Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—Bueno… —dijo el encapuchado por fin—. Tendré que dar la vuelta y entrar por la puerta. No te vayas, ¿de acuerdo?

Y desapareció hacia arriba después de haber pronunciado esas palabras.

Ptraci se dejó resbalar hasta que sus pies entraron en contacto con las frías piedras del suelo. ¡Entrar por la puerta! Ptraci se preguntó cómo se las arreglaría para conseguirlo. Un ser humano necesitaría abrirla antes.

Se agazapó en el rincón de la celda más alejado de la puerta y clavó los ojos en el pequeño rectángulo de madera.

Los minutos fueron transcurriendo muy despacio haciendo todo lo posible para resultar muy largos. En un momento dado Ptraci creyó oír un ruidito casi imperceptible, como un respingo ahogado.

Un rato después oyó un tintineo metálico tan débil que casi se encontraba más allá de los límites de la audición.

Un poco más de tiempo se enrolló en el carrete de la eternidad y el silencio que había fuera de la celda, que hasta entonces había sido el silencio que produce la ausencia de sonidos, se fue convirtiendo muy lentamente en el silencio causado por la presencia de alguien que no hace ningún ruido.

«Está al otro lado de la puerta», pensó Ptraci.

Después vinieron unos momentos de tenso silencio durante los que Teppic echó aceite sobre todos los pestillos y bisagras a fin de que cuando emprendiese el asalto final la puerta se abriera con una ausencia de ruido lo más espeluznante posible.

—¿Hola? —murmuró una voz en la oscuridad.

Ptraci retrocedió una fracción de milímetro y se pegó un poco más al rincón.

—Oye, te aseguro que he venido a rescatarte.

Ptraci forzó la vista y consiguió distinguir una sombra más negra silueteada contra la luz de las pirámides. La sombra dio un paso hacia adelante mucho más vacilante de lo que Ptraci habría esperado en un demonio.

—¿Vas a salir o no? —preguntó la sombra—. Me he limitado a dejar sin sentido a los guardias porque ellos no tienen la culpa de que te hayan encerrado, así que no disponemos de mucho tiempo.

—Me arrojarán a los cocodrilos en cuanto amanezca —murmuró Ptraci—. El faraón en persona así lo ordenó.

—Probablemente se equivocó.

El horror y la incredulidad se extendieron por el rostro de Ptraci y le dilataron las pupilas.

—¡Seré pasto del Devorador de Almas! —exclamó.

—¿Y te apetece serlo?

Ptraci respondió con un silencio dubitativo.

—Bueno, pues entonces… —dijo la sombra.

La cogió de la mano y Ptraci no ofreció resistencia. La sombra la llevó hasta el umbral de la celda, y después de cruzarlo Ptraci estuvo a punto de tropezar con el guardia caído en el suelo.

—¿Quién hay en las otras celdas? —preguntó la sombra señalando hacia la hilera de puertas que se extendía a lo largo del pasadizo.

—No lo sé —dijo Ptraci.

—¿Qué te parece si lo averiguamos?

La sombra deslizó el pitorro de una aceitera sobre las bisagras y pestillos de la puerta contigua a la de la celda de Ptraci y la abrió. El resplandor que entraba por la ventana-rendija iluminó a un hombre de mediana edad sentado en el suelo con las piernas cruzadas delante del cuerpo.

—He venido a rescatarte —dijo el demonio. El hombre alzó la mirada hacia él.

—¿Rescatarme? —preguntó.

—Sí. ¿Por qué estás aquí?

El hombre inclinó la cabeza.

—Estoy aquí porque blasfemé contra el faraón.

—¿De qué manera?

—Llevaba una roca en la mano y se me cayó encima del pie. Van a arrancarme la lengua como castigo.

La sombra asintió con la cabeza dando a entender que ya se imaginaba el resto.

—Y un sacerdote te oyó, ¿verdad? —preguntó.

—No. Yo se lo conté. Palabras como las que pronuncié no pueden quedar sin castigo —dijo el hombre en un tono tan reverente que hasta el mismo Dios lo habría aprobado.

«No cabe duda de que poseemos un auténtico talento natural para esta clase de cosas —pensó Teppic—. Unos simples animales jamás podrían comportarse de esta manera. Ser realmente estúpido es algo que sólo está al alcance de un ser humano.»

—Tengo la impresión de que deberíamos discutir esto fuera de la celda —dijo—. ¿Por qué no vienes conmigo?

El hombre se echó hacia atrás y clavó la mirada en su rostro.

—¿Quieres que me escape? —preguntó.

—Dada tu situación actual me parece que es una buena idea, ¿no crees?

