—Bueno, en tal caso admito que son de lo más real que se puede encontrar. Haría falta una nueva palabra para definirlo —dijo IIa—. En ese caso nosotros podemos considerarnos como casi reales, ¿no os parece?
—No entiendes los verdaderos intríngulis del negocio, hijo mío. Crees que todo se reduce a llevar la contabilidad al día, ¿verdad? Bueno, pues hay algo más que eso.
—Es una cuestión de masa. Y del coeficiente entre el peso y la energía, claro…
Los dos volvieron la cabeza hacia Ptaclusp IIb, quien estaba inmóvil con los ojos clavados en los esbozos preliminares dando vueltas y más vueltas al punzón entre los dedos. Las manos le temblaban a causa de la excitación que apenas conseguía contener.
—La parte inferior de los muros tendrá que ser de granito, evidentemente —dijo Ptaclusp IIb hablando consigo mismo—. No, está claro que la piedra caliza no aguantaría, y menos teniendo en cuenta los flujos de energía que se producirán… Los flujos van a ser realmente grandes, oh, sí. Después de todo no estamos hablando de cuchillas de afeitar, ¿verdad? Este trasto será capaz de sacarle filo incluso a un alfiler.
Ptaclusp puso los ojos en blanco. Su dinastía sólo contaba con dos generaciones y ya empezaba a padecer problemas generacionales francamente serios. Uno de sus hijos había nacido para ser contable, y el otro estaba enamorado de algo tan abstruso e ininteligible como la nueva ingeniería cósmica. Ah, cuando Ptaclusp era joven esas tonterías ni tan siquiera existían… Entonces todo era cuestión de arquitectura. Dibujabas los planos, movilizabas a diez mil tipos repartidos en tres turnos con horas extra los fines de semana si el cliente tenía prisa y ya habías cumplido. Después de todo lo único que debían hacer era amontonar piedras, ¿verdad? Ptaclusp no creía que hiciera falta tomárselo como si el amontonar piedras fuese una grandiosa empresa cósmica.
¡Descendientes! Los dioses habían creído adecuado darle un hijo que era capaz de cobrarte la cantidad de aliento que gastabas al decir «Buenos días», y otro que adoraba la geometría y se pasaba las noches en vela diseñando acueductos. Te pasabas la vida sacrificándote y ahorrando para enviarles a las mejores escuelas, y después los muy ingratos te lo pagaban convirtiéndose en hombres educados.
—¿De qué estás hablando? —preguntó secamente.
—Bueno, meramente la descarga energética… —IIb cogió su ábaco y las cuentas de cerámica empezaron a deslizarse a lo largo de los alambres con un tintineo casi musical—. Supongamos que estamos hablando de unas dos veces la altura del modelo Ejecutivo, lo cual nos proporciona una masa de… más dimensiones codificadas de significados ocultos adicionales tal y como se detalla en el anteproyecto… hace tan sólo cien años esto habría sido imposible, claro. Con las técnicas primitivas de que disponíamos entonces no se habría podido…
Su dedo se convirtió en un manchón borroso.
IIa dejó escapar un bufido despectivo y cogió su ábaco.
—Caliza a dos talentos la tonelada… —murmuró—. Desgaste de las herramientas… costes de albañilería… penalizaciones por retrasos que corran a nuestro cargo… pérdida de materiales… oh, oh… costes financieros… mármol negro a precio de saldo…
Ptaclusp suspiró. Dos ábacos haciendo ruido durante todo el día, uno alterando la forma del mundo y el otro deplorando lo carísimo que salía cambiar el mundo. ¿Qué había sido de los dos trocitos de madera y la plomada?
Las últimas cuentas chocaron con los topes y se quedaron inmóviles con un último chasquido.
—Sería un auténtico salto cuántico en piramidología —dijo IIb echándose hacia atrás con una sonrisa mesiánica en los labios.
—Sería un auténtico salto cá… —empezó a decir IIa.
—Cuántico —dijo IIb saboreando la palabra.
—Sería un auténtico salto cuántico en las quiebras y suspensiones de pagos —dijo IIa—. Tendrían que inventar otra palabra nueva para eso.
—Puede valer la pena en términos de prestigio —dijo IIb—. Sería una estrategia empresarial del tipo «pierde dinero hoy, fórrate mañana». Creo que eso es lo que llaman ser un líder de pérdidas, ¿no?
