Teppic pensó en lo que acababa de decir. No tenía muchas ganas de ver a su padre, pero por lo menos la ceremonia serviría para distraer a los sacerdotes y les haría olvidar su obsesión de que se casara con una parienta aunque sólo fuese durante un rato. Teppic se inclinó y alargó un brazo en lo que esperaba resultara un gesto elegante y majestuoso para acariciar a uno de los gatos del palacio. Fue un error. La bestia olisqueó la mano que se le acercaba, hizo tal esfuerzo mental que bizqueó espantosamente y acabó atizándole un buen mordisco.
—Los gatos son sagrados —dijo Dios.
Las palabras que salieron de los labios de Teppic después de que hubiese recibido el mordisco le habían dejado entre sorprendido y escandalizado.
—Los gatos de patas largas, pelaje plateado y expresiones desdeñosas quizá lo sean —replicó Teppic examinando su mano—, pero en cuanto a éstos tengo mis dudas. Estoy seguro de que los gatos sagrados no van dejando ibis muertos debajo de la cama. Ah, Dios, y también estoy seguro de que los gatos sagrados que viven en un palacio rodeado por kilómetros y más kilómetros de arena no hacen sus necesidades dentro del palacio y, concretamente, sobre las sandalias del faraón.
—Todos los gatos son gatos —dijo Dios, lo cual era indiscutible pero también un tanto vago—. Y ahora, si tenéis la bondad de seguirnos…
Extendió una mano señalando hacia un arco distante.
Teppic le siguió lentamente. Llevaba lo que ya le parecían eras en su tierra natal, y seguía teniendo la sensación de que no encajaba. La atmósfera era demasiado seca. La ropa le molestaba. Hacía demasiado calor, e incluso los edificios le parecían indefiniblemente extraños. Las columnas, para empezar. En ca… en la escuela del Gremio de Asesinos las columnas eran unas cosas muy esbeltas con racimos de uvas, hojas de parra y otros adornos vegetales tallados alrededor de la parte de arriba. Aquí las columnas eran unas masas gigantescas con forma de pera, y cada vez que las miraba Teppic tenía la impresión de que la piedra se había escurrido hasta acumularse en la base.
Media docena de sirvientes iban detrás de ellos transportando los diversos objetos que simbolizaban el rango real.
Teppic intentó imitar la forma de caminar de Dios y descubrió que iba recordando los movimientos poco a poco. Tenías que girar el torso así, y luego volvías la cabeza así, y después extendías los brazos formando un ángulo de cuarenta y cinco grados con relación al cuerpo, ponías las palmas hacia abajo e intentabas dar un paso.
El báculo del gran sacerdote creaba ecos cada vez que entraba en contacto con las losas del suelo. Un ciego podría haber recorrido todo el palacio de un extremo a otro sin perderse siempre que fuese descalzo y siguiera las hileras de pequeñas oquedades que había ido creando a lo largo de los años.
—Me temo que descubriremos que nuestro padre ha cambiado un poquito desde la última vez en que le vimos —dijo Dios en un tono tan tranquilo como si quisiera charlar del tiempo.
Estaban ondulando por delante del fresco en el que la Reina Kaphut aceptaba el Tributo de los Reinos del Mundo.
—Sí, claro —dijo Teppic, algo sorprendido ante su tono de voz—. Ha muerto, ¿no?
—Cierto, cierto, ése es otro factor que no debemos olvidar —dijo Dios.
Teppic comprendió que no se había estado refiriendo a algo tan trivial como el estado físico actual del difunto faraón.
Sintió una avasalladora mezcla de horror y admiración. Dios no era especialmente cruel o insensible. Para el gran sacerdote la muerte era una simple transición irritante en el eterno negocio de la existencia, y el hecho de que las personas muriesen era una mera molestia cotidiana más, algo así como el ir de visita y descubrir que no hay nadie en casa.
«Qué mundo tan extraño —pensó Teppic—. No hay más que sombras que van de un lado a otro como si estuviesen muy ocupadas, y nunca cambia. Y yo formo parte de él…»
—¿Quién es? —preguntó.
Extendió una mano señalando un fresco particularmente grande en el que se veía a un hombre muy alto con un sombrero en forma de chimenea y una barba que parecía una soga. El carro de guerra tirado por caballos blancos que conducía estaba pasando sobre un montón de siluetas mucho más pequeñas.
—Su nombre está escrito en el cartucho que hay debajo —replicó Dios en un tono más bien seco.
—¿En el qué?
