Dos pares de ojos giraron velozmente hacia él.
—Eh… —dijo Teppic. Dios enarcó una ceja.
—¿Alteza?
—Creo recordar que en una ocasión mi padre dijo que cuando… en fin, ya sabes… que cuando se… cuando se muriera le gustaría que… que… que le enterráramos en el mar.
El bufido de incredulidad ofendida que había estado esperando oír no se produjo.
—Se refería al delta —dijo Ptaclusp—. El suelo de esa zona es muy blando. Haría falta trabajar meses enteros para conseguir unos cimientos mínimamente decentes. Y, claro, luego corres el riesgo de que haya hundimientos, y no hay que olvidar la humedad. La humedad dentro de una pirámide es lo peor que hay.
—No, claro —dijo Teppic sudando bajo la mirada implacable de Dios—. Creo que mi padre pensaba en… bueno, yo… creo que quería ser enterrado no al lado del mar o cerca del mar sino… eh… dentro del mar.
La frente de Ptaclusp se llenó de arrugas.
—Vaya, eso es bastante más complicado —dijo con voz pensativa—. Es una idea muy interesante, desde luego. Sí, supongo que se podría hacer. Habría que construir una pirámide pequeña, un millón de toneladas como mucho, y transportarla sobre pontones o algo así…
—No —dijo Teppic intentando contener la risa—. Creo que mi padre pensaba en ser enterrado sin…
—Teppicamón XXVII sólo quiere una cosa y es que se le entierre sin ninguna dilación y lo más deprisa posible —dijo Dios en un tono de voz algo más untuoso que la seda engrasada—. Y no cabe duda de que necesitará lo mejor que puedas construir, arquitecto.
—No, estoy seguro de que lo has entendido mal —dijo Teppic.
Los rasgos de Dios se quedaron absolutamente inmóviles. Ptaclusp adoptó la expresión entre incómoda y atontada de quien se encuentra repentinamente de más en un lugar, y empezó a contemplar el suelo como si su supervivencia dependiera de que memorizase hasta el más mínimo detalle de las losas.
—¿Mal? —murmuró Dios.
—No te ofendas —dijo Teppic—. Estoy seguro de que ha sido sin querer y de que tus intenciones son buenas, pero… Bueno, cuando lo dijo parecía tenerlo muy claro y…
—¿Mis intenciones son buenas? —repitió Dios saboreando cada palabra como si fuese una uva en mal estado.
Ptaclusp tosió. Ya había terminado de estudiar el suelo, y decidió empezar con el techo.
Dios tragó una honda bocanada de aire.
—Alteza —dijo—, siempre hemos sido constructores de pirámides. Todos nuestros faraones están enterrados en pirámides. Es nuestra forma de hacer las cosas, Alteza. Es la única forma de hacer las cosas que existe.
—Sí, pero…
—No puede ser discutida —dijo Dios—. ¿Quién podría desear cualquier otro destino? Sellado con todos los artificios posibles y protegido contra las profanaciones del Tiempo… —La seda engrasada de su voz se convirtió en una coraza tan dura como el acero y tan burlonamente despectiva como un bosque de lanzas—. Protegido por toda la duración del Tiempo contra los insultos del Cambio…
Teppic bajó la vista hacia los nudillos del gran sacerdote y vio que estaban muy blancos. El hueso presionaba la carne como si quisiera escapar de ella.
Sus ojos fueron subiendo por el brazo cubierto de tela gris y acabaron llegando al rostro del gran sacerdote. «Dioses —pensó—, es realmente cierto. Su aspecto… Es como si se hubieran hartado de esperar a que muriera y hubieran decidido embalsamarle sin pasar por ese pequeño trámite preliminar.» Un instante después sus ojos se encontraron con los del gran sacerdote, y el encuentro de miradas resultó bastante ruidoso.
Teppic sintió como si su carne estuviera separándose lentamente de sus huesos. Tenía la sensación de ser tan insignificante como una efímera. Oh, una efímera necesaria, ciertamente, una efímera a la que se trataría con todo el respeto debido, pero aun así era un insecto y los derechos inherentes a su situación no eran muy impresionantes. La furia de aquella mirada que caía sobre él hacía que su cuota de libre albedrío fuese tan insignificante como la de un trozo de papiro atrapado en un huracán.
—Es voluntad del faraón que sea enterrado dentro de una pirámide —dijo Dios en el tono de voz que el Creador debía de haber utilizado para hacer los primeros esbozos de la luna y las estrellas.
