Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—Pues yo creo que es horrible —replicó ella sorbiendo aire por la nariz—. Pero Lady Nooni me ha comentado que sólo uno de cada quince muchachos logra pasar el examen final. Quizá deberíamos seguirle la corriente hasta que se dé cuenta de que es una locura…

El faraón Teppicamón XXVII asintió con expresión más bien lúgubre y se dispuso a despedirse de su hijo. Su hermana estaba convencida de que el asesinato era algo muy desagradable, pero él no estaba tan seguro. Llevaba mucho tiempo metido en política aunque fuese de mala gana, y tenía la impresión de que aunque el asesinato probablemente fuese peor que los debates parlamentarios era indudablemente mejor que la guerra, y ello a pesar de que algunas personas opinasen que se trataba de lo mismo sólo que bastante más ruidoso. Además, no se podía negar que el joven Virt siempre parecía disponer de montones de dinero y solía aparecer en palacio luciendo un envidiable bronceado obtenido en algún lugar exótico trayendo consigo regalos carísimos y montones de historias sobre las personas interesantes a las que había conocido en el extranjero. La mayoría de sus relaciones con esas personas duraban muy poco, pero oyéndoselas contar a Virt no cabía duda de que habían sido muy emocionantes.

Ah, si Virt estuviera aquí para aconsejarle… Su Majestad también había oído comentar que sólo un estudiante de cada quince llegaba a convertirse en asesino. No tenía muy claro qué ocurría con los otros catorce, pero estaba casi seguro de que si eras un estudiante pobre matriculado en la Escuela de Asesinos tus condiscípulos te atormentaban arrojándote algo más que tizas y sospechaba que los menús servidos en el comedor escolar debían poseer toda una dimensión extra de sorpresas e incertidumbre.

Pero todo el mundo estaba de acuerdo en que la Escuela de Asesinos ofrecía la mejor educación que se podía encontrar en el mundo. Un asesino cualificado debía sentirse a sus anchas en cualquier ambiente y tenía que ser capaz de tocar por lo menos un instrumento musical. Cualquier persona inhumada por un graduado de la escuela del Gremio podía iniciar su eterno descanso con la satisfacción que proporciona el saber que has sido anulado con todo el buen gusto y la discreción que sólo un profesional está en condiciones de garantizar.

Y, después de todo, si Teppic se quedaba en casa… ¿Qué se le podía ofrecer? Un reino de tres kilómetros y medio de anchura y doscientos cincuenta de longitud que quedaba casi totalmente sumergido durante la estación de las inundaciones, amenazado a un lado y a otro por vecinos mucho más poderosos que toleraban su existencia sólo porque el que estuviera allí les evitaba pasarse la vida guerreando entre ellos.

Oh, sí, hubo un tiempo en el que Djelibeibi[3] había sido grande cuando recién llegadas presuntuosas como Espadarta y Efebas sólo eran pandillas de nómadas con toallas alrededor de la cabeza; pero lo único que quedaba de aquellos días de esplendor era un palacio que devoraba una fortuna cada año sólo en mantenimiento y reparaciones, unas cuantas ruinas polvorientas en el desierto y —el faraón lanzó un suspiro—, las pirámides, claro. No había que olvidar las pirámides…

Sus antecesores habían sido unos fanáticos de las pirámides. El faraón no compartía su entusiasmo por ellas. Las pirámides habían terminado provocando la bancarrota del país y lo habían dejado más seco de lo que jamás podría dejarlo un retraso en los desbordamientos del río. La situación había llegado a tales extremos que actualmente la única maldición que podían permitirse el lujo de poner en una tumba era «Largo de aquí».

Las únicas pirámides que le gustaban eran las mini-miniaturas que había al extremo del jardín, ésas cuyo número iba aumentando con cada defunción producida entre los felinos del palacio.

Y también estaba la promesa que le había hecho a la madre del chico.

Artela… La echaba de menos. Su decisión de tomar una esposa nacida fuera del Reino había provocado una conmoción terrible, y algunas de sus costumbres de extranjera resultaban incomprensibles y fascinantes incluso para él. Quizá fuese ella la que le había hecho adquirir aquella extraña aversión a las pirámides; algo que en Djelibeibi resultaba tan poco corriente como tener aversión al respirar. Pero le había prometido que Pteppic estudiaría fuera del reino. Artela había insistido en ello.