El hombre le miró a los ojos durante unos segundos mientras sus labios se movían sin emitir ningún sonido. Después pareció tomar una decisión.

—¡Guardias! —gritó.

El grito del prisionero creó un sinfín de ecos que resonaron por todo el palacio dormido. Su aspirante a salvador le contempló con incredulidad.

—Locos —dijo Teppic—. Estáis todos locos.

Salió de la celda, cogió a Ptraci de la mano y echó a correr por los pasillos sumidos en las sombras. El prisionero que dejaron atrás había decidido sacar el máximo provecho posible a su lengua mientras la tuviera dentro de la boca y la estaba utilizando para lanzar un chorro de imprecaciones.

—¿Adónde me llevas? —preguntó Ptraci.

Acababan de doblar una esquina y estaban en un patio delimitado por columnas.

Teppic vaciló. Apenas había pensado en lo que haría después de que su plan de rescatarla hubiera llegado a cierto punto.

—¿Por qué se molestan en cerrar las puertas? —preguntó mientras contemplaba las columnas—. Es lo que me gustaría saber. Me sorprende que no volvieras a tu celda mientras yo estaba hablando con ese tipo.

—Yo… No quiero morir —murmuró Ptraci.

—No te culpo.

—¡No debes decir eso! ¡No querer morir está muy mal!

Teppic alzó los ojos hacia el tejado que corría alrededor del patio y desenrolló la cuerda de seda que terminaba en un garfio.

—Pensándolo bien creo que tendría que volver a mi celda —dijo Ptraci, pero no llegó a hacer ningún movimiento que pudiera llevarla en esa dirección—. Hasta el pensar en desobedecer al faraón está mal, ¿sabes?

—Oh, ¿de veras? ¿Y qué les ocurre a los que piensan en desobedecerle?

—Algo muy malo —respondió Ptraci sin concretar más.

—¿Algo peor que el que te arrojen a los cocodrilos o el que tu alma sea pasto del Devorador de Almas? —replicó Teppic.

Lanzó la cuerda y aseguró el gancho en alguna cornisa invisible del tejado.

—Esa observación es muy interesante —dijo Ptraci, con lo que ganó el Premio Teppic a la agilidad mental.

—Vale la pena pensar en ella, ¿no te parece?

Teppic tiró de la cuerda para averiguar si sería capaz de sostener su peso.

—Lo que estás diciendo es que si de todas formas te va a ocurrir lo peor que te puedas imaginar quizá no valga la pena tomarse tantas molestias —dijo Ptraci—. Si vas a ser pasto del Devorador de Almas hagas lo que hagas quizá valdría la pena saltarse lo de los cocodrilos. ¿Es eso?

—Sube primero —dijo Teppic—. Creo que se acerca alguien.

—¿Quién eres?

Teppic hurgó en su faltriquera. Había vuelto a Djelibeibi hacía un eón con sólo las ropas que llevaba puestas ahora, pero eran las ropas que le habían acompañado durante todo su examen. Alzó la mano sosteniendo en equilibrio un cuchillo del Número Dos y la luz de las pirámides arrancó reflejos a la hoja. Había muchas posibilidades de que aquel cuchillo fuese el único objeto de acero existente en todo el país. El problema no estribaba en que Djelibeibi no hubiese oído hablar del hierro, sino en el convencimiento general de que si tu tatarabuelo había conseguido arreglárselas durante toda su vida usando cobre tú no eras nadie para llevarle la contraria.

No, los guardias no se merecían el que utilizara los cuchillos. No habían hecho nada malo.

Sus dedos se cerraron sobre la bolsita de rejilla que contenía las tachuelas de cuatro puntas. Eran de un modelo pequeño, y cada punta apenas medía dos centímetros de longitud. Las tachuelas nunca han matado a nadie, pero obligan a ir un poco más despacio. Una o dos tachuelas clavadas en la planta del pie provocaban un acceso repentino de cautela y lentitud extremas en cualquier persona, salvo en las que padecían un caso terminal de entusiasmo y devoción al deber.

Teppic esparció unas cuantas tachuelas delante de la boca del pasillo, volvió corriendo hacia la cuerda y subió por ella con unos cuantos tirones y balanceos lo más rápidos posible. Llegó al tejado justo cuando los primeros guardias pasaban corriendo por debajo del dintel. Esperó hasta oír la primera maldición, enrolló la cuerda de seda y fue corriendo hacia la chica.

—Nos cogerán —dijo Ptraci.

—No lo creo.

—Y después de que nos hayan cogido el faraón ordenará que nos arrojen a los cocodrilos.

