Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—Ponlo en la jarra, Gern.

—Enseguida, maese Dil. Maese Dil…

—¿Sí, chico?

—¿En qué trocito está el dios?

Dil siguió examinando el interior de una de las fosas nasales del faraón e hizo un esfuerzo desesperado para no perder la concentración.

—Ya se han encargado de separar esa parte antes de bajarle aquí —replicó con infinita paciencia.

—Ah —dijo Gern—. No veo que haya ninguna jarra para meterlo y, claro, me preguntaba si…

—No, claro que no hay ninguna jarra. Tendría que ser una jarra francamente extraña, Gern.

Gern pareció un poquito desilusionado.

—Oh —dijo—. Entonces ahora es… Bueno, es corriente, ¿no?

—En un sentido estrictamente orgánico, sí —dijo Dil.

Su voz sonaba ligeramente ahogada a causa de su postura y de lo que estaba haciendo.

—Mi mamá dijo que había sido un buen faraón —comentó Gern—. ¿Qué opináis vos?

Dil se quedó inmóvil con una jarra en la mano y pareció pensar seriamente en la conversación por primera vez desde que ésta había empezado.

—La verdad es que nunca pienso en eso hasta que bajan aquí —dijo—. Supongo que fue mejor que la mayoría. Un par de pulmones magníficos, riñones limpios… Ah, y unos senos nasales bien desarrollados, que es lo que siempre busco primero en un faraón. —Miró hacia abajo y emitió su dictamen profesional—. Realmente, es un placer trabajar con él.

—Mi mamá afirma que tenía un gran corazón —dijo Gern. El faraón asintió con expresión lúgubre desde el rincón de la cámara ceremonial en el que estaba flotando. «Bueno, Dil ha comentado que los había visto mayores, pero que era un buen ejemplar —pensó—. Y ahora se encuentra en la jarra número tres del estante de arriba…»

Dil se limpió las manos con un trapo y suspiró. Es posible que sus treinta y cinco años como embalsamador le hubieran proporcionado no solamente unas manos firmes y seguras de sí mismas, la tendencia a tomarse las cosas con filosofía y un agudo interés en el vegetarianismo sino también unos poderes de audición mucho más considerables de lo normal, pues estaba casi convencido de que alguien acababa de suspirar junto a su oreja derecha.

El faraón fue hacia el otro extremo de la cámara ceremonial y contempló el líquido oscuro que hervía en la cuba de preparación.

Resultaba bastante extraño. Cuando estaba vivo todo le había parecido tan lógico, tan obvio… Y ahora que estaba muerto le parecía un considerable desperdicio de tiempo y energías.

Estaba empezando a irritarse. Vio cómo Dil y su aprendiz recogían las herramientas, quemaban algunas resinas ceremoniales, le levantaban de la losa, le llevaban respetuosamente a través de la cámara y le introducían con gran delicadeza en el abrazo aceitoso del líquido preservador.

Teppicamón XXVII contempló las oscuras profundidades del líquido y su pobre cuerpo posado en el fondo de la cuba, y pensó que le recordaba al último pepinillo de un frasco de encurtidos. Siempre había pensado que ser el último pepinillo debía resultar bastante triste.

Alzó los ojos hacia los sacos amontonados en un rincón de la cámara. Los sacos estaban llenos de paja. No hacía falta ser ningún genio para comprender lo que iban a hacer con ella.

La embarcación no se deslizaba sobre las olas. Lo que hacía era insinuarse a través del agua y atravesarla bailando sobre las puntas de los doce remos flotando como un pájaro, yendo de un punto a otro con la sigilosa velocidad de una mancha de aceite. Era negra, y tema la forma de un tiburón.

No había ningún forzudo que marcara el ritmo a los remeros golpeando un timbal. La embarcación no quería cargar con más peso del estrictamente necesario y, de todas formas, la velocidad a que avanzaba habría exigido una batería completa.

