—Lo siento —murmuró—. Lo que quería decir es… ¿Qué, oh, gran rey? Quiero decir que… Sólo el acarreo de los bloques exigirá… Uh. —Los labios del arquitecto temblaron espasmódicamente mientras su imaginación jugueteaba con varios comentarios posibles, los desarrollaba y veía cómo se convenían en cenizas bajo la mirada de Dios—. Bueno, Espadarta no se construyó en un día —farfulló por fin.
—Nos parece que ese trabajo no fue encargado por nosotros —dijo Dios, y obsequió a Ptaclusp con una sonrisa. En ciertos aspectos la sonrisa era aún peor que todo cuanto la había precedido—. Pagaremos una bonificación extra, naturalmente —añadió.
—Pero si nunca pa… —empezó a decir Ptaclusp, y no terminó la frase.
El arquitecto clavó la mirada en el suelo y dejó que sus hombros se fueran encorvando lentamente.
—Las penalizaciones por no terminar el trabajo a tiempo serán terribles, naturalmente —dijo Dios—. La cláusula habitual, ya sabes.
Ptaclusp ya no se sentía con ánimos de seguir discutiendo.
—Naturalmente —dijo admitiendo la derrota—. Es un honor, claro. Y ahora, si sus eminencias tienen la bondad de disculparme… Aún quedan unas cuantas horas de luz.
Teppic asintió.
—Gracias —dijo el arquitecto—. Que vuestras sagradas ingles den el máximo fruto posible. Eh… Con la respetuosa excepción debida a vuestro rango y condición, gran sacerdote.
Dios y Teppic le oyeron bajar corriendo por la escalera.
—Será magnífica. Un poco demasiado grande, pero… Sí, será magnífica —dijo Dios.
Volvió la cabeza hacia la columnata y contempló el panorama necropolitano que se extendía por la otra orilla del Djel.
—Será magnífica… —repitió.
Sintió una nueva punzada de dolor en una pierna y torció el gesto. Ah, sí, tendría que volver a cruzar el río aquella misma noche, no cabía duda… Tendría que haberlo hecho hacía varios días, y lo había estado retrasando con pretextos estúpidos. Pero, naturalmente, no estar en situación de servir adecuadamente al reino sería algo impensable…
—¿Te ocurre algo, Dios? —preguntó Teppic.
—¿Alteza?
—Me pareció que estabas un poco pálido.
Una oleada de pánico inundó los arrugados rasgos de Dios. El gran sacerdote hizo un terrible esfuerzo de voluntad y se irguió en toda su considerable estatura.
—Alteza, os aseguro que mi estado de salud no puede ser mejor. ¡Me encuentro perfectamente, Alteza!
—No te habrás estado excediendo, ¿verdad?
La expresión de terror provocada por las palabras de Teppic fue tan intensa que resultaba imposible confundirla con otra emoción.
—¿Excederme… Alteza?
—Siempre estás tan ocupado. Dios. El primero en levantarse, el último en acostarse… Deberías tomártelo con más calma.
—Sólo existo para servir, Alteza —replicó Dios en el tono de voz más firme de que fue capaz—. Sólo existo para servir.
Teppic se reunió con él en el balcón. El sol de primera hora del anochecer arrancaba reflejos a una cordillera creada por las manos del hombre. Lo que estaban contemplando no era más que el macizo central; las pirámides se extendían sin ninguna interrupción desde el delta hasta la segunda catarata, allí donde el Djel desaparecía en las montañas. Las pirámides ocupaban las mejores tierras, las que estaban más cerca del río. Hasta los labradores habrían considerado imperdonablemente sacrílego sugerir que quizá estarían mejor en otro sitio.
Algunas de ellas eran pequeñas y estaban construidas con bloques sin desbastar que conseguían darles un aspecto mucho más antiguo que el de las montañas que delimitaban el valle separándolo de las arenas del desierto. Después de todo las montañas siempre habían estado allí, y no se les podían aplicar adjetivos como «joven» o «vieja»; pero aquellas primeras pirámides habían sido construidas por seres humanos, esas bolsitas de agua pensante encerrada en frágiles acumulaciones de calcio que impedían su dispersión durante períodos de tiempo generalmente muy cortos. Las bolsitas habían convertido los peñascos en trozos más pequeños y relativamente más manejables que habían vuelto a juntar laboriosamente dándoles una forma más elegante que la original. Oh, sí, las pirámides eran realmente viejas…
Las modas habían ido fluctuando a lo largo de los milenios. Las pirámides más recientes eran de contornos esbeltos y ángulos más pronunciados, o tenían la parte superior plana y recubierta con losetas de mica. Teppic pensó que ni tan siquiera la más empinada de ellas obtendría una puntuación superior al 1 en la escala de cualquier escalador urbano, aunque algunas de las estelas y templos que se amontonaban alrededor de la base de las pirámides como si fuesen remolcadores apelotonados alrededor de los gigantescos acorazados de la eternidad podían ser dignos de que se les tomara en consideración.
