Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Su hermano extendió una mano hacia la piedra, pero se apresuró a apartarla en cuanto ésta desprendió un diluvio de chispas que volaron hacia sus dedos.

—Se puede sentir el calor —dijo—. Es asombroso.

—¿Por qué?

—Calentar una masa semejante… Quiero decir que meramente el tonelaje…

—No me gusta, Dos-Be —dijo IIa con voz temblorosa. Oye, ¿por qué no nos limitamos a dejar la piedra aquí? Estoy seguro de que no le ocurrirá nada. Mañana a primera hora podemos enviar un grupo de trabajadores. Ellos sabrán qué…

Otro chorro de llamas chisporroteó por el cielo ahogando las palabras que pronunció a continuación y acabó chocando con la columna de aire bailoteante que se movía a unos quince metros por encima de sus cabezas. IIa se agarró a la parte del andamiaje más cercana.

—Ya estoy harto de esta maldita pirámide. Así se inunde —dijo—. Yo me largo.

—Espera un momento —dijo IIb—. Lo que no entiendo… ¿Qué es lo que cruje? La piedra no puede crujir.

—¡No seas idiota! ¡Todo el maldito andamiaje se está moviendo! —IIa contempló a su hermano con ojos que parecían platos—. Anda, dime que es el andamiaje —suplicó.

—No, esta vez estoy seguro… Viene de dentro.

Los hermanos intercambiaron una rápida mirada. Sus cabezas se movieron al unísono y sus ojos se posaron en la temblorosa escalera que llevaba hasta la punta de la pirámide o, mejor dicho, al sitio en el que habría debido estar la punta.

—¡Vamos! —dijo IIb—. No puede llamear, y está intentando encontrar alguna forma de descargar…

Hubo un sonido tan ensordecedor como el gemido de unos cuantos continentes con indigestión de lava.

Teppic lo sintió. Primero sintió que su piel se le había quedado varias tallas pequeña. Después sintió que alguien le estaba agarrando por las orejas e intentaba hacer girar su cabeza hasta arrancársela del cuello.

Vio cómo el capitán de los guardias caía de rodillas y trataba de quitarse el casco, y salió del aprisco dando un salto.

Es decir, intentó salir del aprisco dando un salto. Nada era lo que habría debido ser, y Teppic aterrizó pesadamente sobre un suelo que parecía no estar muy seguro de si debía convertirse en una pared. Logró ponerse en pie, osciló hacia un lado y bailoteó torpemente a través de los establos intentando no perder el equilibrio.

Los establos se estiraron y se encogieron como una imagen en un espejo distorsionante. Teppic había visto algunos en Ankh y recordaba que en una ocasión él, Broncalo y Arthur se habían desprendido de media moneda cada uno para visitar las efímeras maravillas del Emporio Ambulante del Doctor Cristaleras, el Hombre que le Dejará sin Aliento. Pero si entrabas en uno de esos pabellones sabías que todo eran trucos realizados mediante cristales de formas extrañas. Tu cabeza no se había convertido en una salchicha y tus piernas no se habían transformado en balones de fútbol. Teppic deseó poder estar tan seguro como entonces de que cuanto estaba ocurriendo a su alrededor permitía que te consolaras con una explicación igualmente inofensiva, pero no era así y de hecho probablemente la única forma de conseguir que las cosas volvieran a parecer normales habría sido utilizar unos cuantos espejos deformantes.

Corrió hacia Ptraci y el gran sacerdote sobre piernas que parecían haberse vuelto de chocolate mientras el mundo se expandía y se contraía a su alrededor, y obtuvo la pequeña gratificación de ver cómo la chica se retorcía entre los brazos de Dios y conseguía atizarle un sonoro puñetazo en la oreja.

Teppic siguió moviéndose como si estuviera en un sueño. Las distancias cambiaban igual que si la realidad se hubiese vuelto elástica. Otro paso hizo que chocara con Ptraci y el gran sacerdote. Agarró a la chica de un brazo y retrocedió tambaleándose hacia el aprisco del camello —el animal seguía masticando su bolo alimenticio y observaba el espectáculo con todo el interés que un camello puede sentir hacia algo (es decir, muy poco)—, y consiguió coger el ronzal de un manotazo.

Teppic y Ptraci se ayudaron a cruzar el umbral y emergieron a la locura en que se había convertido la noche. Nadie parecía muy interesado en detenerles.

