Teppic pasó una pierna por encima del alféizar y desenrolló la cuerda de seda. Enganchó el garfio en un desagüe situado dos pisos por encima de su cabeza y saltó por el hueco de la ventana.
Un asesino jamás utiliza la escalera.
Si queremos establecer cierta continuidad con los acontecimientos posteriores, quizá haya llegado el momento de explicar que el matemático más genial de toda la historia del Mundodisco estaba acostado y cenaba apaciblemente.
Resulta interesante observar que debido a la constitución propia de su especie la cena de dicho matemático consistía en su almuerzo.
Teppic dejó atrás el parapeto adornado con multitud de tallas que se alzaba cuatro pisos por encima de la Calle de la Filigrana cuando los gongs empezaban a resonar por toda Ankh-Morpork anunciando la llegada de la medianoche. Su corazón latía a gran velocidad.
Había una silueta delineada contra el telón de fondo de los últimos residuos de claridad dejados por el ocaso. Teppic se quedó inmóvil junto a una gárgola particularmente repulsiva para hacer un rápido examen de sus opciones.
Los rumores más sólidos que circulaban entre los estudiantes afirmaban que inhumar al examinador antes de que empezara el examen equivalía a obtener un aprobado automático. Teppic sacó un cuchillo Número Tres de su vaina y lo sopesó con expresión pensativa. Naturalmente, cualquier intentona o movimiento cuya intención declarada fuese la eliminación del examinador provocaría un suspenso igualmente automático y la pérdida de todos los privilegios docentes.[2]
La silueta no podía estar más inmóvil. Los ojos de Teppic se desplazaron hacia el laberinto de chimeneas, gárgolas, conductos de ventilación, puentes y escaleras que componían el decorado de los tejados de Ankh-Morpork.
«Claro —pensó—. Es un muñeco. Se supone que lo atacaré y eso quiere decir que él me está observando desde algún sitio… ¿Podré localizarle? No. Por otra parte, quizá se supone que pensaré que es un muñeco, a menos que él ya haya pensado que yo pensaré que…»
Descubrió que sus dedos habían empezado a tamborilear sobre la gárgola y se apresuró a ordenarles que se estuvieran quietos. ¿Cuál era el curso de acción más prudente en su situación actual?
Un grupo de juerguistas atravesó con paso tambaleante un charco de luz en la calle, cuatro pisos por debajo de donde estaba Teppic.
Teppic guardó el cuchillo en la vaina y se irguió.
—Señor… —dijo—. Estoy aquí.
—Muy bien —murmuró secamente una voz junto a su oreja.
Teppic pensó que la voz sonaba un poco extraña, pero siguió mirando hacia adelante. Mericet surgió de la nada delante de él y se quitó la capa de polvo gris que cubría sus huesudas facciones. Extrajo un trozo de tubería de su boca, lo arrojó a un lado, metió una mano dentro de su jubón y sacó una tablilla de anotaciones. Iba tan abrigado como si estuvieran en pleno invierno. Mericet era de la clase de personas que es capaz de congelarse incluso estando en el interior de un volcán.
—Ah… —dijo, y su voz goteaba desaprobación—. El señor Teppic, ¿eh? Bien, bien.
—Hace una noche excelente, señor —dijo Teppic.
El examinador replicó con una mirada gélida que parecía sugerir que cualquier tipo de observación sobre el clima sería recompensada automáticamente sustrayendo un punto de la calificación e hizo una anotación en su tablilla.
—Empezaremos con unas cuantas preguntas —dijo.
—Como desee, señor.
—¿Cuál es la longitud máxima permitida en un cuchillo de lanzamiento? —preguntó Mericet.
Teppic cerró los ojos. Durante la última semana no había leído nada que no fuese el Vertebrato. Podía ver la página ahora mismo flotando delante de la parte interior de sus párpados, pero las líneas borrosas del texto parecían burlarse de él. Los compañeros de clase que se las daban de enterados le habían asegurado que los examinadores jamás hacían preguntas sobre longitudes y pesos. «Suponen que te aprenderás de memoria las longitudes, los pesos y las distancias de lanzamiento, pero nunca…»
El terror le atravesó el cerebro como si fuese un alambre al rojo vivo y pateó despiadadamente su memoria haciendo que se pusiera en funcionamiento. Teppic vio la página con toda claridad.
