Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—Papá me contó que ya eras gran sacerdote en tiempos del abuelo. Debes de ser muy viejo.

—Me conservo bien, Alteza. Los dioses han sido bondadosos conmigo —dijo Dios. Después de todo, negar lo evidente no habría servido de nada—. Y ahora, Alteza, si tuvieseis la bondad de coger esto y colocarlo…

—¿Qué es?

—Es el Panal de la Multiplicación, Alteza. Es muy importante.

Teppic hizo unos cuantos malabarismos y consiguió dejarlo en la posición correcta.

—Supongo que habrás visto muchos cambios, ¿verdad? —preguntó educadamente.

Una expresión entre apenada y dolorida pasó por los rasgos de Dios y se desvaneció a toda velocidad, como si quisiera alejarse lo más deprisa posible de aquella cara.

—No, Alteza —replicó Dios sin perder la calma—. He sido muy afortunado.

—Oh. ¿Qué es esto?

—Es la Gavilla de la Abundancia, Alteza. Es extremadamente significativa, y muy simbólica.

—Bueno, a ver si puedes ponérmela debajo del brazo… Dios, ¿has oído hablar de la fontanería?

El gran sacerdote chasqueó los dedos mientras lanzaba una rápida mirada a uno de los ayudantes.

—No, Alteza —dijo, y se inclinó hacia adelante—. Esto es el Áspid de la Sabiduría. Voy a ponerlo aquí, ¿os parece bien?

—Verás, la fontanería es algo bastante parecido a los cubos, pero no resulta tan… eh… tan maloliente.

—Suena horrible, Alteza, y además según tengo entendido el mal olor mantiene alejados a los poderes malignos. Bien, Alteza, esto es el Odre de las Aguas de los Cielos. Si pudierais levantar el mentón un poquito…

—Todo esto es necesario, ¿verdad? —preguntó Teppic.

Cada vez se le oía menos.

—Es tradicional, Alteza. Y ahora, Alteza, si consiguiéramos hacer unos pequeños cambios en la colocación creo que… Esto es el Tridente de las Aguas de la Tierra. Me parece que si nos esforzamos podremos curvar este dedo alrededor del astil… Tendremos que ir pensando en nuestro matrimonio, Alteza.

—Lo siento, Dios, pero me temo que no nos llevaríamos demasiado bien.

El gran sacerdote sonrió, pero sólo con la boca.

—Su Alteza tiene un gran sentido del humor, Alteza —replicó con gélida cortesía—. Pero tengo la obligación de recordaros que el matrimonio es esencial.

—Me temo que todas las chicas a las que conozco están en Ankh-Morpork —dijo Teppic despreocupadamente.

Teppic era consciente de que si se le hubiera obligado a ser más preciso habría tenido que confesar que los únicos representantes del sexo opuesto con los que había llegado a intimar un poco durante su estancia en Ankh-Morpork eran la señora Collar, la encargada de la ropa de cama de sexto curso, y una moza de cocina que le miraba con buenos ojos y que siempre le ponía una ración extra de salsa en el plato. (Pero —y le bastó con pensar en ello para que se le acelerase el pulso—, no había que olvidar el Baile Anual de los Asesinos, claro… Los jóvenes asesinos eran adiestrados para que supieran cómo comportarse en cualquier tipo de ambiente y se esperaba de ellos que bailaran bien. Un traje de seda negra bien cortado y un par de piernas largas y esbeltas son dos imanes que cierta clase de mujer madura encuentra irresistibles, y Teppic y su pareja habían bailado durante toda la noche dando vueltas y más vueltas al compás de las baubonas, gallardas y pavoninas hasta que la atmósfera quedó saturada por los olores del almizcle y el deseo. La franqueza jovial de sus rasgos y su envidiable don de adaptarse a lo que los demás esperaban de él hacían que Broncalo no tuviera rival en esa clase de eventos sociales, y durante los días siguientes al baile su amigo se acostó muy tarde y mostró una cierta tendencia a quedarse dormido en clase…)

—No resultarían adecuadas, Alteza. Necesitamos una consorte que posea unos conocimientos lo más extensos posible sobre la observancia de los rituales y las ceremonias. Naturalmente, no hay que olvidar que nuestra tía está disponible, Alteza y…

El estrépito del metal y la piedra chocando con el suelo le impidió seguir hablando. Dios suspiró, se volvió hacia los ayudantes y les ordenó que empezaran a recogerlo todo.