—En ese óvalo pequeño que hay debajo del fresco, Alteza —dijo Dios.
Teppic se acercó al fresco y examinó la densa masa de jeroglíficos.
—Águila flacucha, ojo, garabato, hombre con un palo, pájaro sentado en el suelo, garabato —leyó. Dios torció el gesto.
—Creo que deberíamos pensar seriamente en estudiar idiomas modernos —dijo, recobrándose un poquito del disgusto que le había producido la ignorancia de Teppic—. Su nombre es Pta-ka-ba. Es rey cuando el Imperio del Djel se extiende desde el Mar Circular hasta el Océano del Borde, cuando casi la mitad del continente nos paga tributo.
Teppic por fin se dio cuenta de qué era lo que tanto le había extrañado en la forma de hablar del gran sacerdote y que no había conseguido localizar hasta entonces. Dios era capaz de retorcer cualquier frase hasta el punto de ruptura sintáctica e incluso más allá de él si eso le permitía evitar el uso del pasado verbal. Señaló otro fresco.
—¿Y ésa? —preguntó.
—Es la Reina Khata-lina-ra-pta —dijo Dios—. Conquista el reino de Hocuantalandia mediante la astucia y los ardides. Esto ocurre en la época del Segundo Imperio.
—Pero está muerta, ¿no? —preguntó Teppic.
—Tengo entendido que sí —replicó el gran sacerdote después de una pausa tan corta que resultó casi imperceptible.
Sí, estaba claro que Dios y algunos tiempos verbales no se llevaban demasiado bien…
—He aprendido siete idiomas —dijo Teppic, envalentonado por la seguridad de que las calificaciones obtenidas en tres de esos siete idiomas estaban a buen recaudo en los archivos del Gremio y allí seguirían.
—¿De veras, Alteza?
—Oh, sí. Morporkiano, vanglemeshto, efébico, laotatiano y… algunos más —dijo Teppic.
—Ah. —Dios asintió, sonrió y siguió avanzando por el pasillo. Cojeaba ligeramente, pero aun así verle caminar te hacía pensar en el tictac del gran reloj de los siglos—. Las tierras bárbaras, ¿eh?
Teppic contempló a su padre. Los embalsamadores habían hecho un buen trabajo, y bastaba con mirarles para comprender que estaban esperando oírselo decir.
«Estoy contemplando un cadáver envuelto en vendas —dijo la parte de su ser que seguía viviendo en Ankh-Morpork—, y supongo que no creerán que envolverle en vendas le ayudará en algo, ¿verdad? En Ankh te mueres y te entierran o te queman o te arrojan a los cuervos. Aquí el morirse significa que debes adaptarte a una existencia muy sedentaria y que a partir de ese momento te darán lo mejor que haya en la cocina. Es ridículo… ¿Cómo se puede gobernar un reino semejante? Parecen creer que estar muerto es como estar sordo. Basta con hablar un poco más alto y todo arreglado.»
Pero Teppic también podía oír una segunda voz mucho más vieja que la primera. «Llevamos siete mil años gobernando un reino así —dijo la segunda voz—. Aquí el cultivador de melones más humilde puede enorgullecerse de un linaje tan antiguo que a su lado los reyes de otras tierras parecen efímeros. Tuvimos que acabar vendiéndolo para pagar las pirámides, cierto, pero hubo un tiempo en el que todo el continente era nuestro. Ni tan siquiera pensamos en los países que tienen menos de tres mil años de historia. Todo parece funcionar bien. ¿Para qué cambiar?»
—Hola, padre —dijo Teppic.
La sombra de Teppicamón XXVII le había estado observando con gran atención y se apresuró a cruzar la habitación en cuanto le oyó hablar.
—¡Tienes un aspecto magnífico! —exclamó—. ¡Me alegro mucho de verte! Escucha, esto es muy importante. Préstame atención, por favor. Es sobre la muerte y…
—Dice que le complace mucho veros —dijo Dios.
—¿Puedes oírle? —preguntó Teppic—. Yo no he oído nada.
—Los muertos hablan a través de los sacerdotes, naturalmente —dijo el gran sacerdote—. Es la costumbre, Alteza.
—Pero él puede oírme, ¿verdad?
—Por supuesto.
—He estado pensando en todo eso de la pirámide y… En fin, no estoy muy seguro de si es una buena idea.
Teppic se inclinó sobre la cabeza de su padre.
—Muchos recuerdos de la tía —dijo en voz alta. Pensó en lo que acababa de decir, y decidió que quizá no había sido muy claro—. Me refiero a mi tía, no a la tuya…
«Eso espero», añadió mentalmente.