—La longitud máxima de un cuchillo de lanzamiento puede ser de diez dedos o de doce si está lloviendo —recitó—. La distancia de lanzamiento…
—Nombre tres venenos que puedan ser administrados a través del oído.
Una brisa surgió de la nada, pero no produjo ningún efecto refrescante y se limitó a remover el calor de un lado a otro.
—El agárico de avispa, el acorión púrpura y la mostiza, señor —se apresuró a replicar Teppic.
—¿Y por qué no el espimato? —contraatacó Mericet con la rapidez de la serpiente.
—Se-señor, porque el espimato no es un ve-veneno, señor —logró tartamudear Teppic—. Es un antídoto extremadamente raro contra los venenos de algunas serpientes, y se obtiene… —Teppic sintió que iba cobrando seguridad en sí mismo y empezó a hablar más despacio. Todas aquellas horas de repasar viejos diccionarios parecían haber servido de algo…—, se obtiene del hígado del ganso hinchable, el cual…
—¿Cuál es el significado de este signo? —preguntó Mericet.
—… sólo se encuentra en…
La voz de Teppic se fue debilitando hasta perderse en el silencio. Inclinó la cabeza, entrecerró los ojos para ver mejor la complicada runa que había en la tarjeta sostenida por la mano de Mericet y acabó dejando que su mirada volviera a perderse más allá de una de las orejas del examinador.
—No tengo ni la más mínima idea, señor —dijo. Le pareció que sus oídos acababan de detectar una inhalación de aire tan débil que resultaba casi imperceptible y lo que podía ser la semilla infinitesimal de la que nacería un gruñido de satisfacción—. Pero si estuviera al revés… —siguió diciendo—. Si estuviera al revés sería un signo del Gremio de los Ladrones cuyo significado es «Casa con perros que ladran mucho».
El silencio que siguió a sus palabras fue absoluto, pero sólo duró un momento.
—¿Es cierto que la soga de asesinar está permitida en todas las categorías? —preguntó la voz del viejo asesino desde un lugar situado más o menos junto a su hombro derecho.
—Señor, las reglas indican que se harán tres preguntas —protestó Teppic.
—Ah. Y ésa es tu respuesta, ¿no?
—Eh… No, señor. Sólo era una observación, señor. La respuesta que corresponde a su pregunta es que todas las categorías pueden llevar encima la soga de asesinar, pero sólo los asesinos del tercer grado pueden utilizarla como una de las tres opciones… señor.
—Estás seguro de eso, ¿verdad?
—Señor…
—¿Quieres reconsiderarlo? ¿Deseas cambiar tu respuesta?
La voz del examinador se había vuelto tan untuosa que se habría podido utilizar para engrasar los ejes de una carreta.
—No, señor.
—Muy bien.
Teppic se relajó. La parte trasera de su túnica estaba empapada de un sudor helado y la tela se le había empezado a pegar a la espalda.
—Y ahora quiero que vayas hasta la Calle de los Tenedores de Libros obedeciendo todas las señales, sin apresurarte y etcétera, etcétera —dijo Mericet—. Te veré en la habitación que está debajo de la torre del gong en el cruce con el Callejón de las Auditorías. Y… ah, sí, ten la bondad de coger esto.
Le entregó un sobre no muy grande.
Teppic le entregó un recibo. Mericet se introdujo en el charco de sombras que había junto a una chimenea y desapareció.
El examinador nunca había sido muy amante de las ceremonias y las despedidas espectaculares.
Teppic hizo unas cuantas inspiraciones lo más profundas posible y dejó caer el contenido del sobre en la palma de su mano. El sobre contenía un bono del Gremio extendido al portador por valor de diez mil dólares de Ankh-Morpork. Era un documento de lo más impresionante coronado por el capuchón y la daga del sello gremial.
Bueno, ahora ya no podía echarse atrás… Había aceptado el dinero. O sobrevivía, en cuyo caso naturalmente seguiría la tradición y donaría el dinero al fondo para viudas y huérfanos del Gremio, o éste sería recuperado de su cadáver. El bono tenía las esquinas un poco arrugadas, pero Teppic no logró encontrar ninguna mancha de sangre.