—Oh, no, no creo que él…

Teppic se calló antes de completar la frase. Era una idea muy intrigante, desde luego.

—Bueno, quizá lo hiciera —dijo por fin—. Hoy en día no hay forma de estar seguro de nada.

—¿Y qué hacemos ahora?

Teppic miró hacia la otra orilla del río. Las pirámides seguían emitiendo su luz. Las llamas silenciosas que brotaban de ellas revelaban que la Gran Pirámide aún no estaba terminada. Un enjambre de bloques empequeñecidos por la distancia flotaba alrededor de su punta. La cantidad de horas-hombre que Ptaclusp estaba invirtiendo en el proyecto resultaba realmente asombrosa.

«Ésa sí que dará luz —pensó Teppic—. Se podrá ver incluso en Ankh.»

—Son horribles, ¿verdad? —preguntó Ptraci a su espalda.

—¿Tú crees?

—Me ponen la piel de gallina. El faraón anterior las odiaba, ¿sabes? Decía que eran como clavos que mantenían unido el Reino al pasado.

—¿Y nunca dijo por qué?

—No. Las odiaba y punto. Era muy agradable. Y muy bueno. No como el nuevo.

Ptraci se sonó la nariz y volvió a colocar el pañuelo en el hueco apenas capaz de contenerlo formado por su sujetador cubierto de lentejuelas.

—Eh… Oye, ¿qué era lo que tenías que hacer exactamente? —preguntó Teppic—. Como doncella, quiero decir… —añadió mientras observaba el panorama de los tejados para ocultar lo incómodo que se sentía.

Ptraci lanzó una risita.

—No eres de por aquí, ¿verdad?

—No, la verdad es que no.

—Bueno, básicamente hablar con él. O escuchar. Cuando quería era capaz de charlar por los codos, pero siempre decía que en realidad nadie le escuchaba.

—Sí —dijo Teppic sintiendo una punzada de pena—. Y supongo que eso era todo, ¿eh?

Ptraci le miró fijamente y soltó una segunda risita.

—Oh, ¿pensabas en… en eso? No, era muy bueno, ya te lo he dicho. No es que me hubiera importado, entiéndeme. Me han enseñado todo lo que una doncella necesita saber, y la verdad es que al principio casi me sentí desilusionada. Las mujeres de mi familia llevan siglos sirviendo a los monarcas, ¿sabes?

—Ah, ¿sí? —logró decir Teppic.

—No sé si has visto alguna vez un libro llamado El palacio…

—… secreto —dijo Teppic reaccionando de forma automática.

—Ya me imaginaba que un caballero como tú lo habría leído —dijo Ptraci dándole un suave codazo en las costillas—. Es una especie de libro de texto. Bueno, pues mi tatarabuela posó para muchas de las ilustraciones. Ya hace algún tiempo de eso, claro… —añadió Ptraci por si se daba el caso de que Teppic no la hubiera entendido bien—. Ya lleva veinticinco años muerta así que hacerla posar ahora habría resultado un poco desagradable y nada estimulante. Cuando era joven mi abuela trabajó de modelo. Todo el mundo dice que me parezco mucho a ella.

—Urk —asintió Teppic.

—Llegó a ser muy famosa. Podía poner los pies detrás de la cabeza, ya sabes… Yo también puedo hacerlo. Me dieron un diploma especial por eso.

—¿Urk?

—Recuerdo que en una ocasión el difunto faraón me dijo que el sentido del humor es una compensación divina a los que renuncian al sexo. Creo que en esos momentos estaba bastante trastornado.

—Urk.

Las pupilas de Teppic se habían escondido debajo de los párpados y sólo se le veía el blanco de los ojos.

—Oye, no eres muy hablador, ¿eh?

La brisa de la noche estaba llevando el perfume de Ptraci hacia él. Ptraci usaba el perfume de la misma forma que un ejército de asedio los arietes.

—Tenemos que encontrar un sitio para que te escondas —dijo concentrándose en cada palabra—. ¿No tienes padres o algo así?

Teppic intentó ignorar el hecho de que la ausencia de sombras creada por los resplandores de las pirámides producía el curioso efecto de hacer que Ptraci pareciera hallarse envuelta en una aureola, pero no tuvo mucho éxito.

—Bueno, mi madre sigue trabajando en algún lugar del palacio —dijo Ptraci—. Pero creo que no le haría mucha gracia que fuese a verla en estas circunstancias.

—Hay que llevarte lejos de aquí —dijo Teppic con fervor—. Si puedes pasar el día escondida en algún sitio robaré unos caballos, un bote o lo que sea. Después podrías ir a Espadarta, a Efebas o a algún lugar.

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