque los Dioses del Sol están luchando unos con otros para decidir cuál se lo queda, y… —Movió nerviosamente los pies—. El gran Ascorabajo, grande y bendito sea, se ha visto obligado a efectuar una retirada estratégica y… eh… ha hecho un aterrizaje de emergencia en la aldea de Hort. Afortunadamente el impacto de su caída ha sido amortiguada por un grupo de edificios, pero…
—Y así es como debe ser —le interrumpió el gran sacerdote de Thrrp, Auriga del Sol—, pues como todos sabéis mi dios y señor es el verdadero…
No llegó a completar la frase.
Dios estaba temblando y su cuerpo oscilaba lentamente hacia adelante y hacia atrás. Sus ojos seguían clavados en la nada. Sus manos aferraban la máscara con tal fuerza que faltaba poco para que dejaran huellas dactilares sobre el oro, y sus labios se movían articulando las palabras del Ritual de la Segunda Hora —que llevaba miles de años siendo pronunciado en esos momentos del día—, pero no emitían ningún sonido.
—Creo que es el shock —dijo un sacerdote—. Ya sabéis cómo es… Nunca le han gustado mucho los imprevistos.
Los otros sacerdotes se apresuraron a demostrar que había por lo menos un tema sobre el que sí podían dar consejos.
—Traedle un vaso de agua.
—Ponedle una bolsa de papel encima de la cabeza.
—Sacrificad una gallina debajo de su nariz.
Un silbido estridente muy lejano hizo vibrar las paredes de la sala del trono, y fue seguido por el estruendo de una explosión y un siseo ahogado. Unos cuantos zarcillos de humo se infiltraron por el umbral.
Los sacerdotes corrieron hacia el balcón dejando a Dios en su enervante charco de traumas, y descubrieron que las multitudes congregadas alrededor del palacio estaban observando el cielo.
—Parece que Thrrp no lo ha conseguido y que Jeht, Barquero del Orbe Solar, le ha sorprendido con una llave no reglamentaria —dijo el gran sacerdote de Cephut, Dios de la Cubertería, quien no se sentía demasiado involucrado en los problemas actuales y era capaz de contemplarlos con más tranquilidad y una cierta perspectiva.
Hubo un zumbido lejano como si varios billones de tábanos hubieran sucumbido al pánico en el mismo instante y emprendieran el vuelo de repente, y una inmensa silueta oscura pasó a toda velocidad por encima del palacio.
—Pero… —siguió diciendo el sacerdote de Cephut—, Ascorabajo ya se ha recuperado… sí, está ganando altura… Jeht todavía no le ha visto, está avanzando confiadamente hacia el meridiano y… ¡y aquí viene Sessifet, Diosa del Atardecer! ¡Esto es una auténtica sorpresa! ¡Sí, menuda sorpresa! Sessifet es una diosa muy joven que aún no ha conseguido hacerse un hueco en el firmamento pero qué gran promesa, sí, la cosa está que arde, eunucos y caballeros, es realmente asombroso y… Sí… ¡Ascorabajo lo ha conseguido! ¡Lo tiene, lo tiene y avanza…!
Las sombras bailotearon y giraron locamente sobre las piedras del balcón.
—… y… Un momento… ¿Qué es esto? Son los dioses primigenios, no hay otra palabra con la que definirlos, y… ¡Están cooperando contra los recién llegados! Pero Sessifet es una joven llena de recursos y está aguantando, está explotando las debilidades de la defensa y… ¡Ha logrado pasar! Y se aleja, se está alejando, Gil y Ascorabajo parecen estar luchando, Sessifet tiene todo el cielo libre y, sí, sí… ¡Sí! ¡Mediodía! ¡Ha sido mediodía! ¡Ha sido mediodiiiiiiiiiiiía!
Silencio. El sacerdote se dio cuenta de que todos los presentes le estaban mirando fijamente.
—¿Por qué estás gritando? ¿Y qué haces con ese embudo delante de la boca?
—Lo siento. Disculpad. No… no sé qué me ha pasado, no lo entiendo…
La sacerdotisa de Sarduk, Diosa de la Caverna, le lanzó una mirada desdeñosa y soltó un bufido.
—Suponed que se les cae —dijo secamente.
—Pero… Pero… —El sacerdote de Cephut tragó saliva—. Eso no es posible, ¿verdad? Realmente… No es posible, ¿eh? Debemos de haber comido algo que nos ha sentado mal, o quizá hayamos estado demasiado rato al sol con la cabeza descubierta, o algo parecido. Yo… Quiero decir que… Todo el mundo sabe que los dioses no… Oh, vamos, el sol es una bola inmensa de gases llameantes, ¿no?, y se mueve alrededor del mundo cada día y, y, y los dioses… Bueno, ya sabéis que la gente necesita creer en algo y no querría que me malinterpretarais, pero…
Los pérfidos pensamientos que zumbaban dentro de su cabeza no impidieron que Koomi reaccionara una fracción de segundo antes que sus colegas.
—¡A por él, chicos! —gritó.
Cuatro sacerdotes agarraron al infortunado adorador de la cubertería por los brazos y las piernas, le acarrearon a toda velocidad hasta la barandilla del balcón y le impulsaron por encima de ésta enviándole en un arco muy elegante que terminó con un aparatoso chapoteo en las aguas fangosas del Djel.
El sacerdote de Cephut emergió unos instantes después tosiendo y escupiendo agua.