Teppic estaba sentado entre las dos hileras de remeros silenciosos en el pequeño espacio de la bodega de carga. Unos minutos en la embarcación le habían hecho comprender que no era aconsejable hacer ninguna clase de especulaciones sobre la naturaleza de los cargamentos que transportaba. La embarcación parecía haber sido diseñada para trasladar pequeñas cantidades de cosas muy rápidamente sin que nadie se diera cuenta de que eran llevadas de un sitio a otro, y Teppic tenía la impresión de que ni tan siquiera el Gremio de Contrabandistas conocía su existencia. El comercio parecía ser mucho más interesante de lo que había creído hasta entonces.

La sombra envuelta en murmullos dentro de la que viajaba encontró el delta con una sospechosa facilidad. Teppic se preguntó cuántas veces habría subido sigilosamente por el río, y los perfumes exóticos del último cargamento que había ocupado la bodega fueron rindiéndose ante los olores del hogar. Teppic ya podía detectarlos. Los excrementos de cocodrilo; el polen de los juncos; el aroma de los nenúfares; la ausencia de algo remotamente merecedor de ser llamado sistema de fontanería; el olor acre de los leones y la pestilencia de los hipopótamos…

El jefe de los remeros le dio un golpecito en el hombro, le indicó que se pusiera en pie y le ayudó a no perder el equilibrio mientras Teppic pasaba por encima de la borda para poner los pies en medio metro escaso de agua. Cuando consiguió llegar a la orilla la embarcación ya había girado sobre sí misma y se había convertido en la mera sospecha de una sombra que se alejaba río abajo.

Teppic era curioso por naturaleza y se preguntó dónde se escondería durante el día, más que nada porque la embarcación tenía todo el aspecto de haber sido diseñada para viajar únicamente a cubierto de la oscuridad, y acabó decidiendo que probablemente se ocultaría en alguno de los cañaverales pantanosos del delta.

Y como ahora era faraón, hizo una anotación mental para acordarse de que a partir de ahora los cañaverales deberían ser patrullados periódicamente. Un faraón tiene que estar enterado de cuanto sucede a su alrededor.

Teppic se quedó inmóvil hundido hasta los tobillos en el fondo fangoso del río, y recordó que hacía poco había vivido unos momentos durante los que lo sabía todo.

Arthur le había contado una historia bastante extraña de gaviotas, ríos y hogazas de pan que se llenaban de brotes verdes, lo cual invitaba a pensar que había bebido demasiado. En cuanto a su experiencia, Teppic sólo podía recordar que había despertado con una terrible sensación de pérdida, como si su memoria fuese un recipiente defectuoso incapaz de conservar a buen recaudo los nuevos tesoros que había adquirido. Era algo parecido a esas revelaciones impresionantes que llegan durante los sueños y se desvanecen al despertar. Lo había sabido todo, pero en cuanto intentaba recordar en qué consistía exactamente ese saberlo todo los conocimientos inefables huían de su cabeza como el agua de un cubo agujereado.

Pero la experiencia le había cambiado. Antes su vida era un mero deambular sin rumbo guiado por las circunstancias, ahora parecía avanzar rápidamente moviéndose sobre rieles de metal reluciente. Quizá no tuviese madera de asesino, pero Teppic sabía que podía ser un buen faraón.

Sus pies encontraron tierra firme. La embarcación le había dejado bastante cerca del palacio y las llamas que brotaban de las pirámides de la otra orilla llenaban la noche con ese resplandor tan familiar que la luna volvía de color azul.

Las moradas de los muertos tenían todos los tamaños imaginables aunque, naturalmente, el diseño era prácticamente único y se pegaban las unas a las otras aumentando de número a medida que te acercabas a la ciudad. Era como si a los muertos les gustara estar lo más acompañados posible.

E incluso las más antiguas estaban intactas. Nadie había decidido tomar prestadas unas cuantas piedras para construir casas o hacer caminos, y Teppic se sentía oscuramente orgulloso de que así fuera. Nadie había roto los sellos de las puertas y había vagabundeado por el interior para averiguar si los muertos estaban enterrados con algún tesoro antiguo que ya no necesitaban para nada. La comida era depositada cada día sin falta en las pequeñas antecámaras, y los departamentos de abastecimiento y administración de la necrópolis ocupaban una gran parte del palacio.

