—Ha de ser un oficio fascinante —siguió diciendo Teppic.
—Como desee Su Majestad, Majestad —dijo Ptaclusp—. Si Su Majestad tuviese la bondad de dar la orden…
—Y, dime, ¿cómo se construye una pirámide?
—¿Alteza? —preguntó Ptaclusp con expresión horrorizada.
—Hacéis que los bloques de piedra vuelen por los aires, ¿verdad?
—Sí, oh Alteza.
—Qué interesante. ¿Y cómo lo conseguís?
Ptaclusp se mordió el labio inferior con tanta fuerza que estuvo a punto de perforárselo. ¿Revelar secretos del Oficio? Le bastó con pensar en esa inimaginable posibilidad para sentir un escalofrío de horror. Y entonces ocurrió lo increíble, y Dios decidió acudir en su ayuda.
—Mediante ciertos signos y talismanes secretos sobre cuya naturaleza exacta no es aconsejable ni prudente hacer preguntas, Alteza —dijo—. Es la sabiduría de… —Dios hizo una breve pausa—, de los modernos.
—Supongo que debe de resultar mucho más rápido y cómodo que acarrear los bloques de un lado a otro manualmente, ¿no? —preguntó Teppic.
—Los métodos antiguos poseían cierta gloria, Alteza —dijo Dios—. Y ahora, ¿me permitís que os sugiera…?
—Oh. Sí, claro. Adelante, adelante.
Ptaclusp se limpió el sudor de la frente y fue corriendo hacia el borde del risco.
Agitó un pañuelo.
Todas las cosas están definidas por sus nombres. Cambia el nombre y cambiarás la cosa. Naturalmente el proceso es mucho más complicado de lo que suena explicado así, pero visto desde la perspectiva paracósmica se reduce básicamente a eso.
Ptaclusp IIb alzó su báculo y golpeó suavemente el bloque de piedra con la punta.
La atmósfera recalentada empezó a ondular por encima del bloque en una danza de remolinos, y la gigantesca masa de piedra fue subiendo lentamente entre chorritos de polvo hasta dejar tensas las cuerdas que la mantenían unida al suelo y se inmovilizó a un metro y medio de altura.
Y eso fue todo. Teppic había esperado unos cuantos truenos o, por lo menos, una aureola llameante, pero los trabajadores ya estaban agrupándose alrededor de otro bloque y un par de hombres empezaban a remolcar el primer bloque hacia el lugar donde se alzaría la pirámide.
—Muy impresionante —dijo en un tono algo entristecido.
—Ciertamente, Alteza —dijo Dios—. Y ahora debemos volver al palacio. Pronto será el momento de iniciar la Ceremonia de la Tercera Hora.
—Sí, sí, de acuerdo —replicó secamente Teppic—. Te felicito, Ptaclusp. Seguid así, ¿eh? Lo estáis haciendo pero que muy bien.
Ptaclusp estaba tan confuso y emocionado que faltó poco para que se herniara al hacer la reverencia.
—Desde luego, Alteza —dijo, y decidió que había llegado el momento de arriesgarse—. Alteza, ¿puedo mostraros los últimos planos?
—El faraón ya ha aprobado los planos —dijo Dios—. Y discúlpame si me equivoco, pero me parece que el proceso de construcción de la pirámide ya se encuentra considerablemente avanzado, ¿no?
—Sí, sí, pero… —balbuceó Ptaclusp—. Veréis, se nos ha ocurrido que esta avenida desde la que se domina la entrada, pues veréis, pensamos que sería un lugar maravilloso para colocar una estatua de por ejemplo Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre de los Invitados Inesperados, prácticamente a precio de coste, y…
Dios echó un vistazo a los esbozos que le alargaba el constructor de pirámides.
—¿Se supone que eso son alas? —preguntó.
—Ni tan siquiera a precio de coste, ni tan siquiera eso, os diré lo que vamos a hacer… —farfulló Ptaclusp con creciente desesperación.
—¿Y eso de ahí es una nariz? —preguntó Dios.
—Más bien un pico, más bien un pico —dijo Ptaclusp—. Escuchad, oh gran sacerdote, ¿qué os parecería si…?
—Creo que no quedaría bien —dijo Dios—. No, realmente creo que la avenida estará mucho mejor sin esa estatua.
Recorrió la cantera con la mirada buscando a Teppic, lanzó un gemido, arrojó los esbozos sobre las manos que el constructor de pirámides extendía hacia él en un gesto de súplica y echó a correr.
