Teppic lanzó un gruñido. El martillo del calor estaba empeñado en aplanar el desierto, pero Teppic decidió salir de la sombra y empezó a moverse por entre las rocas como si fuera posible que novecientos kilómetros cuadrados de tierra estuvieran escondidos detrás de un arbusto o debajo de un guijarro.
Descubrió que el camino bajaba por entre los riscos, pero volvía a subir casi inmediatamente y seguía avanzando por encima de las dunas hasta llevar a lo que estaba claro era Espadarta. Teppic reconoció una esfinge erosionada por los vientos que había sido colocada allí para indicar la posición de la frontera. La leyenda afirmaba que cuando la nación estaba metida en un lío realmente serio la esfinge patrullaba a lo largo de la frontera, aunque no estaba muy segura del porqué lo hacía.
Teppic sabía que el galope del camello les había llevado hasta Efebas. Ahora tendría que estar contemplando toda la extensión del Djel, ese fértil valle salpicado de pirámides que se interponía entre los dos países.
Ya llevaba una hora buscándolo.
Era inexplicable. Era increíble. Y, aparte de eso, también era extremadamente embarazoso.
Teppic se hizo sombra en los ojos con una mano y echó el vistazo número mil al paisaje silencioso que se cocía bajo el sol. Y movió la cabeza. Y vio Djelibeibi.
La tierra en que había nacido ocupó todo su campo visual durante un momento. Teppic movió la cabeza rápidamente y volvió a verla, un fugaz destello de colores nebulosos que se desvaneció apenas empezó a concentrar su atención en él.
Ptraci sacó la cabeza de la sombra unos minutos después y le vio a cuatro patas en el suelo. Teppic empezó a levantar guijarros, y Ptraci decidió que ya llevaba demasiado rato al sol.
Fue hacia él y le puso la mano en el hombro, pero Teppic se la apartó e hizo una mueca de impaciencia.
—¡Lo he encontrado!
Sacó un cuchillo de su bota y empezó a pinchar las piedras con la punta.
—¿Dónde?
—¡Aquí!
Ptraci puso una mano llena de anillos en su frente.
—Oh, sí —dijo—. Comprendo. Claro. Estupendo. Bueno, creo que será mejor que te acuestes un ratito a la sombra y descanses, ¿no te parece?
—¡No, de veras! ¡Está aquí! ¡Mira!
Ptraci decidió seguirle la corriente. Se acuclilló y clavó los ojos en una roca.
—Hay una grieta —dijo pasados unos momentos, no muy segura de lo que podía significar el que hubiera una grieta.
—Fíjate bien en ella, ¿quieres? Tienes que volver la cabeza y… No sé cómo expresarlo. Hay que mirar por el rabillo del ojo, ¿entiendes?
La punta del cuchillo de Teppic entró en la grieta, una hendidura tan pequeña que apenas llegaba a ser una línea casi invisible sobre la roca.
—Vaya, sí que entra… —dijo Ptraci contemplando el suelo ardiente que pisaban.
—Desde la Segunda catarata hasta el Delta —dijo Teppic—. Taparte un ojo ayuda bastante. Por favor, inténtalo… ¡Oh, por favor!
Ptraci alzó una mano vacilante hasta taparse un ojo y contempló obedientemente la roca con el otro.
—No sirve de nada —dijo al cabo de unos instantes—. No puedo… veeeeeeer…
Permaneció totalmente inmóvil durante un momento y se arrojó de lado sobre las rocas. Teppic dejó de intentar meter el cuchillo en la grieta y reptó hacia ella.
—¡Estaba justo al borde! —gimoteó Ptraci.
—¿Lo has visto? —preguntó Teppic en un tono impregnado de esperanza.
Ptraci asintió, se puso en pie con mucha cautela y empezó a retroceder lentamente alejándose de la roca.
—Tus ojos… ¿Tuviste la sensación de que te los estaban volviendo del revés? —preguntó Teppic.
—Sí —replicó Ptraci con voz gélida—. ¿Tendrías la bondad de devolverme mis abalorios?
—¿Qué?
—Mis abalorios. Te los metiste en ese bolsillo tan raro tuyo. Quiero que me los devuelvas.
Teppic se encogió de hombros, metió la mano en su faltriquera y hurgó dentro de ella. La mayor parte de los abalorios eran de cobre con unas cuantas incrustaciones de esmalte. El artesano había intentado conseguir algo interesante combinando trocitos de alambre retorcido con cristales multicolores, pero no había tenido mucho éxito. Ptraci se los quitó de la mano y empezó a ponérselos.
—¿Poseen algún significado esotérico? —preguntó Teppic.
—¿Qué quiere decir «esotérico»? —replicó Ptraci con expresión distraída.