—Bien, Alteza, ¿qué os parece si volvemos a empezar? Esto es el Repollo del Incremento Vegetativo…

—Perdona, pero… —murmuró Teppic—. No puedo haberte oído decir que debería casarme con mi tía, ¿verdad?

—Sí, Alteza, es justamente lo que he dicho. El matrimonio interfamiliar es una de las tradiciones de las que nuestro linaje se siente más orgulloso —dijo Dios.

—¡Pero mi tía es mi tía!

Dios puso los ojos en blanco. Había mantenido largas conversaciones con el difunto faraón aconsejándole que tomara medidas respecto a la educación de su hijo, pero el difunto faraón podía llegar a ser tan, tan tozudo cuando quería… Y ahora Dios tendría que hacerlo todo deprisa y corriendo. «Las deidades del reino me están poniendo a prueba», pensó. Se necesitaban décadas para fabricar un monarca, y Dios sólo disponía de unas cuantas semanas.

—Sí, Alteza, por supuesto —dijo pacientemente—. Y también es vuestro tío, vuestro primo y vuestro padre.

—Espera un momento. Mi padre…

El gran sacerdote se apresuró a interrumpirle alzando la mano.

—Es un mero tecnicismo —dijo—. En una ocasión vuestra tatarabuela resolvió un pequeño problema político declarando que es un rey y creo que el edicto no ha sido revocado jamás.

—Pero era una mujer, ¿no?

—Oh, no, Alteza —repuso Dios con cara de sorpresa—. Es un hombre. Ella misma lo dejó perfectamente claro.

—Pero, escucha, si mi tía tuviera… Eh… Bueno, si ella tuviera… En fin, si tuviera lo que hay que tener sería mi tío, ¿no?

—Cierto, Alteza, cierto. Lo entiendo perfectamente.

—Vaya, gracias por ser tan comprensivo —dijo Teppic.

—Es una pena que no tengamos hermanas.

—¡Hermanas!

—La sangre del linaje divino no debe diluirse mezclándose con sangre de calidad inferior, Alteza. El sol podría tomárselo a mal. Y ahora, Alteza, esto es la Escápula de la Higiene. ¿Dónde preferís llevarla?

Teppicamón XXVII estaba viendo cómo le rellenaban. Por suerte últimamente andaba muy desganado, porque si de una cosa estaba seguro era de que nunca volvería a comer pollo.

—Una costura preciosa, maese Dil.

—No hables y mantén quieto el dedo, Gern.

—A mi mamá le encanta coser —dijo Gern en el tono de quien se aburre y quiere trabar conversación—. Tiene un cesto de costura enorme, y siempre está cose que te cose.

—Te he dicho que no hables.

—Es un cesto muy bonito —dijo Gern como si ofreciera una información vital—. Está adornado con patitos y gallinitas pintadas.

Dil intentó concentrarse en lo que estaba haciendo. Oh, era una excelente muestra de artesanía, no le importaba admitirlo. El Gremio de Embalsamadores y Oficios Relacionados le había concedido más de una medalla por trabajos similares.

—Es como para sentirse orgulloso, ¿verdad? —preguntó Gern.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, mi mamá dice que después de haberle rellenado y haberle cosido el faraón sigue viviendo como si nada. No lo tengo muy claro, pero mi mamá dice que el faraón vivirá para siempre en el Mundo Subterráneo y eso quiere decir que lucirá vuestras costuras durante toda la eternidad, ¿no?

«Por no hablar de lo que llevaré dentro, claro —pensó melancólicamente la sombra del faraón—. Cinco sacos de paja y un par de cubos de brea, si no me fallan las cuentas…» Y no había que olvidar el papel que había servido para envolver el bocadillo de Gern, aunque el faraón no culpaba al pobre chico. Gern era un poco despistado y se lo había dejado olvidado. Tendría que pasar toda la eternidad con el envoltorio de un almuerzo formando parte de sus órganos vitales, por no mencionar la media salchicha que Gern no se había llegado a comer.

Había acabado encariñándose con Dil y con Gern, y en cuanto a su cuerpo parecía que también seguía teniéndole bastante cariño —por lo menos se sentía incómodo cuando se alejaba más de unos centenares de metros de él—, y durante el curso de los últimos dos días había llegado a conocer bastante bien al embalsamador y a su aprendiz.