—En este sitio la gente nunca aprende nada —solía decir—. Se limitan a recordar cosas.

Ah, si hubiera recordado que no debía nadar en el río…

El faraón observó cómo dos sirvientes colocaban el baúl de Teppic en la parte trasera del carruaje y puso una mano sobre el hombro de su hijo en un gesto paternal que carecía de precedentes en la memoria de ambos.

La verdad es que no sabía qué decir. «Nunca hemos dispuesto del tiempo necesario para conocernos el uno al otro —pensó—. Podría haberle dado tantas cosas… Unos cuantos escondites a prueba de registros no le habrían ido nada mal.»

—Esto… —dijo—. Bueno, muchacho…

—¿Sí, padre?

—Es la… eh… la primera vez que estarás fuera sin ir acompañado y…

—No, padre. El verano pasado estuve en casa de Lord Ejemta-jem, ¿no te acuerdas?

—Oh, ¿de veras?

El faraón recordaba que el verano pasado el palacio le había parecido más silencioso que de costumbre, pero lo había achacado a los nuevos tapices.

—En fin… —dijo—. Ya casi tienes trece años y…

—Doce, padre —dijo Teppic pacientemente.

—¿Estás seguro?

—Mi cumpleaños fue el mes pasado, padre. Me regalaste un calentador de latón para poner en los pies de la cama.

—¿De veras? Qué regalo tan curioso… ¿Y te dije por qué había escogido regalarte precisamente eso?

—No, padre. —Teppic alzó la cabeza y contempló los apacibles y siempre un poco perplejos rasgos de su padre—. Es un calentador excelente y de muy buena calidad —añadió para tranquilizarle—. Me gusta mucho, y es muy útil en invierno.

—Oh. Bien. Esto…

Su Majestad dio unas cuantas palmaditas más sobre el hombro de su hijo tan distraídamente como el hombre que tamborilea con los dedos sobre su escritorio mientras intenta pensar en lo que dirá a continuación. Su rostro se iluminó de repente como si acabara de tener una idea.

Los sirvientes habían acabado de asegurar el baúl sobre el techo del carruaje y el conductor esperaba pacientemente junto a él manteniendo abierta la puerta.

—Cuando un joven se dispone a aventurarse en el mundo hay… —Su Majestad vaciló—. Hay… Eh… Bueno, ese joven debe recordar que… Lo importante es que el mundo es muy grande, y que tiene toda clase de… Y, naturalmente, eso resulta especialmente importante en la ciudad, donde hay muchos… eh… adicionales que…

Se quedó callado y movió una mano de un lado a otro como si hubiese olvidado lo que quería decir.

Teppic cogió la mano que oscilaba delante de él y la apretó suavemente.

—No te preocupes, padre —dijo—. El gran sacerdote… Dios me ha explicado todo lo que he de saber para no quedarme ciego, y también me ha dicho que debo bañarme con regularidad.

Su padre parpadeó y le contempló sin decir nada.

—No te estarás quedando ciego, ¿verdad? —preguntó por fin.

—Parece que no, padre.

—Oh. Bien. Estupendo —dijo el faraón—. Estupendo, realmente estupendo… Eso sí que es una buena noticia.

—Creo que será mejor que suba al carruaje, padre. Si me entretengo un poco más perderé la marea.

Su Majestad asintió y empezó a darse palmaditas en los bolsillos.

—Había algo que… —murmuró.

Logró encontrar lo que buscaba —una bolsita de cuero—, la metió en un bolsillo de Teppic e intentó repetir la rutina de la mano en el hombro.

—No es nada, no es nada, no me lo agradezcas —murmuró—. Y no se lo digas a tu tía… Oh, claro, tampoco podrías. Ha ido a acostarse un rato. Esto ha sido terrible para ella.

Ya sólo quedaba una cosa por hacer, y era que Teppic fuera a sacrificar una gallina ante la estatua de Khuft, el fundador de Djelibeibi, para que la mano de su antepasado guiara sus pasos por el gran mundo. La gallina era bastante pequeña, y cuando Khuft hubo terminado con ella pasó a convertirse en el almuerzo del rey.

