Se llamaba Grinjer, y era constructor de modelos.
Los modelos siempre le habían intrigado. Hasta el labrador más humilde esperaba ser enterrado con una selección de animales de granja tallados a mano que se convertirían en animales de verdad en el Otro Mundo. Nadie tenía muy claro cómo se producía dicha transformación, pero nadie dudaba de ella. Muchos se conformaban con una vaca tan flacucha que parecía un soporte para tostadas en este mundo porque eso les permitiría contar con todo un rebaño de raza en el próximo. Los nobles y los faraones disfrutaban del catálogo completo, el cual incluía carruajes, casas, embarcaciones y cualquier otra cosa que fuera lo suficientemente grande o difícil de introducir en una tumba. Cuando llegabas al otro lado de la barrera cada modelo se convertía en lo que representaba.
El faraón frunció el ceño. Cuando estaba vivo siempre había sabido que ésa era la pura y simple verdad. No había dudado de ella ni un instante, pero ahora…
Grinjer sacó la lengua por una comisura de los labios mientras movía con infinita delicadeza las pinzas que unirían un remo minúsculo a una trirreme fluvial a escala 1/80 tan perfecta que no le faltaba ni el más mínimo detalle. Todas las superficies planas de su parte del taller estaban llenas de artefactos y animales enanos; y algunas de sus creaciones más impresionantes colgaban del techo suspendidas mediante alambres.
El faraón ya había asistido como oyente invisible a varias conversaciones gracias a las que sabía que Grinjer tenía veintiséis años, que no había logrado dar con ningún remedio que detuviera el avance inexorable de su acné y que seguía viviendo en casa de su madre consagrando las tardes y buena parte de las noches a la fabricación de modelos. Uno de los bolsillos de la chaqueta de pana que tenía por mente albergaba la esperanza de que algún día conocería a una joven guapa y buena que sabría comprender lo importantísimo que era asegurarse de que un carruaje ceremonial tirado por seis bueyes no careciese de ningún detalle, que le sostendría el pote del pegamento y que siempre estaría allí para ofrecerle un pulgar cuando algún modelo necesitara una presión firme y sostenida hasta que las piezas hubieran quedado unidas entre sí.
Grinjer era consciente del resonar de trompetas y el ajetreo que se estaba produciendo detrás de él, pero los ignoraba. Últimamente siempre parecía haber ruido por una cosa o por otra, y Grinjer había descubierto que la causa siempre era trivial. La gente no sabía escoger sus prioridades. Llevaba dos meses esperando recibir unas cuantas onzas de varnillo pegador y a nadie parecía importarle que no llegara. Grinjer hizo girar su monóculo especial de joyero hasta dejarlo en una posición más cómoda y colocó en su sitio otro remo diminuto.
Alguien estaba de pie junto a él. Bueno, ya que estaba allí quizá pudiera servir de algo…
—¿Podrías poner el dedo ahí? —preguntó sin volverse a mirar—. Sólo será un minuto, hasta que se haya secado el pegamento.
La temperatura pareció bajar de golpe. Grinjer alzó la vista y se encontró contemplando una máscara de oro que le sonreía. Dios estaba mirando por encima del hombro de la máscara, y la piel de su rostro se estaba oscureciendo a toda velocidad en un cambio de colores que un experto como Grinjer no tuvo ninguna dificultad en identificar. «Número 13 (Carne Pálida) al Número 37 (Púrpura Crepuscular, Brillo)», pensó.
—Oh —dijo.
—Es magnífico —dijo Teppic—. ¿Qué es?
Grinjer le contempló en silencio y parpadeó. Después bajó la vista hacia el modelo y volvió a parpadear.
—Es una trirreme fluvial khaliana de veinticinco metros con espolón de abordaje y cubierta trasera cola-de-pez —respondió de manera automática.
En cuanto hubo terminado de hablar tuvo la impresión de que se esperaba algo más de él, y hurgó en su mente buscando frases más adecuadas a la situación.
—Tiene más de quinientas piezas —añadió—. Cada plancha de la cubierta ha sido cortada y pulida por separado, ¿veis?
—Fascinante —dijo Teppic—. Bien, no quiero entretenerte más. Sigue adelante, lo estás haciendo muy bien.
—Y la vela se puede desplegar y arriar —dijo Grinjer—. Si se tira de este hilo entonces…
La máscara desapareció y fue sustituida por el rostro de Dios. El gran sacerdote le lanzó una breve mirada cuyo significado era inconfundible —«Ya hablaremos de esto después», decía la mirada—, y se apresuró a seguir al faraón. El fantasma de Teppicamón XXVII le imitó.