—Esto… —dijo Teppic.
—El faraón tendrá la más hermosa e imponente de todas las pirámides —dijo Dios. Teppic se rindió.
—Oh —dijo—. Bueno, entonces… De acuerdo. Sí. Estupendo. La mejor, claro.
Ptaclusp dejó que el alivio se fuera extendiendo por toda su cara, sacó una tablilla de cera de un bolsillo con una floritura y extrajo un punzón de las profundidades de su peluca. Tenía bastante experiencia en aquel tipo de situaciones, y sabía que lo principal era cerrar el trato lo más pronto posible. Si permitía que las cosas llegaran hasta cierto punto sin tomar medidas al respecto un hombre podía acabar encontrándose con 1.500.000 toneladas de piedra caliza en las manos y nada que hacer con ellas.
—Entonces estamos de acuerdo en que se usará el modelo habitual, ¿verdad, oh agua en el desierto?
Teppic miró a Dios, quien estaba totalmente inmóvil con los ojos clavados en la nada dominando a los bulldogs de la Entropía por pura fuerza de voluntad.
—Yo había pensado en algo más grande —dijo con cierta desesperación.
—Ah, por supuesto, el modelo Ejecutivo —dijo Ptaclusp—. Muy exclusivo y elegante, oh base de la columna eterna. Dura una auténtica perpetuidad, desde luego… Además nuestra oferta especial de este eón consiste en varias medidas de significado paracósmico incorporadas al diseño básico sin ningún coste extra.
Miró a Teppic con expresión expectante.
—Sí, sí —dijo Teppic—. Estupendo.
Dios tragó aire.
—El faraón exige mucho más que eso —dijo.
—¿Sí? —murmuró Teppic poniendo cara de duda—. No, creo que me conformaré con…
—No, Alteza. Es vuestro deseo expreso que vuestro padre repose en el mayor de los monumentos que se han erigido hasta la fecha —dijo Dios sin perder la calma.
Teppic comprendió que aquello era una especie de juego entre él y Dios. El problema era que no conocía las reglas, no tenía ni idea de cómo jugar y sabía que iba a perder.
—¿De veras? Oh. Sí. Sí, claro, supongo que sí. Sí.
—Una pirámide que no tenga igual en todo el Djel —dijo Dios—. Es la orden del faraón. Así es como tiene que ser, ¿no os parece?
—Sí, claro, algo así. Eh… Y que tenga el doble del tamaño normal —dijo Teppic desesperadamente.
Tuvo la breve satisfacción de ver cómo incluso Dios parecía desconcertado aunque sólo fuese durante unos momentos.
—¿Alteza? —exclamó el gran sacerdote.
—Así es como tiene que ser, ¿no te parece? —replicó Teppic.
Dios abrió la boca disponiéndose a protestar, se dio cuenta de cómo le estaba mirando Teppic y volvió a cerrarla.
Ptaclusp movía velozmente el punzón sobre la tablilla mientras la nuez de su garganta subía y bajaba convulsivamente. Era maravilloso, realmente maravilloso… Algo así sólo ocurría una vez a lo largo de una carrera profesional.
—Puedo incluiros un recubrimiento exterior de mármol negro precioso —dijo sin apartar la vista de su tablilla—. Puede que tengamos la cantidad suficiente en la cantera… oh rey de las esferas celestiales —se apresuró a añadir.
—Estupendo —dijo Teppic.
Ptaclusp terminó de hacer anotaciones en la primera tablilla de cera y cogió otra.
—En cuanto a la punta, ¿qué os parece si la ponemos de electro? Si dibujas los planos con esa idea en la cabeza desde el principio siempre sale un poquito más barato, y además hay quien primero se conforma con que la punta sea de plata y luego vienen y te dicen «No sé, no me acaba de gustar, ¿y si la cambiáramos por otra de electro?», y entonces…
—Sí, que sea de electro.
—Y supongo que también querréis la distribución del modelo habitual, ¿verdad?
—¿Cómo?
—Una cámara funeraria y una antecámara, naturalmente. Si me lo permitís yo os recomendaría el modelo Memfis. Es muy elegante, y además incluye una sala del tesoro extra que hace juego con la decoración de las demás. Resulta muy útil para guardar todos esos pequeños objetos personales de los que no puedes separarte. —Ptaclusp dio la vuelta a la tableta y empezó a deslizar el punzón por el otro lado—. Y, naturalmente, supongo que también querréis una suite similar para la Reina, oh monarca que vivirá eternamente…
—¿Eh? Oh, sí… Sí, claro, supongo que sí —dijo Teppic mirando a Dios—. Quiero todo lo que sea necesario en estos casos, ya sabéis.
