El hielo del día hervía y se evaporaba sobre el mármol negro, que ya estaba caliente al tacto. Ptaclusp IIb contempló la punta como si no supiera qué hacer con ella y acabó volviéndose hacia su hermano, quien no había tenido tiempo de cambiarse y seguía llevando puesta la camisa de dormir.
—¿Dónde está papá? —preguntó.
—He enviado a uno de nosotros para que le despertara y le trajera aquí —dijo IIa.
—¿A quién?
—A un tú, ya que quieres saberlo.
—Oh. —IIb volvió a clavar los ojos en la punta de la pirámide—. No pesa tanto —dijo—. Dos de nosotros podríamos subirla.
Lanzó una mirada interrogativa a su hermano.
—Debes de estar loco. ¿Por qué no enviamos a algún trabajador?
—Porque han huido todos y…
Una pirámide que se encontraba a cierta distancia río abajo intentó descargar la energía acumulada, emitió un chisporroteo y acabó expulsando un chorro de llamas zigzagueantes que se curvó a través del cielo con un estrépito ensordecedor y chocó con la masa de la Gran Pirámide muy cerca de la cima.
—¡Está interfiriendo la descarga de las otras pirámides! —gritó IIb—. Vamos… ¡Hay que liberar la energía acumulada, es la única solución!
Una línea de fuego azulado recorrió velozmente el perímetro de la pirámide a una tercera parte de su altura desde la cima y acabó estrellándose en una esfinge de piedra. El aire empezó a hervir sobre la esfinge.
Los dos hermanos cogieron la piedra y fueron con paso tambaleante hacia el andamio mientras el polvo se arremolinaba a su alrededor adquiriendo formas muy extrañas.
—¿Puedes oír algo? —preguntó IIb un instante después de que lograran llegar a la primera plataforma.
—¿Como qué? —preguntó IIa—. ¿Como el ruido que haría la mismísima textura del tiempo y el espacio si la estuvieran pasando por un escurridor?
El arquitecto contempló a su hermano con una leve admiración, lógica teniendo en cuenta que muy pocos contables habrían sido capaces de hacer semejante observación. Un instante después sus rasgos ya habían recobrado la expresión entre perpleja y aterrada que tenían antes.
—No, no me refiero a eso —dijo.
—Bueno, entonces… ¿El sonido del aire siendo sometido a torturas horrendas?
—No, tampoco me refiero a eso —dijo IIb, que estaba empezando a irritarse—. Me refiero a los crujidos.
Tres pirámides más emitieron sus descargas, y los chorros de energía chisporrotearon abriéndose paso por entre las nubes que hervían en el cielo y volvieron a caer esparciéndose sobre el mármol negro que había debajo de ellas.
—Pues la verdad es que no he oído ningún crujido —dijo IIa.
—Creo que viene de la pirámide.
—Bueno, si te apetece puedes pegar la oreja a un bloque para averiguar si estás en lo cierto, pero te aseguro que yo no pienso hacerlo.
Subieron por otra escalera con la pesada masa de la punta balanceándose entre ellos. La tormenta ya era lo bastante intensa para hacer oscilar el andamiaje.
—Ya os dije que no debíamos hacerlo —murmuró el contable mientras la piedra resbalaba lenta y majestuosamente hasta posarse sobre los dedos de sus pies—. No tendríamos que haber construido esta maldita pirámide.
—¿Quieres hacer el favor de callar y levantar tu extremo?
Y los hermanos Ptaclusp siguieron discutiendo y ascendiendo por los flancos de la Gran Pirámide deslizándose por una escalera tambaleante detrás de otra, mientras las tumbas grandes y pequeñas esparcidas a lo largo del Djel iban disparando sus descargas una detrás de otra llenando el cielo con líneas de tiempo chisporroteante.
Y más o menos en ese momento el matemático más genial del Disco —que estaba cómodamente acostado en su aprisco debajo del palacio entregándose a los placeres de la flatulencia—, dejó de masticar el bolo alimenticio que había regurgitado y se dio cuenta de que algo muy extraño le estaba ocurriendo a los números. De repente todos los números parecían estar teniendo serios problemas.
La mirada del camello salió de sus ojos, se deslizó a lo largo de su hocico y acabó clavándose en el rostro de Teppic. Su expresión dejaba bien claro que Teppic ocupaba el primer lugar en la lista con los nombres de todos los jinetes del mundo que menos le gustaría llevar a cuestas; pero después de todo los camellos miran así a todo el mundo. Los camellos enfocan sus relaciones con la raza humana de una forma muy democrática. Odian por igual a todos sus miembros sin hacer ninguna distinción de rango o credo.
