Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Teppic comprendió que conciliar el sueño iba a resultarle un poco difícil, quizá porque el cielo estaba tan iluminado como si alguien hubiera decidido celebrar un concurso de fuegos artificiales en el río.

El cansancio acabó arrastrando su cuerpo hasta una zona situada a medio camino entre el sueño y la vigilia, y un cortejo de imágenes que no tenían ni la más mínima lógica empezó a desfilar por detrás de sus globos oculares.

Por ejemplo, lo avergonzados que iban a sentirse sus antepasados cuando los arqueólogos del futuro tradujeran los frescos que los artistas de su reinado aún no habían pintado. «Garabato, águila estreñida, garabato, trasero de hipopótamo, garabato: Y en el año del Ciclo de Cephnet Teppic el Dios Sol hizo instalar la Fontanería y desdeñó las Almohadas de sus Antepasados.»

Soñó con Khuft, una silueta inmensa y barbuda que hablaba con truenos y rayos y que invocaba la ira de los cielos para que cayese sobre aquel miserable descendiente suyo que estaba traicionando un pasado tan noble.

Dios flotó a través de su campo visual y le explicó que como resultado de un edicto promulgado hacía varios miles de años era esencial que se casara con un gato.

Dioses con cabezas de todas las formas y tamaños compitieron por atraer su atención y le explicaron con toda clase de detalles los problemas que traía consigo el ser una divinidad mientras una voz que parecía venir de muy lejos intentaba conseguir que Teppic le hiciera caso y gritaba cosas que no logró entender, aunque en un momento dado le pareció oírle decir que el propietario de la voz no quería ser enterrado bajo un montón de piedras. Pero no tenía tiempo para concentrarse en aquello, pues acababa de ver a siete vacas gordísimas y a siete vacas flaquísimas, y lo más curioso era que una de ellas tocaba el trombón.

Pero ese sueño ya era muy viejo, y se presentaba prácticamente cada noche…

Y después vio a un hombre que disparaba flechas contra una tortuga…

Y después estaba caminando por el desierto y se encontró con una pirámide minúscula que apenas tendría diez centímetros de altura. Un vendaval terrible surgió de la nada y se llevó la arena, pero ahora ya no era un vendaval, era la pirámide que empezaba a brotar del suelo y la arena se escurría por sus caras relucientes…

Y la pirámide se fue haciendo más y más grande, y acabó siendo más grande que el mundo, y al final alcanzó tales dimensiones que el mundo era un puntito perdido en su centro.

Y en el centro de la pirámide ocurrió algo muy extraño.

Y la pirámide se fue haciendo más y más pequeña, y se llevó al mundo con ella, y se esfumó…

Naturalmente si eres faraón tienes derecho a sueños oscuros e indescifrables de primerísima categoría.

Otro día acababa de amanecer por cortesía del faraón, quien estaba hecho un ovillo en la cama con la ropa enrollada debajo de la cabeza sirviéndole de almohada. Los sirvientes del reino que habían pasado la noche durmiendo en el laberinto de piedra del palacio empezaron a despertar.

El bote de Dios se deslizó lentamente sobre las aguas y su proa acabó chocando suavemente con el embarcadero. Dios saltó del bote, corrió hacia el palacio y subió los peldaños de tres en tres frotándose las manos mientras pensaba en el día que se extendía delante de él y barajaba las horas y los rituales haciéndolos encajar en un esquema perfecto. Había tantos detalles de los que ocuparse y tantas cosas que hacer…

El jefe de escultores y fabricante de féretros se guardó el metro en el bolsillo después de doblarlo.

—Habéis hecho un buen trabajo, maese Dil —dijo. Dil asintió. La falsa modestia es algo desconocido entre los artesanos.

El escultor le dio un suave codazo en las costillas.

—Menudo equipo formamos, ¿eh? —dijo—. Vos los ponéis en adobo y yo los empaqueto.

Dil asintió, pero bastante más despacio que antes. El escultor contempló el óvalo de cera que sostenía en las manos.

—Aunque si he de seros franco la máscara mortuoria no me parece gran cosa —dijo.

Gern estaba muy concentrado con la cabeza inclinada sobre una esquina de la losa ocupándose de la última defunción producida entre los felinos de la Reina —Dil le había dejado que se encargara de todo sin su ayuda—, pero alzó los ojos con expresión horrorizada al oír aquellas palabras.