—Oh. Entonces, ¿para qué los necesitas?
—Ya te lo expliqué antes. Si no los llevo encima tengo la sensación de que no estoy lo suficientemente vestida.
Teppic se encogió de hombros, y volvió a concentrar su atención en la tarea de meter el cuchillo dentro de la grieta.
—¿Por qué estás haciendo eso? —le preguntó Ptraci.
Teppic dejó de luchar con la grieta y pensó en por qué estaba haciendo aquello.
—La verdad es que no lo sé —respondió por fin—. Pero tú también viste el valle, ¿no?
—Sí.
—Bueno, ¿y…?
—¿Bueno qué?
Teppic puso los ojos en blanco.
—¿No te pareció que era un poquito… un poquito extraño? Todo un país consigue… digamos que esfumarse… resulta… ¡Maldita sea, creo que eso es algo que no se ve cada maldito día!
—¿Cómo quieres que lo sepa? Nunca había estado fuera del valle. No sé qué aspecto se supone que ha de tener desde el exterior. Y deja de maldecir, ¿quieres?
Teppic meneó la cabeza.
—Creo que voy a tumbarme un ratito a la sombra —dijo—. O a lo que queda de ella —añadió, pues los implacables rayos del sol ya estaban empezando a consumir las sombras.
Teppic fue tambaleándose hacia las rocas y miró a Ptraci en cuanto hubo llegado a ellas.
—No hay forma humana de llegar hasta el valle —logró decir por fin—. Todas esas personas…
—Vi los fuegos de las cocinas —dijo Ptraci dejándose caer junto a él.
—Es algo relacionado con la pirámide —dijo Teppic—. Antes de que saliéramos de allí tenía un aspecto muy extraño. Es cosa de magia o de geometría… una de las dos cosas. ¿Crees que hay alguna forma de volver al reino?
—No quiero volver. ¿Por qué iba a querer volver? Si vuelvo ya sabes lo que me espera, ¿no? Los cocodrilos y se acabó. Francamente, si no me ofrecen algo un poco mejor que los cocodrilos no pienso volver nunca.
—Hum. Quizá podría perdonarte o algo así… —dijo Teppic.
—Oh, claro —replicó Ptraci examinándose las uñas—. Dijiste que eras el faraón, ¿verdad?
—¡Soy el faraón! Eso que hay ahí es mi reino…—Teppic vaciló. No estaba muy seguro de cuál era la dirección que debía señalar con el dedo—. Bueno, eso que hay más o menos por ahí es mi reino. Soy su monarca, ¿entiendes?
—No tienes aspecto de ser faraón —dijo Ptraci.
—¿Por qué no?
—El faraón llevaba una máscara dorada.
—¡Y debajo estaba yo!
—Ya. Así que tú fuiste el que ordenó que me arrojaran a los cocodrilos, ¿eh?
—¡Sí! Quiero decir… ¡No! —Teppic vaciló—. Quiero decir que… Fue el faraón quien lo ordenó, no yo. Bueno, fui yo pero no era yo… Y de todas formas yo te rescaté —añadió valientemente.
—Bueno, pues ahí lo tienes. Además, si fueses el faraón también serías un dios, ¿no? Me parece que no te estás comportando de una forma muy divina.
—¿Sí? Eh… Esto…
Teppic sufrió un nuevo ataque de vacilación. Ptraci tenía una mente espantosamente literal, y eso significaba que las frases más inocentes tenían que ser examinadas muy minuciosamente antes de ser enviadas al mundo.
—Mira, lo que mejor se me da es hacer salir el sol —le explicó—. Pero aún no tengo ni idea de cómo lo consigo, y… Ah, y los ríos, claro. ¿Quieres una buena inundación? Pues en ese caso yo soy tu hombre… Tu dios, quería decir, y…
No llegó a completar la frase. Acababa de tener una idea.
—Me pregunto qué estará ocurriendo ahí dentro ahora que no estoy —dijo por fin.
Ptraci se puso en pie y empezó a caminar hacia la cañada.
—¿Adónde vas?
Ptraci se volvió hacia él.
—Bueno, señor faraón o Dios o asesino o lo que seas, ¿qué me dirías de hacer aparecer un poquito de líquido?
—Eh… Bien, si tienes la bondad de darte la vuelta…
—No estaba pensando en esa clase de líquido. Pensaba en algo de agua. Para beber, ¿entiendes? Puede que haya un río escondido dentro de esa grieta y puede que no, pero no podemos llegar hasta él, ¿verdad? Así pues, tenemos que ir a algún sitio donde haya agua y podamos llegar hasta ella. Es tan sencillo que creía que hasta un faraón podría entenderlo.