Examinó sus cuchillos, se puso bien el cinturón del estoque, echó una rápida mirada a su espalda y empezó a trotar hacia su destino.
Teppic se consoló pensando que Mericet podría haber escogido un sitio mucho peor. Los rumores que corrían entre los estudiantes afirmaban que sólo había media docena de rutas usadas durante los exámenes, y las noches de verano estaban repletas de estudiantes que se enfrentaban a los tejados, torres, aleros y desagües de la ciudad. La escalada urbana era un deporte por derecho propio que contaba con muchos practicantes en todas las fraternidades estudiantiles; y también era una de las pocas actividades en las que Teppic estaba seguro de poder hacer un buen papel. Había sido capitán del equipo que derrotó a la Casa del Escorpión durante la final de los Juegos de Pared. Y ésta era una de las rutas más sencillas…
Llegó al final del tejado, se dejó caer, aterrizó sobre una cornisa y corrió sin ninguna clase de problemas a lo largo del edificio dormido, saltó la corta distancia que le separaba de las baldosas que cubrían el tejado del gimnasio de la Asociación de Jóvenes Adoradores Reformados de Bel-Shamharoth, Dios de las Viscosidades Purulentas, bajó rápidamente por la pendiente gris, trepó cuatro metros de pared sin reducir la velocidad y se encontró sobre el tejado del Templo de la Ciega Io.
Una luna llena de color anaranjado se cernía sobre el horizonte. Allí arriba soplaba una auténtica brisa, y aunque no tuviera mucha potencia después del calor asfixiante de las calles resultaba tan refrescante como una ducha fría. Teppic apretó el paso disfrutando de la agradable caricia del aire en su cara y saltó del tejado siguiendo una trayectoria calculada con impecable precisión para hacerle caer sobre el tablón que llevaba al otro lado del Callejón de la Tapa de Latón.
Y descubrió que alguien, decidido a desafiar todas las leyes de la probabilidad, se había llevado el tablón.
En momentos así la vida de una persona pasa a toda velocidad por delante de sus ojos…
Su tía había llorado de una forma que Teppic encontró más melodramática que otra cosa, quizá porque la conocía muy bien y sabía que la anciana señora era más dura que el empeine de un hipopótamo. Su padre lucía su expresión más adusta y digna —aunque a veces se olvidaba de que debía mantenerla y parecía simplemente distraído—, e intentaba apartar las tentadoras imágenes de riscos y peces que se obstinaban en invadir su mente. Los sirvientes estaban alineados a lo largo del pasillo formando una doble hilera que empezaba al pie de la escalera principal, doncellas del palacio a un lado y eunucos y mayordomos al otro. Las mujeres le saludaron con una reverencia cuando pasó por delante de ellas, lo cual creó un efecto de ondulación sinoidal francamente hermoso que el matemático más genial de todo el Mundodisco habría apreciado si no fuera porque en aquellos momentos estaba muy ocupado dejando que un hombrecillo vestido con lo que parecía un camisón le golpeara con un palo.
—Pero… —La tía de Teppic se sonó la nariz—. Después de todo es un oficio, ¿no?
El padre de Teppic le dio unas palmaditas en la mano.
—Tonterías, flor del desierto —dijo—. Como mínimo es una profesión.
—¿Y dónde está la diferencia? —sollozó la tía de Teppic.
El padre de Teppic suspiró.
—Tengo entendido que en el dinero. Estoy seguro de que le sentará bien. Verá mundo, hará amigos, se pulirá un poco y estará tan ocupado que no tendrá tiempo de hacer travesuras y meterse en líos.
—Pero… El asesinato… Y es tan joven, y nunca ha mostrado ni la más mínima inclinación a… —La tía de Teppic se limpió los ojos con la esquina del pañuelo—. Eso no ha podido heredarlo de nuestro lado de la familia —añadió en un tono considerablemente acusatorio—. Ese cuñado tuyo…
—El tío Virt —dijo el padre de Teppic.
—¡Ir por el mundo matando gente!
—Creo que no utilizan esa palabra —dijo el padre de Teppic—. Creo que prefieren términos como «concluir» o «anular». O «inhumar», según tengo entendido.
—¿Inhumar?
—Creo que es bastante parecido al exhumar, oh majestuoso fluir de las aguas, sólo que se hace antes de que te entierren.