La perspectiva de entablar relación con el que tenía delante le resultaba tan poco apetecible como la de comer jabón.
Teppic contempló con expresión distraída los establos reales, un recinto muy largo sumido en las sombras que en tiempos había contenido un centenar de camellos. Habría dado el mundo entero a cambio de un caballo, y un continente de tamaño moderado a cambio de un pony. Pero ahora los establos sólo albergaban un puñado de carros de guerra medio podridos, reliquia de glorias pasadas, un elefante ya muy mayor cuya presencia era un gran pequeño misterio y aquel camello. El camello parecía un animal extremadamente poco eficiente y tenía las rodillas bastante desgastadas por el roce.
—Bien, esto es lo que hay —dijo volviéndose hacia Ptraci—. No me atrevo a cruzar el río de noche. Intentaré llevarte hasta el otro lado de la frontera.
—¿Crees que esa silla está bien puesta? —preguntó Ptraci—. Tiene un aspecto francamente extraño.
—Es una criatura francamente rara —dijo Teppic—. ¿Cómo hacemos para subir a ella?
—He visto trabajar a los conductores de camellos —replicó Ptraci—. Creo que se limitan a pegarles muy duro con un palo muy grande.
El camello se apresuró a arrodillarse y la obsequió con una mirada de suficiencia.
Teppic se encogió de hombros, abrió las puertas pensando que le revelarían el mundo exterior y se encontró contemplando los rostros de cinco guardias.
Dio un paso hacia atrás. Los guardias dieron un paso hacia adelante. Tres de ellos iban armados con los potentes arcos del Djel, que eran capaces de lanzar una flecha con la fuerza suficiente para que atravesase una puerta o convirtiera a un hipopótamo lanzado a la carga en tres toneladas de kebab móvil. Los guardias nunca habían tenido que disparar sus arcos contra un congénere, pero sus expresiones parecían indicar que estaban dispuestos a tomar en consideración la idea de hacerlo.
El capitán de los guardias se volvió hacia uno de sus hombres y le dio un golpecito en el hombro.
—Ve a informar al gran sacerdote —dijo.
Después se volvió hacia Teppic y clavó los ojos en su rostro.
—Tira al suelo todas tus armas —ordenó.
—¿Qué? ¿Todas?
—Sí. Todas.
—Puede que necesite cierto tiempo —replicó Teppic cautelosamente.
—Y mantén las manos donde pueda verlas —añadió el capitán.
—Si lo hago puede que nos metamos en un auténtico callejón sin salida —se arriesgó a decir Teppic.
Sus ojos fueron de un guardia a otro. Conocía una amplia gama de métodos para el combate sin armas, pero todos ellos partían de la premisa inicial de que el adversario no estaría en condiciones de atravesarte con una flecha apenas hubieses empezado a moverte. Aun así, probablemente podría lanzarse hacia un lado, y en cuanto estuviera protegido por los apriscos de los camellos tendría algo de tiempo para pensar en una forma de salir del lío…
Y eso dejaría a Ptraci sola y totalmente expuesta, claro. Aparte de eso Teppic no podía luchar con sus propios guardias. Ese tipo de conducta no resultaba aceptable ni aunque fueses el faraón.
Hubo un movimiento detrás de los guardias, y Dios apareció ante los ojos de Teppic moviéndose con todo el silencio y la inevitabilidad de un eclipse de luna. El gran sacerdote sostenía una antorcha encendida y las llamas creaban un loco bailotear de reflejos que se movían sobre su calva.
—Ah —dijo—. Los blasfemos incrédulos han sido capturados. Bien hecho. —Hizo una seña de cabeza dirigida al capitán—. Arrojadles a los cocodrilos.
—¿Dios? —exclamó Teppic mientras dos guardias bajaban los arcos y se dirigían hacia él.
—¿Has hablado?
—Venga, hombre, ya sabes quién soy. Pon fin a esta ridiculez.
El gran sacerdote levantó la antorcha.
—Me hallo en desventaja respecto a ti, muchacho —dijo—. Metafóricamente hablando, claro.
—Esto no tiene ninguna gracia —dijo Teppic—. Te ordeno que les digas quién soy.
—Como desees. Este asesino —dijo Dios, y su voz había adquirido la capacidad de corte y penetración de un soplete—, ha matado al faraón.