—Cerrar los ojos ayuda un poco —dijo Ptraci.

Teppic lo intentó. Funcionaba. El trozo de patio que sus ojos le habían estado asegurando era un rectángulo tembloroso cuyos lados vibraban como cuerdas de violín volvió a ser un trozo de patio normal, suponiendo que pudiera creer a sus pies.

—Caray, qué lista eres —dijo Teppic—. ¿Cómo se te ha ocurrido cerrar los ojos?

—Cuando estoy asustada siempre cierro los ojos —dijo Ptraci.

—Buen plan.

—¿Qué está pasando?

—No lo sé y no quiero averiguarlo. Creo que largarse de aquí sería una idea asombrosamente juiciosa y prudente. ¿Qué dijiste que hay que hacer para conseguir que un camello se arrodille? Llevo encima una gran cantidad de objetos punzantes.

El camello estaba muy familiarizado con todas las amenazas e invectivas del lenguaje humano, y se apresuró a arrodillarse. Teppic y Ptraci treparon a la grupa y en cuanto el camello volvió a erguirse sobre sus cuatro patas el paisaje sufrió un nuevo ataque de oscilaciones.

El camello comprendía perfectamente todo lo que estaba ocurriendo. Tres estómagos y un sistema digestivo que no tiene nada que envidiar a una destilería industrial te proporcionan mucho tiempo para no hacer nada y pensar.

No es casualidad que las matemáticas más avanzadas suelan inventarse en los países cálidos. Eso se debe a la resonancia mórfica de todos los camellos, quienes poseen esa expresión desdeñosa que los ha hecho tan famosos como resultado natural de una increíble habilidad para plantear y resolver ecuaciones cuadráticas.

Casi nadie es consciente de que los camellos tienen una aptitud natural para las matemáticas avanzadas, especialmente en todas las facetas de éstas relacionadas con la balística. La evolución les hizo adquirir esa aptitud porque aumentaba considerablemente las posibilidades de sobrevivir. Otros ejemplos de rasgos útiles para la supervivencia son la coordinación entre la mano y el ojo de los seres humanos, el camuflaje de los camaleones y la famosa habilidad para salvar marineros a punto de ahogarse de que dan muestra los delfines cuando existe el más mínimo riesgo de que otros seres humanos se encuentren lo bastante cerca para ver lo que realmente les gustaría hacer —normalmente partirlos en dos de un mordisco—, con los comentarios desfavorables y la lógica hostilidad posterior que provocaría ese tipo de comportamiento.

La verdad es que los camellos son mucho más inteligentes que los delfines.[19] Su inteligencia es tan superior a la de estos que no tardaron en comprender que lo más prudente que puede hacer un animal si no quiere que sus descendientes pasen mucho tiempo encima de una losa con electrodos metidos en el cerebro, colocando minas en el casco de algún barco o siendo tratados con espantosa condescendencia por manadas de zoólogos es asegurarse de que los malditos humanos no averigüen lo inteligentes que son. Así pues, los camellos decidieron ya hace mucho tiempo adoptar un estilo de vida que les garantizaba alimentación y cuidados adecuados y la posibilidad de escupir en el ojo a un humano y salir bien librados a cambio de que aguantaran llevar cargas de un lado a otro y se dejaran pinchar con objetos punzantes.

Y aquel camello en particular —el resultado de millones de años de evolución selectiva orientada a producir una criatura que pudiese contar los granos de arena sobre los que caminaba, tensar los músculos de sus fosas nasales cerrándolas a voluntad y sobrevivir bajo el sol abrasador sin beber agua durante muchos días—, se llamaba Maldito Bastardo.

Y, de hecho, era el matemático más genial de todo el Mundodisco.

Maldito Bastardo estaba pensando. «Parece que nos encontramos ante una inestabilidad dimensional creciente que a juzgar por su aspecto oscila desde los cero hasta casi los cuarenta y cinco grados. Qué interesante. Me pregunto qué la estará causando… Supongamos que V es igual a 3. Supongamos que Tau es igual a Chi/4. rumiarumiarumia. Supongamos que Kappa/y es un tensor diferencial del dominio Monstruo Maloliente[20] con cuatro coeficientes de giro imaginarios…»

Ptraci le golpeó en la cabeza con una de sus sandalias.

