—Está empezando a ocurrir de nuevo, ¿verdad? —preguntó Ptraci—. Voy a cerrar los ojos.
Teppic asintió. Las casas de ladrillos calientes como hogueras que se extendían a su alrededor estaban volviendo a iniciar su movimiento a cámara lenta estilo cámara de los espejos, y el camino subía y bajaba de una forma que ningún terreno mínimamente sólido tenía derecho a utilizar.
—Es como el mar… —dijo Teppic—. ¡Eh! ¡Oh! —añadió.
Maldito Bastardo acababa de dejar atrás un bache.
—Pues yo no estoy mareada —replicó Ptraci con mucha firmeza.
—No, me refería al mar. El océano. Ya sabes, las olas y todo lo demás.
—He oído hablar de eso. ¿Nos persiguen?
Teppic giró sobre la silla de montar.
—No que yo pueda ver —dijo—. Parece como si…
Su posición actual le permitía ver la larga estructura achatada del palacio, el río y la Gran Pirámide que se alzaba en la otra orilla. La tumba quedaba casi oculta por una masa de nubes oscuras, pero lo que podía ver de ella tenía un aspecto decididamente extraño. Teppic sabía que. la Gran Pirámide sólo tenía cuatro caras, y podía verle las ocho.
La Gran Pirámide parecía haber decidido alternar la nitidez con el volverse borrosa, y los instintos de Teppic le advirtieron de que esa clase de decisiones siempre resultaban muy peligrosas, especialmente cuando eran tomadas por varios millones de toneladas de roca. Sintió un impulso apremiante de estar lo más lejos posible de la pirámide. Incluso una criatura con tan poco cerebro como el camello parecía haber tenido la misma idea que él.
Maldito Bastardo estaba pensando.
«Delta al cuadrado. Así pues la presión dimensional k producirá una transformación de noventa grados en Chi(16/x/pu)t en un fardo K de cualquiera de las tres invariables que se tomen. O cuatro minutos, más menos diez segundos…»
El camello inclinó la cabeza y contempló las cuatro almohadillas peludas en que terminaban sus patas.
«Supongamos que la velocidad es igual a galope…»
—¿Cómo has conseguido que hiciera eso? —preguntó Teppic.
—¡No he sido yo! ¡Lo está haciendo él solo! ¡Agárrate!
No resultaba nada fácil. Teppic había ensillado el camello, pero no le había puesto el arnés. Ptraci tenía a su alcance varios puñados de pelo de camello a los que agarrarse, pero Teppic sólo disponía de unos cuantos puñados de Ptraci. No importaba dónde intentara poner las manos: sólo encontraban carne caliente y perfumada que cedía agradablemente bajo sus dedos. Nada de lo que había aprendido durante sus estudios le había preparado para aquello, pero estaba claro que toda la educación de Ptraci había tenido como objetivo prepararla para situaciones semejantes. Su larga cabellera azotaba el rostro de Teppic y le envolvía en el aura irresistible y fascinadora de su perfume.[21]
—¿Estás bien? —gritó Teppic intentando hacerse oír por encima del viento.
—¡Me agarro con las rodillas!
—¡Eso debe de resultar muy difícil!
—¡Te dan clases especiales!
Los camellos galopan lanzando sus patas lo más lejos posible del cuerpo y corriendo como locos después para atraparlas. Maldito Bastardo ascendió por el camino serpenteante que salía del valle con las articulaciones de las patas haciendo un ruido muy curioso y bastante parecido al que habrían producido unas castañuelas que llevaran un par de días metidas dentro de la nevera, y bajó a toda velocidad por la cañada que terminaba en el desierto. Los riscos de caliza de la cañada iban quedando atrás.
Y detrás de ellos la Gran Pirámide sufría los tormentos inconmensurables de la inexorable marea geométrica que le impedía desprenderse de su carga de Tiempo, y aullaba. La gigantesca estructura fue separando su base del suelo, deslizó su inmensa masa por los aires con un movimiento tan imparable como el de un objeto imparable, giró sobre sí misma noventa grados exactos e hizo algo inconcebiblemente feo con la textura del tiempo y el espacio.
Maldito Bastardo avanzaba por la cañada con el cuello extendido al máximo y las imponentes fosas nasales tan dilatadas como las entradas de aire de un motor a reacción.
—¡Está aterrorizado! —chilló Ptraci—. ¡Los animales siempre presienten cuándo van a ocurrir esta clase de cosas!