La verdad es que Djelibeibi era un reino muy pequeño bastante absorto en sí mismo, e incluso sus plagas dejaban bastante que desear. Todo reino con río que se respete un poco a sí mismo sufre terribles plagas sobrenaturales, pero la más pavorosa que el Viejo Reino había conseguido escenificar durante los últimos cien años fue la Plaga de la Rana.[4]

Teppic se acordó de la bolsita de cuero esa tarde cuando ya habían dejado bastante atrás el delta del Djel y empezaban a cruzar el Mar Circular en dirección a Ankh-Morpork. La sacó del bolsillo, examinó su contenido y acabó pensando que expresaba tanto amor como la actitud ante la vida típica de su padre. La bolsita contenía un corcho, media pastilla de jabón, una minúscula moneda de bronce tan gastada que no había forma de averiguar cuál era su valor y una sardina de extremada ancianidad.

Es un hecho bien sabido que cuando estás a punto de morir tus sentidos adquieren una agudeza increíble, y siempre se ha creído que esa agudización de los sentidos tiene como objetivo permitir que su poseedor detecte cualquier posible salida a su apurada situación actual que no sea la obvia de morirse.

Esa creencia es falsa. El fenómeno es un ejemplo clásico de actividad de desplazamiento. Los sentidos se concentran desesperadamente en cualquier cosa que pueda hacerles olvidar el problema más inmediato —en el caso de Teppic escogieron un adoquinado de considerables dimensiones que estaba a unos nueve metros de él, pero que se aproximaba rápidamente—, con la esperanza de que éste se esfumará si dejan de prestarle atención.

El problema del método, naturalmente, es que eso no tardará en ocurrir.

Fuera por la razón que fuese lo innegable es que de repente Teppic cobró una aguda consciencia de todo cuanto le rodeaba. Los reflejos de la luna en los tejados; el olor de las hogazas recién horneadas que brotaba de una panadería cercana; el zumbido de un tábano que pasó velozmente junto a su oreja alejándose hacia arriba; el llanto distante de un bebé y los ladridos de un perro; la suave caricia del aire y, sobre todo, el que la atmósfera fuese tan sorprendentemente impalpable y no ofreciera ningún tipo de asideros…

El número de estudiantes matriculados aquel año ascendió a setenta. El examen de entrada en la Escuela de Asesinos no era muy difícil. Entrar en la escuela era de lo más sencillo, y salir de ella todavía lo era más (lo difícil era salir de ella por tu propio pie). El patio situado en el centro del conjunto de edificios del Gremio estaba repleto de chicos que tenían dos cosas en común: los gigantescos baúles sobre los que se encontraban y las ropas escogidas con la idea de que les sentarían bien cuando hubieran crecido un poco y dentro de las que estaban más o menos sentados. Algunos optimistas habían traído consigo armas, que fueron confiscadas y enviadas a casa a lo largo de las primeras semanas del curso.

Teppic los observaba con mucha atención. Ser el único hijo de unos padres tan absortos en sus propios asuntos que apenas le prestaban atención y que, de hecho, eran capaces de pasar días enteros sin acordarse de que existía tenía ciertas ventajas indudables.

Por lo poco que recordaba de ella, su madre había sido una mujer agradable y tan centrada en sí misma como un giróscopo. Le gustaban los gatos. Su madre no se limitaba a venerarlos —todos los habitantes del reino veneraban a los gatos—, sino que además le gustaban. Teppic sabía que tener a los gatos en un alto concepto era una tradición de casi todos los reinos fluviales, pero sospechaba que normalmente dichos animales eran criaturas gráciles y majestuosas. Los gatos de su madre eran maníacos de cabeza achatada y ojos amarillos que no paraban de gruñir y bufar.

Su padre pasaba la mayor parte del tiempo preocupándose por el reino y haciendo algún que otro intento de convencer a quienes le rodeaban de que era una gaviota, probablemente más por puro olvido que por estar realmente seguro de serlo. El hecho de que sus padres casi nunca se encontraran dentro del mismo marco de referencia —y no digamos ya el mismo estado anímico—, hizo que Teppic se entregara a frecuentes especulaciones sobre cómo había sido posible que le concibieran.

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