—¡Venga, muévete! —chilló.

Maldito Bastardo siguió pensando. «Por lo tanto H elevada al poder capacitador es igual a V/s. rumiarumiarumia. Así pues, en notación hiperlógica…»

Dios estaba saliendo del palacio e incluso había conseguido encontrar a unos cuantos guardias cuyo temor a la desobediencia superaba al terror que les inspiraba aquel mundo tan repentina y misteriosamente distorsionado.

Maldito Bastardo seguía masticando estoicamente.

«… rumiarumiarumia lo cual nos da una oscilación progresivamente acortada muy interesante. ¿Cuál sería el período de esto? Supongamos que el período es igual a x. rumiarumiarumia. Supongamos que t es igual al tiempo. Supongamos que el período inicial…»

Ptraci empezó a saltar sobre su cuello y a golpearlo salvajemente con los talones, una actividad que habría hecho que cualquier antropoide del sexo masculino aullara y se golpeara la cabeza contra la pared más cercana.

—¡No quiere moverse! ¿Es que no piensas pegarle?

Teppic descargó una mano sobre el flanco de Maldito Bastardo golpeándolo con todas sus fuerzas. El único resultado fue que consiguió crear una nube de polvo y dejarse totalmente insensibles todas las terminaciones nerviosas de los dedos de esa mano. Golpear a Maldito Bastardo era como golpear un saco muy grande lleno de colgadores para la ropa.

—Vamos… —murmuró.

Dios alzó una mano.

—¡Alto en nombre del faraón! —gritó.

Una flecha se incrustó en la joroba de Maldito Bastardo.

«… igual a 6,3 recurrente. Reducir. Eso nos da… ay… 314 segundos…»

Maldito Bastardo hizo girar su largo cuello. Sus enormes cejas peludas formaron un par de curvas acusadoras, y los párpados de sus ojos amarillentos se entrecerraron mientras las pupilas se clavaban en el gran sacerdote. Su mente decidió dejar de lado aquel problema tan interesante durante unos momentos y extraer de sus profundidades aquella vieja rama de las matemáticas que su especie había perfeccionado hacía ya muchísimo tiempo y que tan familiar le resultaba.

«Distancia igual a trece metros. Velocidad del viento igual a 2. Vector uno-ocho. rumia. Glutinosidad igual a 7…»

Teppic desenvainó un cuchillo y se preparó para lanzarlo.

Dios tragó una honda bocanada de aire. «Va a ordenar que disparen sus arcos contra nosotros —pensó Teppic—. Me van a matar en mi propio nombre y en mi propio reino…»

«Ángulo dos-cinco. rumia. Fuego…»

El disparo resultó magnífico. La masa de bolo alimenticio poseía el coeficiente de giro y la velocidad de ascenso adecuadas y dio en el blanco con un sonido como… como el que produciría un cuarto de kilo de hierba a medio digerir haciendo impacto en el rostro de alguien. No había ninguna otra cosa que pudiera sonar igual.

El silencio que siguió al impacto resultó curiosamente parecido a la ovación de una sala con todo el público puesto en pie.

El paisaje empezó a sufrir una nueva oleada de distorsiones. Estaba claro que aquel no era un sitio en el que resultara muy aconsejable quedarse. Maldito Bastardo inclinó la cabeza y se contempló las patas delanteras.

«Supongamos que el total de patas es igual a cuatro…» Emprendió un trote que no tardó en volverse carrera. Los camellos parecen tener más rodillas que cualquier otro ser viviente de la creación, y Maldito Bastardo se movía como una máquina de vapor. Había montones de movimientos que formaban ángulos rectos con la dirección del avance acompañados por un atronador concierto de ruidos digestivos.

—Qué animal tan condenadamente estúpido —murmuró Ptraci mientras se iban alejando del palacio—. Bueno, parece que por fin ha entendido lo que esperábamos de él…

«… índice de repetición 3,5/z fijo en condiciones normales. ¿De qué demonios estará hablando? Condenadamente Estúpido vive en Espadarta…»

Las patas de Maldito Bastardo se movían y giraban por los aires como si las articulaciones consistieran en bandas de goma bastante gastadas, pero cada zancada cubría una gran cantidad de terreno. Unos instantes después ya estaban rebotando por las calles de tierra apisonada de la ciudad.

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