—Desde luego. En lo que concierne a pérdidas siempre vamos los primeros, te lo aseguro —dijo IIa con amargura.
—¡Pero piensa en los resplandores que desprendería! En los milenios venideros la gente vendría a contemplarla y diría «Vaya, no cabe duda de que ese Ptaclusp entendía de pirámides…».
—¡Querrás decir que la llamarían la Locura de Ptaclusp!
Los hermanos ya se habían puesto en pie y se fulminaban con la mirada después de haber reducido la distancia existente entre sus narices a unos cuantos centímetros.
—¡Mira, hermanito, tu gran problema es que sabes calcular el coste de todo pero no conoces el valor de nada!
—Y tu problema, hermanito… Tu gran problema es que… ¡Que tú no entiendes de costes!
—¡El progreso de la humanidad no puede detenerse!
—¡Sí, pero hay que edificarlo sobre unos cimientos financieros lo más sólidos posible, por Khuft!
—La búsqueda del conocimiento…
—La búsqueda de la liquidez…
Ptaclusp dejó que siguieran discutiendo y volvió la cabeza hacia el patio iluminado por la luz de las antorchas en el que sus empleados estaban llevando a cabo un frenético inventario de las existencias actuales.
Cuando lo heredó de su padre el negocio no era gran cosa. De hecho, se limitaba a un patio lleno de bloques de piedra y esfinges varias, obeliscos, estelas y otros artículos de catálogo y a un grueso fajo de facturas por cobrar, la mayor parte de ellas ya enviadas varias veces al palacio junto con cartas redactadas en el tono más respetuoso posible explicando que al parecer la factura que presentamos hace novecientos años se ha extraviado de forma inexplicable, y que les quedaríamos muy agradecidos si tuvieran la amabilidad de tramitar el pago lo más rápidamente posible. Pero por lo menos en aquellos tiempos Ptaclusp disfrutaba trabajando. Todo era más íntimo y más manejable. Él, cinco mil trabajadores y la señora Ptaclusp llevando la contabilidad, nadie más.
«Tienes que hacer pirámides», le había repetido su padre una y otra vez. Oh, claro, el dinero se ganaba con las mastabas, las pequeñas tumbas familiares, los obeliscos conmemorativos y las mil y una chapuzas que siempre trae consigo una necrópolis, pero si no hacías pirámides era como si no hicieses nada. Todo el mundo lo sabía, e incluso el cultivador de ajos más miserable —el tipo de cliente que quería «algo mono y duradero, sí, puede que con unos cuantos adornos de mármol verde, de acuerdo, pero procure que no nos salgamos del presupuesto, ¿eh?»—, se lo pensaría dos veces antes de encargar el trabajo a un hombre que jamás había edificado una pirámide, y lo más probable era que después de habérselo pensado dos veces decidiera buscar a otro.
Y, naturalmente, Ptaclusp construyó pirámides, y habían sido unas pirámides excelentes, no como algunas de las que veías hoy en día, esos horrores que ni tan siquiera tenían el número de caras correcto y con unas paredes que se podían atravesar de una patada. Y, sí, la empresa había ido hacia arriba, y un encargo había traído otro más ambicioso e importante…
Construir la mayor pirámide de toda la historia…
En tres meses…
Con penalizaciones terribles si no estaba terminada a tiempo. Dios no había precisado lo terribles que llegarían a ser, pero Ptaclusp le conocía lo bastante bien para saber que había muchas probabilidades de que contaran con la participación de unos cuantos cocodrilos. Sí, no cabía duda de que serían realmente terribles…
Contempló las luces parpadeantes que bailoteaban a lo largo de las avenidas de estatuas, incluida la del maldito Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre de los Invitados Inesperados que había comprado hacía unos cuantos años porque los caprichos de la clientela son infinitos. El único cliente que se interesó por ella acabó rechazándola porque el pico no le parecía lo bastante imponente, y desde aquel entonces la estatua había demostrado ser invendible ni aun dejándola a precio de coste.