—¿Por qué habéis hecho eso? —preguntó—. Vamos, todos sabéis que tengo razón, ¿no? Ninguno de vosotros…
Las aguas del Djel se movieron perezosamente y abrieron una mandíbula. El sacerdote de Cephut se desvaneció un segundo antes de que la inmensa silueta alada de Ascorabajo zumbara amenazadoramente sobre el palacio y lo dejara atrás poniendo rumbo hacia las montañas.
Koomi se limpió la frente.
—Ha faltado un pelo… —murmuró.
Sus colegas asintieron mientras contemplaban desvanecerse las ondulaciones del agua. El cambio se había producido de una forma muy repentina, pero estaba claro que Djelibeibi ya no era un buen lugar para quienes tenían dudas. Las dudas podían hacer que tuvieras graves problemas con tus miembros, el descuartizamiento incluido entre ellos.
—Esto… —dijo un sacerdote—. Puede que Cephut no se lo tome muy bien, ¿no os parece?
—Te saludamos y te reverenciamos, oh gran Cephut —gritaron a coro todos los sacerdotes, sólo por si acaso.
—No veo por qué —gruñó un sacerdote ya muy mayor que estaba pegado a una columna—. Ese condenado artista del cuchillo y el tenedor nunca ha…
Sus colegas le agarraron sin darle tiempo a que terminara de refunfuñar y le arrojaron al río.
—Te saludamos y te reve…
El coro de sacerdotes enmudeció a mitad del saludo ritual.
—¿De quién era gran sacerdote? —preguntó uno de ellos.
—¿No era…? ¿Bunu, el Dios con Cabeza de Chivo de los Chivos? Era ése, ¿no?
—Te saludamos y te reverenciamos, oh gran Bunu… probablemente —entonaron a coro mientras los cocodrilos sagrados se lanzaban hacia su nuevo objetivo como una flotilla de submarinos escamosos.
Koomi alzó las manos en un gesto implorante. Se ha dicho que cada momento hace aparecer al hombre más adecuado para la situación. Koomi es la clase de hombre que aparece en las horas más desagradables y tortuosas, y el cerebro que había debajo de su calva estaba empezando a desplegar ciertas conclusiones que se movían como cosas que hubieran pasado años atrapadas debajo de las piedras. Koomi aún no estaba muy seguro de qué eran, pero los temas predominantes eran los dioses, la nueva era que se aproximaba, la necesidad de que una mano firme empuñara el timón y, posiblemente, la inserción de Dios en el estómago del cocodrilo más próximo. La mera idea bastó para que se sintiera invadido por el deleite incontenible de lo prohibido.
—¡Hermanos! —exclamó.
—Disculpa, pero… —dijo la sacerdotisa de Sarduk.
—¡Y hermana!
—Muchísimas gracias.
—¡Regocijémonos!
Nadie abrió la boca. El enfoque era tan radical y nuevo que se les había pasado totalmente por alto. Koomi contempló los rostros vueltos hacia él, y sintió una excitación tan intensa que jamás la habría imaginado posible. Sus colegas estaban aterrorizados, y esperaban que él —¡nada menos que él, Koomi!— les dijera lo que tenían que hacer.
—¡Cierto es! —exclamó—. Cierto y verdadero es que la hora de los dioses…
—… y las diosas…
—Sí, y de las diosas, está a punto de sonar. Eh…
¿Qué diría a continuación? Ése era el problema. ¿Qué podía decirles? Y de repente Koomi comprendió que no importaba. Podía decir cualquier cosa siempre que diera la impresión de estar lo bastante seguro de sí mismo. El viejo Dios siempre les había empujado, pero nunca había intentado ponerse al frente de ellos y dirigirles. Sin él los sacerdotes iban dando tumbos de un lado a otro como un rebaño de ovejas que han perdido al pastor.
—Así pues, hermanos… y hermana, naturalmente… hemos de preguntarnos… hemos de preguntarnos… eh… sí… —Ya lo tenía. La nueva confianza en sí mismo que le invadió hizo que su voz perdiera el tono vacilante del comienzo—. Sí, hemos de preguntarnos cuál es la razón de que los dioses y las diosas estén entre nosotros. Y no me cabe duda de que si están aquí es porque no hemos sido lo bastante asiduos y devotos en nuestra adoración y porque… eh… nos hemos dejado dominar por la concupiscencia y nos hemos prosternado ante ídolos litografiados.
Los sacerdotes intercambiaron miradas entre perplejas y preocupadas. ¿Eso habían hecho? Y, pensándolo bien, ¿cómo te las arreglabas para hacer algo así?
—Y… Sí, ¿y qué pasa con los sacrificios? Hubo un tiempo en el que un sacrificio era un sacrificio, no esas tonterías con gallinas y flores de ahora.
La última frase provocó unas cuantas toses entre la audiencia sacerdotal.
—Perdona, pero… ¿Estamos hablando de doncellas? —preguntó un sacerdote con voz vacilante.
—Ejem…
—Y también de jóvenes faltos de experiencia, evidentemente —se apresuró a añadir el sacerdote que había hecho la pregunta.
Sarduk era una de las diosas más antiguas, y sus adoradoras se reunían en bosquecillos sagrados donde hacían cosas francamente desagradables. La mera idea de Sarduk vagabundeando por el país con sangre hasta los codos bastaba para erizar los pelos de cualquiera.
El corazón de Koomi estaba latiendo a toda velocidad.