«Acorazados de la eternidad que navegan majestuosamente a través de las neblinas del Tiempo —pensó Teppic—, navíos donde todo el mundo viaja en primera clase…»
Unas cuantas estrellas habían obtenido permiso para salir temprano. Teppic alzó los ojos hacia ellas. «Quizá haya vida en otros lugares —pensó—. Puede que en las estrellas… Si es cierto que existen miles de millones de universos colocados el uno al lado del otro y separados por una distancia tan minúscula como el grosor de un pensamiento tiene que haber gente en otros sitios. Pero estén donde estén, por mucho que lo intenten y por muy admirable que sea el esfuerzo que inviertan en ello estoy seguro de que jamás podrán llegar a ser tan increíblemente estúpidos como nosotros. Hay que reconocer que hemos hecho un trabajo magnífico, ¿no? Oh, claro, cuando llegamos los cimientos ya estaban puestos, pero llevamos centenares de millares de años dejándonos la piel en ello y hemos conseguido resultados insuperables.»
Se volvió hacia Dios. Tenía la sensación de que debía tratar de reparar una parte del daño que había causado.
—Puedes sentir cómo el tiempo irradia de ellas, ¿no te parece? —comentó afablemente.
—Disculpad, Alteza, ¿cómo decís?
—Las pirámides, Dios. Son tan antiguas…
Dios las contempló como si acabara de darse cuenta de que estaban allí.
—¿De veras? —preguntó—. Sí, supongo que lo son.
—¿Tendrás la tuya después de que…? —preguntó Teppic.
—¿Una pirámide? —replicó Dios—. Alteza, ya tengo una. Uno de vuestros antepasados tuvo la inmensa amabilidad de pensar en mi futuro.
—Supongo que te sentiste muy honrado —dijo Teppic.
Dios asintió cortésmente. Lo habitual era que los almacenes de la eternidad estuvieran reservados única y exclusivamente a la familia real.
—Es muy pequeña, naturalmente, y muy sencilla. Pero bastará, ya que mis necesidades también son sencillas.
—¿Sí? —preguntó Teppic bostezando—. Qué bien. Y ahora, si no te importa, creo que iré a acostarme. He tenido un día realmente agotador.
Dios se inclinó ante él moviéndose como si tuviera una bisagra en la cintura. Teppic ya se había dado cuenta de que el repertorio de reverencias de Dios incluía un mínimo de cincuenta modalidades distintas y tan sutilmente graduadas que cada una transmitía un mensaje de significado diferente y muy finamente matizado. Aquella reverencia parecía ser la Modelo Número 3, Soy Vuestro Humilde Servidor.
—Y también ha sido un día magnífico, Alteza. Os ha quedado muy bien, si me permitís que os lo diga.
Teppic no supo qué responder.
—¿Eso crees? —dijo por fin.
—Los efectos de nubes al amanecer resultaron particularmente efectivos.
—¿Sí? Oh. ¿También tengo algo que ver con el crepúsculo o eso funciona por sí solo?
—Su Majestad se complace en bromear —dijo Dios—. Los crepúsculos se producen sin necesidad de vuestra divina intervención, Alteza. Ja, ja.
—Ja, ja —repitió Teppic.
Dios hizo crujir los nudillos.
—Pero lo que realmente tiene mérito es el amanecer —dijo.
Los ya casi desintegrados pergaminos de Knudo afirmaban que la gran naranja del sol era devorada cada noche por Khé, la diosa del cielo, quien siempre dejaba una pepita para que hubiera un nuevo sol a la mañana siguiente. Y Dios sabía que los pergaminos no se equivocaban.
El Libro de la Vida en el Abismo afirmaba que el sol era el Ojo de Yay, quien recorría el cielo cada día en Su interminable búsqueda de las uñas de Sus sagrados pies.[12] Y Dios sabía que el Libro de la Vida en el Abismo no se equivocaba.