Teppic había bajado por el sendero que llevaba a los carros en que había venido el cortejo, había contemplado con expresión melancólica el hervidero de actividad que se agitaba a su alrededor y se había detenido para observar a un grupo de trabajadores que estaban retocando un bloque de piedra. Los trabajadores sintieron el peso de su mirada, se quedaron paralizados y le observaron con expresiones entre perplejas y asustadas.
—Bien, bien… —dijo Teppic, y empezó a inspeccionar el bloque aunque la suma de sus conocimientos sobre el arte de la construcción se podría haber esculpido a cincel en un grano de arena—. Qué trozo de roca tan espléndido, ¿verdad?
Se volvió hacia el trabajador más cercano, el cual reaccionó quedándose boquiabierto.
—Eres cantero, ¿no? —preguntó Teppic—. Supongo que es un trabajo muy interesante, ¿verdad?
Los ojos del trabajador empezaron a sobresalir de las órbitas. Su mano se aflojó y dejó caer el cincel que sostenía.
—Erk —dijo.
Dios estaba a cien metros de distancia aproximándose a toda velocidad por el sendero con los faldones de su túnica aleteando alrededor de sus piernas. El gran sacerdote se los subió hasta la altura de los muslos y se lanzó al galope. Las sandalias amenazaban con escapar de sus pies.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Teppic.
—Aaaaarghhh —dijo el hombre, cada vez más aterrorizado.
—Ya. Bueno, bueno… —dijo Teppic. Le cogió la mano más próxima y se la estrechó. Los fláccidos dedos del trabajador no ofrecieron ni la más mínima resistencia.
—¡Alteza! —aulló Dios—. ¡No!
Y el trabajador giró sobre sí mismo agarrándose el brazo derecho a la altura de la muñeca, gritó y empezó a luchar con su mano…
Teppic tensó los dedos sobre los brazos del trono y clavó la mirada en el gran sacerdote.
—Pero si es un simple gesto de amistad. No es nada más que eso. En el sitio del que vengo…
—¡Alteza, el sitio del que venís es éste! —tronó Dios.
—Pero… Cortarle la mano… ¡Es demasiado cruel!
Dios dio un paso hacia adelante. Cuando volvió a hablar su voz había recuperado la untuosidad habitual.
—¿Cruel, Alteza? Pero se hará con precisión y con todos los cuidados médicos necesarios, y se utilizarán drogas para eliminar el dolor. Os aseguro que el trabajador sobrevivirá a la amputación.
—Pero ¿por qué?
—Ya os lo he explicado. Alteza. No puede volver a utilizar esa mano sin profanarla. Es un hombre muy devoto y lo sabe. Veréis, Alteza, sois… Sois una divinidad, Alteza.
—Pero tú puedes tocarme. ¡Y los sirvientes también!
—Yo soy un sacerdote, Alteza —dijo Dios con amabilidad—. Y los sirvientes gozan de una dispensa especial.
Teppic se mordió el labio.
—Esto es barbarie pura —dijo.
Los rasgos de Dios permanecieron absolutamente inmóviles.
—No se hará —dijo Teppic—. Soy el faraón. Prohíbo que se haga.
Dios se inclinó ante el trono. Teppic reconoció el Modelo Número 49 de reverencia, Desdén Horrorizado.
—Vuestro deseo será obedecido, oh manantial de toda la sabiduría. Aunque, naturalmente, es posible que el trabajador decida… decida poner manos a la obra él mismo, y os ruego que disculpéis la forma de expresarlo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó secamente Teppic.
—Alteza, si sus colegas no se lo hubieran impedido lo habría hecho él mismo. Y con un cincel, según tengo entendido.
«Soy un forastero en una tierra familiar», pensó Teppic mientras le miraba fijamente.
—Comprendo —dijo por fin.
Siguió pensando en silencio durante unos momentos.
—Entonces la… la operación se llevará a cabo con el mayor cuidado posible y cuando haya terminado el trabajador recibirá una pensión vitalicia, ¿entendido?
—Se hará lo que vos digáis, Alteza.
—Una pensión lo bastante generosa para que pueda vivir sin problemas, ¿de acuerdo?
—Desde luego, Alteza. Hay que echarle una mano para que se acostumbre a su nueva situación —dijo Dios, impasible.
—Y quizá podríamos encontrarle algún trabajo en el palacio. Algo que no le exija demasiados esfuerzos…
—¿En calidad de cantero manco de Su Majestad, Alteza?
La ceja izquierda de Dios se curvó un par de milímetros.
—En calidad de lo que sea, Dios.
—Desde luego, Alteza. Vuestros deseos serán obedecidos. Me encargaré de averiguar si andamos escasos de manos cualificadas en algún departamento.