—Hijo, ¿puedes oírme?
—Vuestro padre os saluda desde el mundo que se encuentra más allá del velo —dijo Dios.
—Bueno, sí, supongo que sí, pero escucha, no quiero que te tomes la molestia de construir una…
—Te construiremos una pirámide maravillosa, padre. Te gustará, te lo aseguro… Habrá gente que cuidará de ti y dispondrás de todo lo que te haga falta. —Teppic volvió la cabeza hacia Dios buscando alguna clase de confirmación—. Eso le gustará, ¿verdad?
—¡No quiero una pirámide! —aulló el faraón—. Hay toda una eternidad de lo más interesante que aún no he visto. ¡Te prohíbo que me encierres en una pirámide!
—Dice que así es como tiene que ser y que sois un hijo respetuoso y obediente —dijo Dios.
—¿Puedes verme? ¿Cuántos dedos te estoy enseñando? Supongo que crees que pasar el resto de tu muerte debajo de un millón de toneladas de roca viendo cómo te vas desmoronando resulta divertido, ¿eh? ¿Es ésa tu idea de una época digna de ser recordada?
—Me parece que este lugar está lleno de corrientes de aire, Alteza —dijo Dios—. Creo que será mejor que nos vayamos.
—¡Y además no puedes permitirte gastar tanto dinero!
—Y pondremos tus frescos y tus estatuas favoritas dentro de la pirámide. Te gustará, ¿verdad? —preguntó Teppic en un tono de voz que empezaba a ser francamente desesperado—. Todas tus cositas, tus objetos personales… No te faltará nada, ya lo verás.
Salieron al pasillo y fueron hacia la sala del trono.
—Le gustará, ¿verdad? —preguntó Teppic mirando a Dios—. Es que a veces… No sé, tengo la sensación de que no le hace demasiada gracia.
—Os aseguro que no puede tener ningún otro deseo, Alteza —dijo Dios.
El silencio volvió a adueñarse de la sala de embalsamamiento. Teppicamón XXVII intentó atraer la atención de Gern dándole un golpecito en el hombro y, naturalmente, no lo consiguió. El difunto faraón lanzó un suspiro de cansancio y se sentó junto a sí mismo.
—No lo hagas, chico—dijo con amargura—. Arréglatelas como puedas, pero procura no tener descendencia.
Y allí estaba. Bastaba con verla para darse cuenta de que era la Gran Pirámide.
Teppic caminó alrededor del modelo. Sus pies creaban ecos al moverse sobre las losas de mármol. No estaba muy seguro de lo que se suponía que debía hacer, pero sospechaba que los reyes tenían que pasar con mucha frecuencia por ese tipo de situaciones. Bueno, siempre quedaba el viejo e infalible recurso de mostrar interés.
—Bien, bien… —dijo—. ¿Y cuánto tiempo llevas diseñando pirámides?
Ptaclusp, arquitecto y constructor de pirámides para la nobleza, le hizo una profunda reverencia.
—Toda mi vida, oh luz del mediodía.
—Supongo que es un trabajo fascinante, ¿eh? —dijo Teppic.
Ptaclusp lanzó una rápida mirada de soslayo al gran sacerdote, quien asintió con la cabeza.
—Tiene sus cosas buenas, oh manantial de las aguas —se atrevió a decir.
Ptaclusp no estaba acostumbrado a que un faraón le hablara como si fuese un ser humano, y tenía la vaga sensación de que no era demasiado correcto.
Teppic movió una mano señalando al modelo que había sobre el estrado.
—Sí —dijo con voz algo vacilante—. Bien, perfecto… Cuatro muros y una punta arriba de todo. Estupendo, estupendo… Es de primera calidad, ¿eh? Te das cuenta enseguida.
La cantidad de silencio que había a su alrededor seguía pareciéndole demasiado elevada, y Teppic decidió que la única forma de que no le asfixiara era continuar hablando.
—Magnífica, magnífica —dijo—. Sí, no cabe duda, ¿verdad? Esto sí que es una pirámide. ¡Y menuda pirámide! Sí, sí…
Seguía teniendo la impresión de que se esperaba algo más de él, y empezó a estrujarse los sesos buscando desesperadamente más palabras.
—La gente la contemplará en siglos venideros y quienes la vean dirán… dirán… dirán «¡Vaya maravilla de pirámide!». Sí… Esto… —Tosió—. La pendiente de los muros es preciosa, ¿no? —logró graznar—. Pero…