Los ojos de Teppic se movían locamente detrás de la máscara. Allí estaba… el umbral que daba acceso a la sala de los sarcófagos. Forzó un poco la vista y logró distinguir el que contenía a Ptraci. La cuña de madera seguía en su sitio.
—Me temo que nuestro padre está aquí, Alteza —dijo Dios.
Si quería, el gran sacerdote podía moverse tan silenciosamente como un fantasma.
—Oh, sí.
Teppic vaciló durante unos momentos, acabó yendo hacia el gigantesco sarcófago sostenido por un par de caballetes y lo contempló en silencio. El rostro dorado que coronaba la tapa tenía el mismo aspecto que cualquier otra máscara.
—Un parecido soberbio, Alteza —sugirió Dios.
—S-sí —dijo Teppic—. Sí, supongo que sí. No cabe duda de que parece más contento. Supongo…
—Hola, hijo —dijo el faraón.
Sabía que nadie podía oírle, pero se sentía más a gusto hablándoles. Era mejor que hablar consigo mismo, y pronto tendría tiempo más que suficiente para dedicarse a eso.
—Creo que consigue expresar y realzar sus mejores cualidades, oh Comandante de los Cielos —dijo el jefe de escultores.
—Parezco un maniquí de cera con estreñimiento crónico.
Teppic inclinó la cabeza a un lado.
—Sí —dijo con cierta vacilación—. Sí. Eh… Estupendo. Buen trabajo.
Dio media vuelta y volvió a clavar la mirada en el umbral.
Dios movió la cabeza en una señal dirigida a los guardias apostados a cada lado del pasillo.
—Si tenéis la bondad de disculparme Alteza… —dijo muy educadamente.
—¿Hmmm?
—Los guardias tienen que seguir con el registro.
—Claro, claro. Oh…
Dios se lanzó a toda velocidad hacia el sarcófago que contenía a Ptraci en un avance imparable flanqueado por dos grupos de guardias. Agarró la tapa con las dos manos y tiró de ella levantándola hacia atrás.
—¡Ved! —gritó—. ¿Qué hemos encontrado?
Dil y Gern fueron hacia él, inclinaron la cabeza y miraron dentro del sarcófago.
—Virutas —dijo Dil.
Gern olisqueó el aire.
—Pero huelen muy bien, ¿no? —dijo.
Los dedos de Dios tamborilearon sobre la tapa del sarcófago. Teppic nunca había visto al gran sacerdote en una situación donde no supiera qué hacer. Dios llegó al extremo de dar unos cuantos golpecitos con los nudillos en los lados del sarcófago, aparentemente buscando algún panel secreto.
Después volvió a colocar la tapa en su sitio manejándola con mucho cuidado y le lanzó una mirada entre vacua y perpleja a Teppic, quien por primera vez se alegró de que la máscara dorada ocultase su expresión.
—No está ahí —dijo su padre—. Salió para atender a una llamada de la naturaleza cuando los hombres hicieron la pausa del desayuno.
«Debe de haber salido del sarcófago —se dijo Teppic—. Bien, ¿y dónde está ahora?»
Dios recorrió la habitación lentamente con la mirada. Sus ojos oscilaron de un lado a otro como si fueran la aguja de una brújula y acabaron posándose en el sarcófago que contenía la momia del faraón. El sarcófago era muy grande. Y muy espacioso. Y parecía envuelto en una vaga aureola de inevitabilidad.
Dios cruzó velozmente la habitación de un par de zancadas y levantó la tapa.
—No hace falta que te tomes la molestia de llamar —gruñó el faraón—. No he de ir a ningún sitio.
Teppic se arriesgó a echar un vistazo. La momia de su padre no podía estar más sola.
—Dios, ¿estás seguro de que te encuentras bien? —preguntó.
—Sí, Alteza. Nunca se es demasiado precavido, Alteza. Está claro que no se encuentran aquí, Alteza.
—Tienes cara de que no te sentaría mal un poquito de aire fresco —dijo Teppic.
Una parte de su mente le reprochaba que estuviera haciendo esto, pero las demás partes estaban decididas a hacerlo y eran mayoría. Dios desorientado y sin saber cómo reaccionar era un espectáculo impresionante y ligeramente desconcertante. Hacía que tus instintos empezaran a temer por la estabilidad de las cosas.