Teppic le fulminó con la mirada.
—Soy el faraón, ¿recuerdas? —dijo secamente.
—Es un hecho del que soy consciente cada hora que paso despierto, Alteza.
—Dios… —dijo Teppic cuando el gran sacerdote se disponía a salir de la sala del trono.
—¿Alteza?
—Hace unas cuantas semanas ordené que me trajeran una cama de Ankh-Morpork. Supongo que no sabrás qué ha sido de ella, ¿verdad?
Dios movió las manos en un gesto altamente expresivo.
—Alteza, tengo entendido que los piratas de la costa khaliana han incrementado notablemente sus actividades delictivas —dijo.
—E indudablemente los piratas también son responsables de que el experto del Gremio de Fontaneros y Zambulleros no se haya presentado todavía, ¿verdad? —preguntó Teppic con cierta amargura.[13]
—Sí, Alteza. Aunque también es posible que hayan sido los bandidos, Alteza.
—Puede que un pájaro gigante de dos cabezas haya bajado del cielo y se lo haya llevado —dijo Teppic.
—Todo es posible, Alteza —replicó el gran sacerdote.
Sus facciones irradiaban cortesía.
—Puedes irte, Dios.
—Alteza… Alteza, ¿puedo recordaros que los emisarios de Espadarta y Efebas os visitarán a la hora quinta?
—Sí. Puedes irte.
Teppic se quedó solo o, por lo menos, todo lo solo que podía aspirar a estar, lo cual quería decir que su soledad incluía la presencia de dos abanicadores, un mayordomo, dos gigantescos guardias nacidos en Maravillolandia estacionados junto a la puerta y un par de doncellas.
Oh, sí, las doncellas… Teppic aún no había conseguido acostumbrarse a su presencia. Suponía que eran escogidas por Dios —después de todo el gran sacerdote parecía supervisar personalmente todo el funcionamiento del palacio—, y le sorprendía que Dios hubiera demostrado tener tan buen gusto en lo tocante a pieles aceitunadas, pechos y piernas. En el caso concreto de aquellas dos la cantidad de tela que llevaban encima apenas habría servido para cubrir un platito de postre, y lo que resultaba más extraño era que el efecto global de su cuasi desnudez se reducía a convertirlas en dos piezas de mobiliario atractivas, capaces de moverse y tan asexuadas como un par de columnas. Teppic suspiró y se acordó de las mujeres de Ankh-Morpork, aquellas criaturas sorprendentes capaces de ir cubiertas de brocados desde el cuello hasta el tobillo y que pese a ello podían conseguir que un aula llena de adolescentes se sonrojara hasta las raíces de los cabellos.
Extendió un brazo hacia el cuenco de la fruta. Una chica se movió con la velocidad del rayo, le cogió la mano apartándosela delicadamente a un lado y cogió una uva.
—Por favor, no la peles —dijo Teppic—. La piel es lo mejor de la fruta, ¿sabes? Está llena de minerales y vitaminas muy nutritivas. Aunque supongo que no tendrás ni idea de esas cosas, ¿verdad? Las han inventado hace poco —añadió, básicamente para sí mismo—. Bueno, dentro de los últimos siete mil años —concluyó con amargura.
«Así que el tiempo fluye implacablemente y no se detiene nunca, ¿eh? —pensó—. Puede que se comporte así, en el resto del Disco, pero no aquí. Aquí se limita a irse amontonando como si fuese nieve. Es como si las pirámides nos frenaran y nos impidieran movernos del sitio, igual que esas cosas que utilizaban en la embarcación, esas como-se-llamen… ah, sí, las anclas marinas. Aquí todos los días son iguales. Mañana será las sobras de hoy recalentadas y puestas en un plato.»
La doncella no le hizo ningún caso y peló la uva. Los segundos-copos de nieve fueron cayendo sobre las losas.
Los gigantescos bloques de piedra flotaban por los aires y se colocaban en su sitio como si estuvieran tomando parte en una demolición invertida. Fluían de la cantera al solar donde se alzaría la Gran Pirámide deslizándose silenciosamente sobre el paisaje y se movían majestuosamente por encima de las negrísimas sombras rectangulares que proyectaban.
—He de admitir que resulta asombroso —dijo Ptaclusp mirando a su hijo. Estaban inmóviles el uno al lado del otro en lo alto de la torre de observación—. Algún día la gente se preguntará cómo demonios lo hicimos.
—Todoesejaleodelostroncosyloslátigosescosadelpasado,papá—dijo IIb—. Ya puedes tirarlos al cubo de la basura.