Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—Como desee Vuestra Reverencia —murmuró Ptaclusp con un hilo de voz.

En aquellos momentos la estatua era el menor de sus problemas, pero había empezado a obsesionarse pensando que nunca conseguiría librarse de ella.

Dios se inclinó sobre él.

—No habréis visto a una joven rondando por aquí, ¿verdad? —preguntó.

—Oh, aquí no hay mujeres, mi señor —dijo Ptaclusp—. Traen muy mala suerte.

—Ésta iba vestida de una forma bastante provocativa —dijo el gran sacerdote.

—Nada de mujeres, nada de mujeres.

—El palacio no está lejos, ¿comprendes? Y aquí debe haber muchos sitios en los que esconderse —insistió Dios.

Ptaclusp tragó saliva. Oh, como si no lo supiera. ¿Que podía haberle impulsado a…?

—Os aseguro que aquí no hay ninguna mujer, Vuestra Reverencia —dijo.

Dios le observó durante unos momentos más con el ceño fruncido, acabó volviéndose hacia Teppic y descubrió que ya no se encontraba allí.

—¡Por favor, pedidle que no estreche la mano de nadie! —gritó el constructor de pirámides mientras Dios echaba a correr tras los distantes destellos que el sol arrancaba a la máscara dorada. El faraón seguía pareciendo incapaz de comprender que lo último que deseaban sus súbditos era tener un hombre del pueblo como monarca. Los trabajadores que no consiguieron apartarse a tiempo del camino de Teppic se apresuraron a esconder las manos detrás de la espalda.

Ptaclusp se había quedado solo. El constructor de pirámides se abanicó con la mano y fue tambaleándose a refugiarse en la sombra de su tienda.

Donde le estaban esperando Ptaclusp IIa, Ptaclusp IIa, Ptaclusp IIa y Ptaclusp IIa. La presencia de un contable siempre hacía que Ptaclusp se pusiera un poquito nervioso, y cuatro contables juntos suponía una experiencia casi insoportable especialmente cuando los cuatro eran la misma persona. También había tres Ptaclusp IIb; los otros dos —a menos que ya fuesen tres—, estaban supervisando los trabajos de construcción.

Ptaclusp alzó las manos y las movió en un gesto entre cansado y conciliador.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo—. Vamos a ver, ¿cuáles son los problemas de hoy?

Un IIa le alargó un montoncito de tablillas de cera.

—Padre, ¿tienes alguna idea de lo que es el cálculo? —preguntó utilizando el tono de voz estridente y afilado como una navaja que emplean los contables para que sirva de prefacio a la exposición de un acontecimiento inesperado que va a salir carísimo.

—Explícamelo tú —replicó Ptaclusp dejándose caer sobre un taburete.

—Es lo que he tenido que inventar para hacer las hojas de salario y cuadrarlas —dijo otro IIa.

—Creía que eso era el álgebra —dijo Ptaclusp.

—Dejamos atrás el álgebra la semana pasada —dijo el tercer IIa—. Ahora estamos de cálculo hasta las cejas. He tenido que desdoblarme cuatro veces para resolver los problemas que plantea, y hay tres yo trabajando en… —Lanzó una rápida mirada a sus hermanos—, en la contabilidad cuántica.

—¿Y para qué sirve eso de la contabilidad cuántica? —preguntó su padre con voz cansada.

—Ya te lo explicaré la semana que viene. —El líder de los contables clavó los ojos en la primera tablilla de cera—. Por ejemplo… ¿Conoces a Lu-Khas, el pintor de frescos?

—¿Qué pasa con él?

—Él… Es decir, ellos han presentado una factura por dos años de trabajo.

—Oh.

—Dicen que corresponde a lo que hicieron el martes. Afirman que es algo relacionado con la naturaleza fractal del tiempo.

—¿Han dicho eso? —preguntó Ptaclusp.

—Es sorprendente lo que se les llega a pegar oyendo conversaciones por ahí, ¿verdad? —dijo uno de los contables fulminando con la mirada a los arquitectos paracósmicos.

Ptaclusp vaciló.

—¿Cuántos hay?

—¿Cómo quieres que esté seguro? Sabemos que había cincuenta y tres, y a partir de ahí han entrado en fase crítica. Oh, no cabe duda de que se les ve por todas partes… —Dos IIa se sentaron y formaron un puente con los dedos, lo que siempre es mala señal en cualquier persona que tenga cualquier tipo de relación con el dinero—. El problema —siguió diciendo uno de ellos—, es que después del entusiasmo inicial un montón de trabajadores se han desdoblado de forma extraoficial para poder quedarse en casa y enviarse a sí mismos a trabajar.