La mayor pirámide de la historia…
Y después de que te hubieras dejado la piel para que la nobleza del país dispusiera de su billete a la eternidad, ¿acaso se te permitía utilizar tus dotes profesionales en beneficio propio, digamos que construyendo una piramidilla de nada para que un servidor y la señora Ptaclusp tuvieran asegurado el acceso al Otro Mundo? Pues claro que no. Incluso su padre se había tenido que conformar con una mastaba, aunque Ptaclusp tenía que admitir que era una de las mejores mastabas de todo el río. Aquel mármol con vetas rojas traído desde la lejanísima Maravillolandia daba unos resultados magníficos, de eso no cabía duda. Muchos clientes se habían encaprichado con él nada más verlo, y la inversión redundó en beneficio del negocio. Su padre se habría sentido realmente orgulloso de él…
La mayor pirámide de la historia…
Y ni tan siquiera se acordarían de quién estaba debajo de ella… Que la conocieran como la Locura de Ptactusp o la Gloria de Ptaclusp le daba igual. «… DE PTACLUSP.» Eso era lo que realmente importaba.
Ptaclusp emergió de la laguna de sus pensamientos, volvió a prestar atención al mundo exterior y se enteró de que sus hijos seguían discutiendo.
Si ésta era la posteridad que le habían concedido los dioses… Bueno, Ptaclusp casi habría preferido conformarse con que le recordaran por todos los bloques de caliza de seiscientas toneladas que había esparcido a lo largo del Djel. Por lo menos los bloques de piedra caliza no hacían ruido.
—Callaros —dijo—. Los dos.
Los gemelos dejaron de discutir y se sentaron entre gruñidos y murmullos de protesta.
—He tomado una decisión —dijo Ptaclusp.
IIb jugueteó pensativamente con su punzón. IIa arrancó un tañido a los alambres de su ábaco.
—La construiremos —dijo Ptaclusp, y salió de la habitación—. Y si algún hijo no está de acuerdo con la idea será arrojado a las tinieblas de los abismos para que pase toda la eternidad entre el llanto y el rechinar de dientes —gritó por encima de su hombro después de haber cruzado el umbral.
Los dos hermanos se quedaron solos y siguieron fulminándose con la mirada durante unos momentos.
—Y de todas formas, ¿qué quiere decir eso de «cuántico»? —preguntó por fin IIa.
IIb se encogió de hombros.
—Quiere decir que añades una muesca más —replicó.
—Oh, ¿sólo se trata de eso? —murmuró IIa.
Las pirámides esparcidas a lo largo del valle del Djel ardían en silencio lanzando sus resplandores hacia el cielo nocturno y se iban desprendiendo de la energía acumulada durante el día.
Inmensos surtidores de fuego más frío que el hielo brotaban de sus puntas sin hacer el más mínimo ruido y subían hacia las alturas moviéndose con el veloz zigzagueo de los relámpagos.
Los reflejos de las constelaciones de los muertos y la aurora de la antigüedad se extendían sobre centenares de kilómetros cuadrados de desierto, pero en el valle del Djel las luces se confundían unas con otras hasta formar una cinta de fuego.
Estaba encima del suelo y había una almohada a un extremo. Tenía que ser una cama.
Teppic descubrió que empezaba a dudar de que lo fuese, pero siguió removiéndose y cambiando de postura en un intento de encontrar alguna parte del colchón que estuviese dispuesta a firmar un tratado de no agresión con su cuerpo. «Esto es ridículo —pensó—. Llevo toda la vida durmiendo en camas así, por no hablar de las almohadas de roca tallada… Nací en este palacio. Ésta es mi herencia, y debo estar preparado para aceptarla.»
Volvió a cambiar de postura.
«Lo primero que haré en cuanto me levante por la mañana será ordenar que un barco vaya a Ankh y vuelva lo más deprisa posible trayendo una almohada de plumas y una cama como es debido. Yo, el faraón, así lo he decidido y así se hará.»
Un nuevo cambio de postura y su cabeza chocó contra la almohada con un golpe ahogado.
Y la fontanería, claro… Era una idea magnífica. El provecho que se le podía sacar a algo tan simple como un agujero en el suelo era realmente asombroso.
Sí, fontanería. Y puertas, maldición. Teppic no estaba acostumbrado a que hubiera varias personas inmóviles a su alrededor esperando el momento de adelantarse a sus deseos, y las abluciones de antes de acostarse le habían resultado particularmente embarazosas. Y la gente, claro. Tenía que conocer a sus súbditos. Pasar el resto de su existencia encerrado en un palacio no le parecía una perspectiva muy prometedora.