Era realmente extraño. Había pasado toda su vida en el reino hablando con unos cuantos sacerdotes y prácticamente con nadie más. El conocimiento objetivo de que había otras personas a su alrededor siempre estuvo allí, desde luego —sirvientes, jardineros, etcétera—, pero el papel que jugaban en su existencia se reducía al de meras manchas borrosas. Él estaba arriba de todo, luego venía su familia y luego los sacerdotes y los nobles, naturalmente, y luego estaban las manchas borrosas. Oh, por supuesto que eran unas manchas borrosas estupendas y algunas de ellas podían contarse entre las manchas borrosas más soberbias del mundo entero. Ningún monarca habría podido desear una colección de manchas borrosas más leal y entusiasta sobre la que gobernar. Pero… eran manchas borrosas, y nada más.

Y sin embargo ahora concentraba toda su atención en las novedades del día y guardaba como un tesoro los últimos detalles sobre las tímidas esperanzas de conseguir un ascenso dentro del gremio que albergaba Dil, por no hablar del último capítulo en la apasionante historia del más bien torpe cortejo de que Gern estaba haciendo objeto a Glwenda, la hija del granjero cultivador de ajos que vivía cerca de su casa. Escuchaba con una mezcla de asombro y fascinación las conversaciones que iban describiendo un mundo lleno de distinciones de grado y posición tan sutiles como las del que había abandonado hacía muy poco tiempo. Pensar que había una posibilidad de que jamás llegara a saber si Gern conseguía vencer las objeciones de su padre y obtener la mano de su amada, o de si la excelente labor que Dil había hecho en su último desafío profesional —es decir, en el cadáver del faraón— le permitiría aspirar al rango de Grandiosa Variación Exaltada de los Noventa Grados de la Logia Natrónica del Gremio de Embalsamadores y Oficios Relacionados, era pura y simplemente terrible.

Era como si la muerte fuese un asombroso artilugio óptico que convertía incluso algo tan insignificante como una gota de agua en una colmena asombrosa llena de vida.

El difunto monarca descubrió que estaba empezando a sentir un impulso incontenible de dar algunos consejos de política elemental a Dil, o de informar a Gern de los indudables beneficios que le reportaría el lavarse y tratar de ofrecer un aspecto lo más respetable posible. Hizo varias intentonas. Dil y Gern podían sentir su presencia, de eso no cabía duda, pero la confundían con una corriente de aire.

Vio cómo Dil iba hacia la mesa de los vendajes y volvía sosteniendo en su mano un grueso trozo de tela que sostuvo con expresión pensativa junto a lo que incluso el faraón estaba empezando a considerar su cadáver.

—Creo que el lino le sentará bien —dijo—. Y no cabe duda de que es su color.

Gern ladeó la cabeza y observó el contraste.

—Pues yo creo que el yute no le quedaría nada mal —dijo—. O quizá el calicó…

—No, el calicó no. Cualquier cosa antes que el calicó, eso está claro. Le viene demasiado grande.

—Quizá acabaría adaptándose. Ya se sabe, con el uso y el desgaste…

Dil lanzó un bufido despectivo.

—¿El desgaste? ¿El desgaste? Oye, guárdate todas esas tonterías del calicó y el desgaste para otro, ¿quieres? Lo que me gustaría saber es qué pasaría si nos decidimos por el calicó y unos ladrones de tumbas rompen los sellos dentro de mil años. ¿Qué pasaría entonces? Oh, sí, conseguiría recorrer medio pasillo y quizá lograra estrangular a uno o dos, de acuerdo, pero luego se le empezaría a descoser todo. Los codos, por ejemplo… No quiero ni pensarlo. Me moriría de vergüenza.

—¡Pero dentro de mil años estaréis muerto de todas formas, maese Dil!

—¿Muerto? ¿Y qué tiene que ver eso con lo que estamos discutiendo? —Dil hurgó entre las muestras—. No, tendrá que ser el yute. El yute tiene mucho aguante, y el coeficiente de tracción tampoco está nada mal. Así podrá ir deprisa y no resbalar por los pasillos. Nunca se sabe cuándo puedes tener necesidad de moverte con rapidez, ¿no te parece?

El faraón suspiró. Personalmente habría preferido algo discreto y alegre que no pesara mucho, a ser posible en tafetán.

—Y haz el favor de cerrar la puerta —dijo Dil—. Cada vez hay más corrientes de aire aquí dentro.

—Y ahora ha llegado el momento de que veamos a nuestro difunto padre —dijo el gran sacerdote, y se permitió el lujo de sonreír—. Estoy seguro de que él ya está un poquito impaciente —añadió.

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