—Sí, Alteza. Gracias, Alteza.
—Siéntate un ratito. Ordenaré que te traigan un vaso de agua y después iremos a inspeccionar la pirámide.
Dios se sentó.
Hubo un ruido de madera astillada tan terrible como débil.
—Se ha sentado encima de la trirreme —dijo el faraón—. Es la primera vez que le veo hacer algo mínimamente gracioso.
La pirámide hacía que la palabra «inmenso» cobrara un nuevo significado. Su masa colosal curvaba el paisaje que se extendía a su alrededor. Teppic tuvo la impresión de que su peso estaba deformando la mismísima forma de las cosas, y pensó que había empezado a tensar el reino como si éste fuese una lámina de goma y la pirámide una bola de plomo colocada sobre ella.
Sabía que era una idea ridícula. Por muy grande que fuese la pirámide resultaba minúscula comparada con… ¿Con qué? Bueno, con una montaña por ejemplo.
Pero comparada con cualquier otra cosa que no fuese una montaña la pirámide resultaba grande… muy grande. Y, de todas formas, las montañas tenían que ser grandes y la textura del universo ya estaba acostumbrada a la idea de que lo fuesen. La pirámide había sido creada por las manos del hombre, y era mucho más grande de lo que habría debido ser cualquier objeto creado por las manos del hombre.
Y también estaba muy fría. El mármol negro de sus flancos estaba cubierto de escarcha que brillaba con destellos blancos bajo los abrasadores rayos del sol de la tarde. Teppic cometió la estupidez de tocarlo y dejó una capa de piel pegada a la superficie.
—¡Está helada!
—Ya ha empezado a almacenar energía, oh Aliento del Río —dijo Ptaclusp, que estaba sudando a chorros—. Es el como-se-llame… eh… el efecto frontera.
—Observo que habéis dejado de trabajar en las cámaras funerarias —dijo Dios.
—Los hombres… la temperatura… los efectos frontera… riesgo un poquitín excesivamente excesivo… —balbuceó Ptaclusp—. Eh… Esto…
Los ojos de Teppic fueron del uno al otro.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Hay problemas?
—Esto… Eh… —dijo Ptaclusp.
—La pirámide se encuentra muy adelantada. Estáis haciendo un trabajo maravilloso —dijo Teppic—. Habéis invertido una tremenda cantidad de esfuerzo en el proyecto, ¿eh?
—Esto… Sí. Sólo que…
Silencio, salvo por los sonidos distantes de los trabajadores y el débil siseo del aire allí donde entraba en contacto con las superficies de la pirámide.
—En cuanto pongamos la punta todo irá bien —consiguió decir el constructor de pirámides por fin—. En cuanto empiece a descargar energía se habrán acabado los problemas. Eh…
Extendió una mano y señaló la punta de electro. Era sorprendentemente pequeña, apenas unos treinta centímetros de lado, y reposaba sobre un par de caballetes.
—Si todo va bien deberíamos ponerla mañana —dijo Ptaclusp—. ¿Seguiremos contando con el honor de la presencia de Vuestra Majestad en la ceremonia? —Ptaclusp estaba tan nervioso que se llevó las manos al dobladillo de la túnica y empezó a estrujarlo frenéticamente con los dedos—. Habrá servicio de bar —añadió—. Y una llana de plata que os podréis llevar a casa cuando haya terminado la ceremonia. Es muy bonito. Todo el mundo grita «Hurra, hurra» y arroja el sombrero al aire.
—Desde luego —dijo Dios—. Será un honor.
—Para nosotros también, Alteza —se apresuró a decir Ptaclusp, siempre leal a la monarquía.
—Me refería a que será un honor para vosotros —dijo el gran sacerdote.
Se volvió hacia el patio que se extendía entre el río y la base de la pirámide, una gran explanada en la que se alineaban filas de estatuas y estelas conmemorativas de las grandes hazañas del faraón Teppicamón XXVII,[18] y extendió un dedo.
—Y ya podéis ir quitando eso —añadió.
Ptaclusp reaccionó con una mirada entre inocente y abatida.
—Esa estatua —dijo Dios—. Me estoy refiriendo a esa estatua de ahí.
—Oh. Ah. Bueno, pensamos que cuando la vierais en su sitio… eh… con la luz adecuada y todo eso, y tampoco hay que olvidar que Chist-Hera el Dios con Cabeza de Buitre es muy…
—Esa. Estatua. Fuera —dijo Dios.