—Pues he procurado esmerarme al máximo con ella —dijo haciendo un mohín.

—Sí, me temo que ahí está el problema —dijo el escultor.

—Ya lo sé —dijo Dil poniendo expresión apesadumbrada—. Se trata de la nariz, ¿verdad?

—Yo pensaba más bien en el mentón.

—Y la nariz.

—Sí.

—Sí.

Los dos se sumieron en un lúgubre silencio y contemplaron el rostro cerúleo del faraón. El faraón les imitó.

¿Qué le pasa a mi mentón? No veo que tenga nada de malo.

Se le podría colocar una barba —dijo Dil por fin rompiendo el silencio—. Una barba lo taparía casi todo, ¿no?

—Sigue estando el problema de la nariz.

—Siempre se podría recortar un poquito… creo que bastaría con un centímetro o dos. Y quizá se podría hacer algo con los pómulos.

—Sí.

—Sí.

Gern estaba horrorizado.

—Pero… pero maeses… ¡Estáis hablando del rostro de nuestro difunto monarca! —protestó—. ¡No podéis hacer eso! Y además la gente se daría cuenta… —Vaciló—. Se darían cuenta, ¿verdad?

Los dos artesanos se contemplaron el uno al otro.

—Gern, Gern…. Pues claro que se darían cuenta —dijo Dil pacientemente—. Pero nadie dirá nada. Esperan que nosotros… eh… que mejoremos un poquito las cosas, ¿entiendes?

—Después de todo —dijo el jefe de escultores con voz jovial—, no pensarás que se van a plantar delante del féretro y que van a decir algo así como «No se le parece en nada. El faraón siempre tuvo cara de gallina miope», ¿verdad?

Muchísimas gracias. Oh, sí, muchísimas gracias, de verdad.

El faraón fue a sentarse junto al gato. Al parecer la gente sólo se tomaba la molestia de ser respetuosa con los muertos cuando creía que los muertos podían estar escuchando.

—Supongo que si se lo compara con los frescos resulta un poquito más feo —murmuró el aprendiz de embalsamador con voz vacilante y un poquito temblorosa.

—Has dado justo en el blanco —dijo Dil en un tono cargado de sobreentendidos—. Me parece que ya lo vas entendiendo, ¿eh?

Los rasgos francos, un poco toscos y abundantemente provistos de granos del aprendiz fueron cambiando tan lentamente como un paisaje lleno de cráteres cuando las nubes se deslizan sobre él. Gern estaba empezando a percatarse de que aquella conversación debía incluirse en el apartado «Iniciación a los secretos milenarios del oficio».

—Queréis decir que incluso los pintores cambian la… —empezó a decir.

Dil le miró y frunció el ceño.

—Nunca hablamos de eso —dijo. Gern intentó que sus facciones adoptaran una expresión lo más seria y digna de confianza posible.

—Oh —murmuró—. Sí, claro. Comprendo, maese Dil.

El jefe de escultores le dio una palmadita en la espalda.

—Eres un chico muy inteligente, Gern —dijo—. No se te escapa nada y aprendes deprisa, ¿eh? Después de todo, ser feo en vida ya es bastante malo. Piensa en lo terrible que resultaría pasar una eternidad en el Otro Mundo siendo igual de feo.

Teppicamón XXVII meneó la cabeza. «Cuando estamos vivos todos debemos tener el mismo aspecto —pensó—, y encima se aseguran de que seamos idénticos después de muertos… Menudo reino.» Bajó la mirada y se dedicó a observar el alma del felino recién fallecido, la cual estaba muy ocupada aseándose. Cuando estaba vivo siempre había odiado a los gatos, pero el que tenía al lado parecía bastante amistoso y quizá pudiera ser una buena compañía. Alargó cautelosamente una mano hacia su cabeza y la acarició. El gato ronroneó durante unos momentos, cambió bruscamente de parecer e intentó arrancarle una tira de carne de la mano. La muerte quizá cambiara un poco a los seres humanos, pero un gato sagrado no se dejaba afectar por algo tan insignificante.