—Pero eso es ridículo —protestó Ptaclusp con un hilo de voz—. No son dos personas distintas. Todo lo que hagan se lo estarán haciendo a sí mismos, ¿no?

—Eso nunca ha detenido a nadie, padre —dijo IIa —. ¿Cuántos hombres han dejado de emborracharse hasta caer redondos a los veinte años para impedir que un desconocido muriese de complicaciones hepáticas agudas a los cuarenta?

Hubo un lapso de silencio mientras todos los presentes intentaban entender lo que acababa de decir.

—¿Que un desconocido…? —preguntó por fin Ptaclusp con voz vacilante.

—Me refiero a él mismo con más años —aclaró secamente IIa—. Eso era filosofía —añadió.

—Ayer un cantero se dio una paliza a sí mismo —dijo un IIb con expresión lúgubre—. Empezó a discutir consigo mismo por su mujer. Ahora se está volviendo loco porque no sabe si el que recibió la paliza es una versión anterior de él o alguien que todavía no ha sido. Tiene miedo de que le pille desprevenido y se vengue. Y hay problemas aún peores, papá. Estamos pagando salarios a cuarenta mil personas, y sólo tenemos dos mil empleados.

—Estás a punto de decir que acabaremos en la bancarrota —suspiró Ptaclusp—. Ya lo sé. Todo es culpa mía. Yo sólo… Sólo quería dejaros algo que valiera la pena, ¿entendéis? No esperaba que las cosas se complicaran hasta estos extremos. Al empezar me pareció que todo iba a ser tan sencillo…

Un IIa carraspeó para aclararse la garganta.

—Las cosas… Eh… Las cosas no están tan mal como parece —dijo en voz baja.

—¿Qué quieres decir?

El contable colocó una docena de monedas de cobre sobre la mesa.

—Bueno… Eh… —murmuró—. Veréis… Eh… Se me ha ocurrido que ya que hay tanto movimiento temporal en marcha, pues… No hay ninguna razón para que las personas sean las únicas que se desdoblen. ¿Veis estas monedas?

Una de las monedas de cobre se desvaneció apenas hubo acabado de hablar.

—Todas son la misma moneda, ¿verdad? —preguntó uno de sus hermanos.

—Bueno… Sí —respondió el IIa. Parecía sentirse muy incómodo, quizá porque interferir con el divino flujo del dinero era un concepto totalmente desconocido para su religión personal—. Son la misma moneda con intervalos de cinco minutos.

—¿Y estás usando este truco para pagar a los hombres? —preguntó Ptaclusp con voz átona.

—¡No es un truco! ¡Yo les doy el dinero! —replicó el IIa poniendo cara de ofendido—. Lo que le ocurra después no es responsabilidad mía, ¿verdad?

—Esto no me gusta nada —dijo su padre.

—No te preocupes. Al final todo se compensa —dijo otro IIa—. Todo el mundo recibe lo que se merece.

—Sí. Es justamente lo que me temía —dijo Ptaclusp.

—Es una forma de dejar que tu dinero trabaje para ti, nada más —dijo otro hijo—. Probablemente incluso sea cuántica.

—Oh, estupendo —dijo Ptaclusp con un hilo de voz.

—Pondremos el bloque de la punta en su sitio esta noche —dijo otro IIb—. No te preocupes, ¿de acuerdo? Cuando la energía se haya disipado todos veremos las cosas de otra manera.

—Le dije al faraón que lo haríamos mañana.

Todos los Ptaclusp IIb palidecieron al unísono. Hacía mucho calor, pero la atmósfera del interior de la tienda pareció enfriarse de repente.

—Esta noche, padre —dijo uno de ellos—. Estoy seguro de que te he entendido mal. Has dicho esta noche, ¿verdad?

—Mañana —replicó Ptaclusp con firmeza—. Ya he encargado un toldo a rayas y habrá gente arrojando flores de loto. Ah, y una banda de música. Campanas, trompetas, címbalos tintineantes… Y luego habrá discursos y un té con fiambres. Siempre lo hemos hecho así, ¿no? Atrae nuevos clientes. Les gusta echar un vistazo al proyecto en cuanto está terminado.

—Padre, ya has visto cómo está absorbiendo energía… ya has visto la escarcha…

—Pues que siga absorbiendo energía. Ptaclusp e Hijos no pone la punta de sus pirámides como si fuera el último ladrillo de la pared de un jardín. Oyéndote cualquiera diría que somos igual que esos como-se-llamen que limpian casas de noche en los países bárbaros… No tenemos nada de qué avergonzarnos, y la gente espera una ceremonia.