—¿A qué clase de cosas te refieres?
—¡A los incendios forestales y cosas así!
—¡Pero si aquí no hay árboles!
—Bueno, las inundaciones y… ¡Esas cosas! ¡Tienen un extraño instinto natural que les advierte!
«… Pi 1700[u/v]. E/v lateral. Igual a una rebanada de entre siete y doce…»
El sonido les alcanzó. Era tan silencioso como el de un reloj hecho de dientes de león dando la medianoche, pero poseía presión. El sonido rodó sobre ellos en una marea tan asfixiante como el terciopelo y tan repugnante como un pastel relleno de carne pasada que hubiera recibido unos cuantos golpes.
Y desapareció.
Maldito Bastardo redujo la velocidad gradualmente hasta ponerse al paso, un procedimiento muy complicado que exigía dar instrucciones increíblemente precisas a cada pata por separado.
Hubo una indefinible sensación de alivio y de tensión que se iba disipando.
Maldito Bastardo se detuvo. La claridad que precede al amanecer le permitió localizar un matojo de sifacias espinosas que crecía en un grupo de rocas junto al camino.
«… ángulo izquierdo. X igual a 37. Y igual a 19. Z igual a 43. Mordisco…»
La paz descendió sobre ellos. El silencio era absoluto, dejando aparte los eructos que viajaban por el conducto digestivo del camello y el ulular distante de un búho del desierto.
Ptraci bajó de la grupa y aterrizó torpemente sobre la arena.
—Mi trasero se ha convertido en una ampolla gigante —anunció dirigiéndose al desierto en general.
Teppic bajó de un salto y medio corrió, medio se tambaleó por la pequeña pendiente que había junto al camino, llegó al final y corrió sobre la meseta de caliza agrietada hasta que pudo echar un buen vistazo al valle.
El valle ya no estaba allí.
Dil el maestro embalsamador despertó. Aún estaba oscuro y su cuerpo vibraba con la sensación cosquilleante de que algo iba mal. Salió de la cama, se vistió apresuradamente y apartó la cortina que cumplía las funciones de puerta.
Y se encontró con una noche tan hermosa y negra como el terciopelo negro. El cántico de los insectos no lograba tapar del todo otro sonido, un débil ruido a fritura o chisporroteo tan débil que casi se hallaba en los límites de la audición.
Quizá era lo que le había despertado.
El aire estaba caliente y saturado de humedad. Hilillos de neblina brotaban del río y…
Las pirámides no estaban descargando energía.
Dil había crecido en aquella casa. La casa era propiedad de la familia de maestros embalsamadores desde hacía miles de años, y Dil había visto arder a las pirámides con tanta frecuencia que ya no se fijaba en las llamas, de la misma forma que tampoco era consciente de su propia respiración. Pero ahora las pirámides estaban oscuras y silenciosas, y el silencio gritaba, y la oscuridad tenía mil ojos que se clavaban en ti.
Pero eso no era lo peor. Sus aterrorizadas pupilas fueron subiendo hacia el cielo vacío que se extendía por encima de la necrópolis, vieron las estrellas y aquello a lo que estaban pegadas.
Dil estaba aterrado, y cuando tuvo tiempo de pensar en todo aquello con un poco más de calma se avergonzó de sí mismo. «Después de todo —pensó—, es justo lo que siempre nos habían dicho que estaba allí. Todo encaja. Lo único que ocurre es que lo estoy viendo bien por primera vez, nada más…»
Dil se preguntó si aquellos razonamientos le hacían sentirse un poco mejor.
«No», se respondió.
Giró sobre sí mismo y echó a correr por la calle con las sandalias golpeando ruidosamente las plantas de sus pies hasta llegar a la casa que albergaba a Gern y su numerosa familia. Arrancó por la fuerza al aprendiz de embalsamador de la esterilla de dormir comunal sin hacer ningún caso de sus protestas, le llevó a rastras hasta la calle y le hizo levantar el rostro hacia el cielo.
—¡Dime qué ves! —siseó.
Gern entrecerró los ojos para ver mejor.
—Puedo ver las estrellas, maese Dil —dijo.
—¿Y dónde están las estrellas, chico?
Gern se relajó un poquito.
—Oh, es una pregunta muy fácil de responder, maese Dil. Todo el mundo sabe que las estrellas están incrustadas en el cuerpo de la diosa Nept, que se arquea sobre nosotros apoyándose en… Oh, infiernos.