Los rituales secretos del Espejo Humeante mantenían que el sol era un agujero redondo en la burbuja de jabón azul de la diosa Nesh, que la burbuja no paraba de girar sobre sí misma desplazando el agujero que daba acceso al mundo real de llamas y calor que había más allá y que las estrellas eran los pequeños orificios por los que entraba la lluvia. Y Dios sabía que los rituales secretos del Espejo Humeante no se equivocaban.
El folklore popular afirmaba que el sol era una bola de fuego que se movía alrededor del mundo cada día, y que el mundo se hallaba encima del caparazón de una tortuga colosal que viajaba a través del vacío eterno que no tiene principio ni final. Y Dios también sabía que el folklore popular no se equivocaba, aunque ciertos aspectos teóricos del modelo cósmico que proponía le resultaban un poquito difíciles de entender.
Y el gran sacerdote sabía que Rhed era el Dios Supremo, y que Fon era el Dios Supremo —al igual que Hast, Ponh, Khubo, Thont, Io, Dhek y Esh-Pu-Tho—; que Herpetino Triskelero reinaba sobre el mundo de los muertos sin compartir las tareas de gobierno con ninguna otra deidad, y que lo mismo podía decirse de Síncope, de Siluro el Dios con Cabeza de Pez Gato y de Orexis-Nupt.
Dios era máximo gran sacerdote de una religión nacional que había estado fermentando, hirviendo y burbujeando en un proceso de sedimentación y producción de posos iniciado hacía más de siete mil años y que jamás había echado una divinidad al cubo de la basura porque siempre podía darse el caso de que resultara útil en un momento dado. Sabía que una gran cantidad de cosas que se contradecían las unas a las otras eran ciertas e indudables. Decir que no lo eran equivaldría a afirmar que los rituales y las creencias tenían tan poca importancia como unos cuantos granos de polvo, y en tal caso el mundo no existiría. El resultado básico de esta curiosa forma de pensar era que las cabezas de los sacerdotes del Djel podían albergar una colección de ideas capaz de hacer que incluso una mecánica cuántica palideciese y devolviera su caja de herramientas acompañándola con su dimisión irrevocable.
El báculo de Dios golpeaba las losas arrancándoles ecos mientras el gran sacerdote cojeaba por los tenebrosos y poco frecuentados pasillos que acabaron llevándole hasta un pequeño embarcadero. Desató el cabo del bote que había atracado en él, subió a la embarcación con cierta dificultad, cogió los remos y empezó a impulsarse por las turbias aguas del oscuro Djel.
Tenía la sensación de que sus manos y sus pies estaban demasiado fríos. Qué estúpido había sido, qué estúpido… No tendría que haber esperado tanto tiempo.
El bote avanzaba a sacudidas por el centro de la corriente moviéndose lentamente mientras la noche se desplegaba sobre el valle. Las pirámides de la otra orilla respondieron a las antiguas leyes y empezaron a iluminar el cielo.
Las luces también estaban encendidas en la sede de Ptaclusp y Asociados, Constructores Necropolitanos al servicio de las Dinastías. El padre y sus hijos gemelos estaban encorvados sobre la inmensa bandeja de cera de los diseños y discutían entre sí.
—No pagan nunca —se quejó Ptaclusp IIa—. Quiero decir que… No es un mero caso de que no puedan pagar, sino que ni tan siquiera parecen entender la idea de que hay que pagar. Por lo menos dinastías como la de Espadarta pagaban unos cien años después de haber recibido la factura. ¿Por qué no…?
—Hemos construido pirámides a lo largo del Djel durante los tres mil últimos años —le interrumpió su padre con cierta irritación—, y no nos ha ido tan mal, ¿verdad? No nos ha ido tan mal, creo yo. ¿Y sabéis por qué? Pues porque cuando los otros reinos vuelven la mirada hacia el Djel enseguida se dan cuenta de que allí hay una familia que realmente entiende de pirámides. Saben reconocer a unos conochuars en cuanto los ven, y se guían por lo que ellos hacen. «Sí, póngame lo mismo que a ellos pero añádale unos cuantos adornos más en la punta…» Y, de todas formas, estamos hablando de una realeza auténticamente real —siguió diciendo—, no de los advenedizos con que te encuentras hoy en día, esas dinastías de tres al cuarto que no te duran ni un miserable milenio. Ah, y además son semidioses, no hay que olvidarlo. No esperaréis que la realeza real se acuerde de algo tan insignificante como el que hay que pagar las facturas, ¿verdad? Ésa es precisamente una de las señales por las que se reconoce a los miembros de la realeza real, por si no lo sabíais. Nunca llevan dinero encima.