—Pero…

—No voy a escuchar ni una sola palabra más al respecto. Ya he escuchado demasiadas tonterías modernas. Mañana. La placa de bronce, los cortinajes de terciopelo… Todo está preparado.

Un IIa se encogió de hombros.

—Discutir con él no servirá de nada —dijo—. Vengo de tres horas más adelante y me acuerdo de todo. No conseguimos hacerle cambiar de parecer.

—Yo vengo de dos horas más adelante —dijo uno de sus clones—. Recuerdo que dijiste eso.

Y más allá de las paredes de la tienda la pirámide siseaba y seguía acumulando tiempo.

No hay nada místico en el poder de las pirámides.

Las pirámides son como presas que se alzan en la corriente del tiempo. Si tienen la forma y la orientación correctas y se les han incorporado las medidas paracósmicas adecuadas el potencial temporal de la gran masa de piedra puede ser utilizado para acelerar o invertir el tiempo en un área muy pequeña, de la misma forma que una turbina hidráulica puede ser utilizada para bombear agua en contra del curso de la corriente.

Los primeros constructores de pirámides —que, naturalmente, vivieron en la más lejana antigüedad y por lo tanto eran sapientísimos—, estaban al corriente de todo esto y el objetivo de una pirámide correctamente construida era conseguir una zona de tiempo cero en la cámara central para que un rey agonizante encerrado en ella viviera eternamente… o, por lo menos, para que no llegase a morir nunca. El tiempo que tendría que haber transcurrido en la cámara iba siendo almacenado en la estructura de la pirámide, y se permitía que fuera disipándose en forma de resplandores una vez cada veinticuatro horas.

Pasados unos cuantos eones la gente olvidó todo esto y pensó que podías conseguir el mismo efecto mediante a) los rituales b) poner en salmuera a las personas y c) guardar sus órganos internos más blandos y queridos dentro de recipientes.

Dicho procedimiento rara vez funciona.

Y el arte de construir pirámides cuidadosamente medidas y sintonizadas con las energías paracósmicas se perdió, y todo el conocimiento se convirtió en un puñado de reglas mal entendidas y recuerdos confusos. Los antiguos eran muy sabios, y jamás se les habría ocurrido construir pirámides de gran tamaño. Una pirámide muy grande podía hacer que ocurrieran cosas muy extrañas, cosas tan extrañas que comparadas con ellas las meras fluctuaciones temporales parecerían francamente insignificantes.

Por cierto, y en contra de lo que cree la opinión popular, las pirámides no son capaces de conseguir que una cuchilla de afeitar recobre el filo perdido. Lo único que hacen es transportarla hacia atrás en el tiempo hasta un momento en el que aún estaba afilada. Es muy probable que se trate de algo cuántico.

Teppic yacía sobre los estratos de su cama con los oídos aguzados al máximo.

Había dos guardias al otro lado de la puerta, otros dos apostados en el balcón y —Teppic estaba impresionado ante la capacidad de previsión de Dios—, uno en el tejado. Teppic podía oír claramente cómo intentaban no hacer ningún ruido.

Teppic no había podido protestar, naturalmente. Si se sospechaba que incrédulos blasfemos vestidos de negro tenían intención de entrar en el palacio había que proteger a la sagrada persona real. Era innegable, ¿verdad?

Teppic se deslizó sobre la inflexible solidez del colchón hasta poner los pies en el suelo y avanzó por entre la penumbra hasta llegar al rincón donde se alzaba la estatua de Bast, el Dios con Cabeza de Gato. Hizo girar lentamente la cabeza hasta desenroscarla, metió la mano en el agujero y sacó su traje de asesino. Se vistió rápidamente maldiciendo mentalmente la falta de espejos, cruzó la habitación y se agazapó detrás de una columna.

El único problema que podía detectar era lo difícil que le resultaba contener la risa. Ser soldado en Djelibeibi no era un trabajo muy arriesgado. Jamás se había producido el más mínimo atisbo de rebelión popular, y dado que cada vecino era capaz de aplastar al reino en cuestión de segundos por la fuerza de las armas no parecía haber ninguna razón válida que justificara la pérdida de tiempo que supondría crear un ejército de guerreros belicosos y amantes de su oficio. De hecho lo último que deseaban los sacerdotes era un montón de soldados entusiastas. Los soldados entusiastas sin batallas que les distraigan no tardan en aburrirse y empiezan a concebir ideas muy peligrosas, como por ejemplo que si echaran a los sacerdotes serían capaces de gobernar el país mucho mejor de lo que lo estaban gobernando ellos.

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