Volvió a concentrar su atención en el trío y se dio cuenta de que la conversación había empezado a girar alrededor de una pirámide. Su pirámide, para ser exactos… El faraón siguió escuchando con creciente horror, y se enteró de que iba a ser la pirámide más grande de toda la historia del Viejo Reino. Ocuparía una parcela de terreno extremadamente fértil situada en una de las mejores zonas de la necrópolis. Haría que incluso la pirámide más grande existente en la actualidad pareciera el resultado de unos minutos de actividad infantil con una pala y un poco de arena mojada. Estaría rodeada por jardines de mármol y obeliscos de granito. Iba a ser el monumento conmemorativo más gigantesco e imponente que un hijo hubiera construido jamás a su padre.

El faraón lanzó un gemido.

Ptaclusp lanzó un gemido.

En los tiempos de su padre todo era más sencillo y agradable. Bastaba con tener grandes cantidades de obreros y de troncos y disponer de veinte años, lo cual resultaba muy útil porque así la gente tenía algo que hacer durante la Inundación cuando todos los campos desaparecían debajo de las aguas. En cambio ahora lo único que necesitabas era un joven espabilado con un trozo de tiza y los encantamientos adecuados.

Oh, había que admitir que resultaba impresionante. Siempre que te gustaran esa clase de cosas, claro…

Ptaclusp IIb estaba caminando alrededor del gigantesco bloque de piedra retocando una ecuación aquí o subrayando una inscripción hermética allá. Cuando hubo terminado alzó la mirada y dirigió una breve inclinación de cabeza a su padre.

Ptaclusp fue corriendo hacia el faraón y su séquito, quienes estaban observando el curso de los trabajos desde el risco que se alzaba junto a la cantera. El sol arrancaba destellos a la máscara. Una visita real, como si no tuviera bastantes problemas…

—Estamos preparados para empezar si tal es vuestro deseo, oh arco del cielo —dijo Ptaclusp—. El sudor ya había empezado a brotar de sus poros. «Por favor, por favor, otra vez no…»

Oh, dioses. El faraón acababa de volverse hacia él, y si no ocurría algún milagro, dentro de unos momentos volvería a Tratarle Como A Un Amigo.

Ptaclusp lanzó una mirada implorante al gran sacerdote. Dios sólo necesitó una casi imperceptible contracción de los rasgos para indicarle que no se proponía hacer absolutamente nada al respecto. Aquello era demasiado, y Ptaclusp no era el único que no estaba de acuerdo con esa nueva forma de tratar a los súbditos. Ayer mismo Dil había pasado por la espantosa experiencia de entretener al faraón durante media hora hablándole de su familia. No estaba bien. Lo que la gente esperaba de un faraón era que se quedase en su palacio, y aquello resultaba demasiado… El faraón fue hacia Ptaclusp con un caminar relajado y tranquilo cuidadosamente calculado cuyo objetivo era conseguir que el constructor de pirámides tuviera la sensación de estar entre amigos. «Oh, no —pensó Ptaclusp—. Va a Acordarse De Cómo Me Llamo…»

—Debo decir que en sólo nueve semanas has conseguido que esto avance de una forma increíble. Un comienzo realmente impresionante, mi buen… eh… Ptaclusp, ¿verdad? —preguntó el faraón.

Ptaclusp tragó saliva. Bien, ya no había forma de escapar.

—Sí, oh mano que se mueve sobre las aguas —dijo—, oh manantial de…

—Creo que bastaría con «Su Majestad» o «Alteza» —dijo Teppic.

Ptaclusp sucumbió al pánico y lanzó una mirada de pavor puro a Dios. El gran sacerdote torció el gesto, pero volvió a asentir.

—El faraón desea que te dirijas a su augusta persona… —Los rasgos de Dios se contorsionaron en una fugaz mueca de dolor—, de una manera informal. Al estilo de los bárba… de los habitantes de otras tierras.

—Debes considerarte muy afortunado por tener unos hijos con tanto talento y con tanta capacidad de trabajo, ¿no? —dijo Teppic contemplando el atareado panorama de la cantera que se extendía debajo de ellos.

—Me… me consideraré muy afortunado… oh… Alteza —consiguió balbucear Ptaclusp, quien había interpretado las palabras de Teppic como una orden.

El constructor de pirámides volvió a preguntarse por qué los faraones no podían conformarse con mandar sin rodeos como en los viejos tiempos. Ah, entonces al menos sabías cuál era tu posición… Los faraones de antes no se presentaban de repente en tu cantera para tratarte como si fueras su igual y ser encantadores. «Como si yo pudiera hacer salir el sol por mucho que me lo propusiera», pensó Ptaclusp.

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