—Yo soy el faraón, maldita sea —dijo Teppic—. ¿Cómo puedo matarme a mí mismo y seguir con vida?
—No somos idiotas —dijo Dios—. Estos hombres saben que el faraón no vaga de noche por los pasillos del palacio, y que no frecuenta la compañía de criminales condenadas a la máxima pena. Ahora sólo nos falta averiguar qué hiciste con el cadáver.
Los ojos de Dios se clavaron en el rostro de Teppic, y Teppic comprendió que el gran sacerdote estaba total e irremisiblemente loco. La locura que le aquejaba pertenecía a la rara variedad causada por llevar tanto tiempo siendo tú mismo que las costumbres de la cordura han acabado quedando grabadas de forma indeleble en el cerebro. «Me pregunto cuántos años tendrá realmente», pensó Teppic.
—Estos asesinos son criaturas muy astutas —dijo Dios—. Tened mucho cuidado con él.
Hubo un estrépito bastante considerable detrás del gran sacerdote. Ptraci había intentado lanzar un aguijón de camello contra un guardia y había fallado.
Cuando todo el mundo volvió a mirar en su dirección Teppic se había desvanecido. Los guardias que estaban junto a él se hallaban muy ocupados derrumbándose lentamente al suelo entre gemidos.
Dios sonrió.
—Coged a la mujer —ordenó.
El capitán se lanzó hacia adelante y agarró a Ptraci, quien no había hecho ni el más mínimo intento de huir. Dios se inclinó y cogió el aguijón caído en el suelo del establo.
—Hay más guardias fuera —dijo—. Estoy seguro de que eres consciente de ello. Creo que te conviene salir de tu escondite.
—¿Por qué? —preguntó Teppic desde las sombras mientras hurgaba en su bota buscando la cerbatana.
—Porque en cuanto lo hagas serás arrojado a los cocodrilos sagrados por orden del faraón —dijo Dios.
—Una perspectiva como para ponerse a dar saltos de entusiasmo, ¿eh? —dijo Teppic mientras unía febrilmente los diversos segmentos de la cerbatana.
—No cabe duda de que resulta preferible a sus muchas alternativas —replicó Dios.
Teppic deslizó los dedos sobre las diminutas protuberancias codificadas de los dardos. A esas alturas la mayoría de los venenos realmente espectaculares ya se habrían evaporado o se habrían disuelto lo suficiente para volverse inofensivos, pero aún contaba con unos cuantos venenos menores concebidos para que la clientela no experimentara nada más molesto que una noche de profundo y agradable sueño reparador. Un asesino podía verse obligado a llegar hasta el candidato a la inhumación abriéndose paso por entre una considerable cantidad de guardaespaldas pagados para que se mantuvieran alerta y con los ojos lo más abiertos posible, e incluirlos en la inhumación se consideraba una grave falta de cortesía.
—Podrías dejarnos marchar —dijo Teppic—. Sospecho que es lo que realmente te gustaría hacer, ¿verdad? ¿Prefieres que me vaya lo más lejos posible y que no vuelva nunca? Por mí encantado.
Dios vaciló.
—Se supone que debes añadir «Y deja marchar a la chica» —dijo pasados unos momentos.
—Oh, sí. Eso también, claro —replicó Teppic.
—No. Si lo hiciese incumpliría mis sagrados deberes para con el faraón —dijo Dios.
—¡Por el amor del cielo. Dios, tú sabes que soy el faraón!
—No. Tengo una imagen muy clara del faraón. Tú no eres el faraón —dijo el sacerdote.
Teppic asomó la cabeza por encima del borde del aprisco. El camello atisbó por encima de su hombro.
Y entonces el mundo enloqueció.
De acuerdo, ya estaba loco, pero enloqueció un poquito más.
Cuando los hermanos Ptaclusp lograron llegar a la plataforma principal, todas las pirámides estaban envueltas en llamas y habían inundado el cielo con su vacilante claridad.
IIa se derrumbó sobre los tablones jadeando como un fuelle senil. La pendiente de piedra que se extendía a un par de metros de él estaba caliente al tacto, y IIa ya estaba totalmente convencido de que la pirámide crujía de forma tan ruidosa como un navío de vela atrapado en una galerna. Siempre se había concentrado en el coste de la construcción de pirámides y nunca había prestado mucha atención a los detalles meramente mecánicos, pero estaba razonablemente seguro de que aquel ruido era tan anómalo como sumar II y II y obtener V.