A veces la comida desaparecía y a veces no, pero los sacerdotes no podían ser más claros en lo que respectaba a ese punto. Tanto si los alimentos se esfumaban como si no habían sido consumidos por los muertos, y punto. Teppic suponía que los muertos debían estar razonablemente satisfechos con su dieta, ya que nunca se quejaban y jamás habían dejado una nota diciendo que se habían quedado con hambre o solicitando un menú especial.

Cuidad de los muertos y los muertos cuidarán de vosotros, decían los sacerdotes. Después de todo, los muertos eran mayoría, ¿no?

Teppic apartó los juncos que tenía delante. Se alisó la ropa, quitó una pella de barro que se le había pegado a la manga y fue hacia el palacio.

La gran estatua de Khuft se alzaba ante él, una gigantesca silueta oscura que se recortaba contra el resplandor de las pirámides. Hacía siete mil años Khuft sacó a su pueblo de… (Teppic no podía recordar de dónde, pero lo más probable era que se tratara de un sitio que no les gustaba demasiado y que hubiese obrado impulsado por razones muy sólidas. En momentos como aquel Teppic siempre pensaba que le habría gustado saber un poquito más de historia), había rezado en el desierto y los dioses del lugar le habían mostrado el Viejo Reino. Y Khuft holló la tierra sagrada, y tomó posesión de ella a fin de que fuera semillero de su linaje por siempre jamás, y se prosternó ante los dioses, y agradeció el que le hubieran guiado. Teppic estaba casi seguro de que las cosas debieron ocurrir más o menos de aquella forma, aunque probablemente los textos sagrados contenían bastantes «y» más, y también creía recordar algo sobre la leche y la miel. Pero la visión de aquel rostro de patriarca, aquel brazo extendido y aquel mentón con el que habrías podido cascar nueces recortándose imponentes aureolados por el resplandor de las pirámides le dijo lo que ya sabía.

Había regresado a casa, y no volvería a marcharse.

El sol empezó a subir en el horizonte.

El mayor matemático vivo de todo el Disco —y, de hecho, el único matemático de todo el Viejo Reino—, se estiró perezosamente, contempló su aprisco y empezó a contar las briznas de paja sobre las que dormiría. Después calculó el número de clavos que había en la pared. Después invirtió unos cuantos minutos en demostrar que un campo de resonancia automórfica posee un número semifinito de ideales primos indeterminables. Cuando hubo terminado decidió que volver a masticar el desayuno sería una buena forma de pasar el tiempo.

LIBRO SEGUNDO
EL LIBRO DE LOS MUERTOS

Habían pasado dos semanas. Los rituales y las ceremonias celebradas en el momento adecuado mantenían el mundo debajo del cielo y las estrellas fijas en sus rumbos habituales. Lo que se podía llegar a conseguir con unos cuantos rituales y ceremonias bien aplicadas era realmente asombroso.

El nuevo faraón se examinó en el espejo y frunció el ceño.

—¿De qué está hecho? —preguntó—. Apenas se ve nada.

—Es de bronce, señor. Bronce pulido a mano —le explicó Dios alargándole el Flagelo de la Misericordia.

—En Ankh-Morpork había espejos de cristal con la parte de atrás recubierta de plata. Iban estupendamente.

—Sí, Alteza. Aquí usamos espejos de bronce, Alteza.

—¿Y tengo que llevar esta máscara de oro?

—Es el Rostro del Sol, Alteza, y ha pasado de un faraón a otro desde el comienzo de la dinastía. Sí, Alteza, Tenéis que llevarla siempre que aparezcáis en público, Alteza.

Teppic se puso la máscara delante de la cara y miró por las rendijas de los ojos. No cabía duda de que era soberbia. Un rostro hermoso y de facciones regulares, una leve sonrisa… Teppic aún no había olvidado que en una ocasión su padre se inclinó sobre su cuna sin acordarse de que llevaba puesta la máscara. Teppic era muy pequeño, pero creía recordar que su niñera había tardado horas en conseguir que se calmara lo suficiente para dejar de gritar.

—Pesa bastante.

—Es el peso de los siglos —dijo Dios, y le alargó el Gancho de la Justicia.

—¿Hace mucho que eres sacerdote, Dios? —preguntó Teppic cogiendo el impresionante artefacto de obsidiana.

—Mucho tiempo, Alteza, primero como hombre y luego como eunuco. Y ahora…

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