Teppic echó a correr detrás de ella y la siguió hasta la cuneta. Maldito Bastardo estaba acostado con la cabeza y el cuello pegados al suelo moviendo lentamente las orejas entre remolinos de calina mientras se distraía aplicando la Teoría de las Integrales Transitorias de Asquerosa Bestia Inmunda a una sucesión de números cisoidales que tenían un aspecto muy prometedor. Ptraci estaba tan irritada que le dio una patada.
—Entonces, ¿sabes dónde hay agua? —preguntó Teppic.
«… e/27. Once kilómetros…»
Un par de ojos ribeteados de kohl se volvieron hacia él y le observaron como si no pudiesen creer en lo que estaban viendo.
—¿Quieres decir que tú no sabes dónde hay agua? ¿Pensabas llevarme al desierto y no tienes ni la más mínima idea de dónde se puede encontrar agua?
—¡Bueno, ya que lo preguntas esperaba que podría llevarme un poco para el trayecto!
—¡Ni tan siquiera habías pensado en el agua!
—¡Oye, no puedes hablarme así! ¡Soy el faraón y…!
Teppic se calló de repente.
—Tienes toda la razón —siguió diciendo pasados unos momentos—. Ni tan siquiera había pensado en el agua. Vengo de un sitio en el que llueve a cántaros casi cada día. Lo siento.
Ptraci enarcó las cejas.
—Un-Sitio-En-El-Que-Llueve-A-Cántaros-Casi-Cada-Día… Un poco largo, ¿verdad? No, creo que no me suena. ¿Dónde queda eso?
—No, yo… Vengo de… En fin, concentrémonos en lo de la lluvia. Ya sabes qué es, ¿no? ¿Gotitas muy pequeñas que caen del cielo? ¿Eh?
—Qué idea tan ridícula. ¿Y de dónde vienes?
Teppic puso cara de sentirse bastante incómodo.
—¿Que de dónde vengo? De Ankh-Morpork. En cuanto a dónde empecé el trayecto… Aquí.
Volvió la cabeza hacia el camino. Si sabías lo que estabas buscando podías ver una grieta muy delgada que se deslizaba sobre las rocas. La grieta subía por los riscos que había a cada lado creando una nueva falla vertical con el grosor de una línea de lápiz que, casualmente, contenía un reino fluvial al completo con sus 7.000 años de historia.
Teppic había odiado cada minuto del tiempo que pasó allí. Y ahora el Djel le había echado. Y ahora el simple hecho de que no pudiera volver allí hacía que quisiera volver.
Fue hacia la piedra y se tapó un ojo. Si movías la cabeza en la dirección adecuada con mucho cuidado…
La imagen pasó velozmente por su campo visual y se esfumó. Teppic hizo unos cuantos intentos más, pero no consiguió volver a verla.
¿Y si hacía pedazos las rocas? «No —pensó—, qué idiotez… Es una línea. No puedes meterte dentro de una línea. Una línea carece de grosor. Es un hecho geométrico ampliamente conocido.»
Oyó los pasos de Ptraci a su espalda y un instante después sintió el contacto de sus manos en el cuello. Durante una fracción de segundo la mente de Teppic estuvo muy ocupada preguntándose cómo era posible que Ptraci conociera el Abrazo de la Muerte Cathártica, y un instante después los dedos empezaron a masajear suavemente sus músculos, y las rigideces se derritieron bajo aquellas expertas caricias tan deprisa como el sebo debajo de un cuchillo caliente. La tensión se fue esfumando y Teppic se estremeció.
—Qué agradable —dijo.
—Para eso nos entrenan. Tienes los tendones tan anudados que parecen una ristra de pelotas de ping-pong ensartadas en un hilo —dijo Ptraci.
Teppic lanzó un suspiro de gratitud, se fue deslizando hasta la base de uno de los peñascos que había junto al risco y dejó que el ritmo de los dedos de Ptraci fuese desenredando el amasijo de problemas de la noche.
—No sé qué hacer —murmuró—. Oh, eso es delicioso…
—Ser una buena doncella exige algo más que saber pelar uvas —dijo Ptraci—. La primera lección que aprendemos es que si tu amo acaba de volver a casa después de un día muy largo y agotador quizá no sea el momento más adecuado para proponerle la Conjunción del Zorro y el Perejil. ¿Y quién dice que tengas que hacer algo?
—Me siento responsable.
Teppic cambió poco a poco de posición moviéndose tan perezosamente como un gato.
—¿Sabes si hay dúlcemeles por aquí? Si hubiera uno cerca podría tocar algo suave que te ayudaría a relajarte —dijo Ptraci—. Todavía no he terminado el Libro I, pero ya he llegado a «La merienda de los duendes».