—¿Tú también puedes verla?
—Oh, mami —murmuró Gern, y se fue doblando lentamente sobre sí mismo hasta quedar arrodillado en el suelo.
Dil asintió. El maestro embalsamador siempre había sido un hombre devoto. Saber que los dioses estaban allí te ayudaba a soportar los pequeños problemas cotidianos. Lo terrible era darse cuenta de que ahora estaban aquí.
Porque lo que se arqueaba en el cielo era el cuerpo de una mujer de piel levemente azulada sobre el que la acuosa luz de las estrellas creaba débiles juegos de luces y sombras.
La mujer era enorme. Sus estadísticas entraban en la categoría de lo interestelar. La sombra que se extendía entre sus pechos galácticos era una nebulosa oscura, la curva de su estómago una gigantesca extensión de gas resplandeciente, su ombligo la negra incandescencia burbujeante dentro de la que nacen las estrellas. No estaba sosteniendo el cielo. La mujer era el cielo.
Los ojos de aquel inmenso rostro melancólico suspendido del revés sobre el horizonte se hallaban clavados en Dil, y Dil estaba empezando a comprender que hay muy pocas cosas que puedan hacer tambalear los cimientos de tus creencias de una forma tan rotunda como el ver con toda claridad y precisión el objeto de esas creencias. Contra lo que afirma la sabiduría popular, ver algo no produce el resultado automático de creer en ese algo. Cuando eso ocurre la fe deja de existir porque ya no es necesaria.
—Oh, que el Empape me salve —gimió Gern.
Dil le atizó un puñetazo en el brazo.
—Para ya —dijo—. Y ven conmigo.
—Oh, maese Dil, ¿qué vamos a hacer?
Dil contempló la ciudad dormida que se extendía a su alrededor.
No tenía ni la más mínima idea.
—Iremos al palacio —dijo con voz firme y decidida—. Lo más probable es que todo esto sea un truco de la… de la… de la oscuridad. Y de todas formas no tardará en salir el sol.
Dil echó a caminar pensando lo mucho que le habría gustado poder estar dentro del pellejo de Gern. Ah, si estuviera en su lugar le enseñaría lo que era el auténtico terror balbuceante y tembloroso… El aprendiz de embalsamador le siguió moviéndose con una mezcla de trote y deslizamiento asustado.
—¡Veo sombras entre las estrellas, maese Gern! Maese Gern, ¿podéis verlas? ¡Hay sombras en el borde del mundo, maese Gern!
—No son más que neblinas, chico —dijo Dil.
Estaba concentrando todas sus energías mentales en la tarea de mirar hacia adelante y mantener la postura digna y segura de sí misma que se espera del Guardián de la Puerta Izquierda de la Logia Natrónica y de un artesano cuyo manejo de la aguja ha sido premiado con varias medallas.
—Ahí —dijo—. ¡Mira, Gern, está saliendo el sol! Los dos se quedaron quietos y volvieron la cabeza en esa dirección. Y un instante después Gern empezó a emitir unos gimoteos casi inaudibles.
Una gran bola llameante estaba subiendo lentamente por el cielo. Y la bola era empujada por un escarabajo pelotero tan grande como unos cuantos mundos de buen tamaño.
LIBRO TERCERO
EL LIBRO DEL HIJO NUEVO
El sol asomó por el horizonte. No estaban en el Viejo Reino, por lo que este sol era una mera bola de gases llameantes. La noche púrpura del desierto se fue evaporando bajo su implacable calor de soplete. Los lagartos se apresuraron a esconderse en las grietas de las rocas. Maldito Bastardo se acomodó en la pequeña sombra proyectada por lo que quedaba del matojo de sifacias, observó el panorama con expresión altiva y empezó a masticar un poco de bolo alimenticio mientras calculaba raíces cuadradas en base siete.
Teppic y Ptraci acabaron encontrando un poco de sombra debajo de un saliente de piedra caliza y se sentaron debajo de él para contemplar con expresión lúgubre las olas de calor que rebotaban en los peñascos.
—No lo entiendo —dijo Ptraci—. ¿Estás seguro de que has mirado en todas partes?
—¡Es un país! ¡No puede caerse por un agujero en el suelo y desaparecer, maldita sea!
—Bueno, ¿pues dónde está entonces? —replicó Ptraci sin perder la calma.