—No hay que olvidar los laberintos, por supuesto —dijo Ptaclusp intentando que no le temblara la voz—. Son muy populares en esta era. Ah, el laberinto es muy importante… Decidir que quieres un laberinto después de que los ladrones hayan entrado en la pirámide es una pérdida de tiempo y de dinero, ya podéis imaginarlo. Puede que yo sea un poquito anticuado, pero soy un firme partidario de los laberintos. Sí, no hay nada como un buen laberinto… Tal y como solemos decir los del oficio, puede que consigan entrar, pero nunca conseguirán salir. Hace aumentar un poquito el coste final, pero… ¿qué es el dinero en un momento como éste, oh señor de las aguas?
«¿Qué es el dinero? ¿Algo de lo que no disponemos, quizá?», dijo una vocecita perdida en las profundidades de la cabeza de Teppic. Teppic la ignoró. «Es el destino —se dijo—, y resistirse al destino nunca ha servido de nada.»
—Sí —dijo, y se irguió—. Laberintos… Una idea excelente. Que sean dos.
El punzón de Ptaclusp atravesó limpiamente la tablilla.
—Claro, oh piedra de las piedras, uno para él y uno para ella —graznó—. Muy bien pensado, y siempre resulta más cómodo. ¿Deseáis la selección de trampas habitual? Nuestra gama ofrece abismos, pozos de arena, pendientes engrasadas, bolas de piedra, lanzas que caen del techo, flechas…
—Sí, sí —dijo Teppic—. Queremos trampas. Que haya muchas trampas, montones de trampas. Las queremos todas. Sí, eso es… Poned una de cada.
El arquitecto tragó una honda bocanada de aire.
—Y, naturalmente, supongo que también desearéis incluir el número habitual de estelas, avenidas, esfinges ceremoniales… —empezó a decir.
—Cuantas más haya mejor —dijo Teppic—. Lo dejamos en vuestras manos.
Ptaclusp se limpió el sudor de la frente.
—Estupendo —dijo—. Maravilloso. —Se sonó la nariz—. Si me permitís que me atreva a decirlo, oh sembrador de la semilla, creo que vuestro padre es extremadamente afortunado al tener un hijo tan respetuoso y considerado. ¿Puedo añadir que…?
—Puedes marcharte —dijo Dios—, y esperamos que los trabajos empiecen de forma inmediata.
—Os aseguro que empezarán enseguida —dijo Ptaclusp—. Yo… Esto…
A juzgar por su expresión Ptaclusp parecía estar debatiéndose con algún problema filosófico de dimensiones más bien colosales.
—¿Sí? —preguntó Dios con voz gélida.
—Es que uh. Está el pequeño detalle del uh. No olvidemos el uh. Naturalmente, apreciadísimo y más antiguo de los clientes, pero el hecho es que uh. No es que exista ni la más leve duda sobre vuestra solvencia o capacidad de crédito, pero uh. No, yo no querría dar a entender ni por un solo instante que uh.
Dios le lanzó una mirada que habría hecho parpadear a una esfinge. De hecho una esfinge joven no sólo habría parpadeado, sino que habría acabado volviendo la cabeza en otra dirección.
—¿Deseas decir algo? —preguntó—. El tiempo de Su Majestad es extremadamente limitado y valioso.
Ptaclusp movió las mandíbulas sin emitir ningún sonido, pero no se necesitaban grandes dotes proféticas para predecir cómo terminaría la cosa. Cuando el gran sacerdote miraba de aquella forma incluso un dios podía quedar reducido a un estado de confusión balbuceante y temblorosa. Y lo peor era que las serpientes del báculo también parecían estarle observando…
—Uh. No, no. Lo siento, disculpadme. Estaba… eh… pensaba en voz alta, nada más. Entonces me marcho, ¿verdad? Sí, sí, creo que me marcho… Hay tanto que hacer. Uh.
Ptaclusp se despidió con una reverencia tan pronunciada que su cabeza casi tocó el suelo.
Llevaba recorrida la mitad de la distancia que le separaba del arco cuando Dios volvió a hablar.
—La pirámide tiene que estar terminada dentro de tres meses —añadió—. Ha de estar lista para la Inundación.[11]
—¿Qué?
—Estás hablando con el monarca número 1.398 del linaje real —dijo Dios con voz gélida.
Ptaclusp tragó saliva.