Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Bueno, el chico no tardaría en aprender. Todos acababan aprendiendo.

Dios cambió de posición y torció el gesto. Los dolores y pequeñas molestias habían vuelto, y no podía permitir que le distrajeran. Los achaques se interponían entre él y sus deberes, y los deberes de Dios eran sagrados.

Tendría que volver a visitar la necrópolis. Sí, iría allí esta misma noche.

—Oh, vamos, ya puedes ver que no es el de siempre, ¿verdad?

—Bueno, entonces… ¿Quién es? —preguntó Broncalo.

Estaban avanzando por la calle con paso tambaleante acompañados por el ruido de los chapoteos, pero esta vez no se trataba del tambalearse resultado de la embriaguez sino del ir dando tumbos que suele producirse cada vez que dos personas intentan dirigir tres cuerpos. Teppic caminaba, pero su forma de caminar no invitaba a creer que su mente estuviera jugando algún papel en el desplazamiento físico.

Y a su alrededor todo era un abrir de puertas, maldiciones en varias fases del proceso de ser maldecidas y sonidos de muebles trasladados apresuradamente a las habitaciones del segundo piso.

—Esa tormenta en las montañas debe de haber sido realmente terrible —dijo Arthur—. No es normal que el nivel del río suba tanto ni tan siquiera en primavera.

—Quizá deberíamos quemar unas cuantas plumas debajo de su nariz —sugirió Broncalo.

—Voto porque sean de esa maldita gaviota —gruñó Arthur.

—¿Qué gaviota?

—Tú la viste.

—Bien, ¿y qué pasa con ella?

—La viste, ¿verdad?

El parpadeo de la oscura llama de la incertidumbre bailoteó en los ojos de Arthur. La gaviota había desaparecido cuando la confusión estaba en su punto álgido.

—La verdad es que tenía otras cosas a las que prestar atención —dijo Broncalo con voz algo vacilante—. Debieron de ser esos chocolates a la menta que nos trajeron con el café. Me pareció que estaban un poquito pasados.

—No cabe duda de que ese pájaro era francamente raro —dijo Arthur—. Oye, dejémosle en algún sitio mientras vacío mis botas, ¿de acuerdo? Están tan llenas de agua que apenas puedo caminar.

Había una panadería cerca y las puertas estaban abiertas para que las bandejas de hogazas recién horneadas pudieran ser enfriadas por las brisas del amanecer. Broncalo y Arthur apoyaron a Teppic en la pared.

—A juzgar por su aspecto se diría que alguien le ha golpeado en la cabeza —murmuró Broncalo—. Pero nadie le ha golpeado, ¿verdad?

Arthur meneó la cabeza. Los labios de Teppic seguían curvados en una sonrisa casi imperceptible. Fuera lo que fuese lo que estaban viendo sus ojos, no se encontraba en el conjunto de dimensiones habitual.

—Tendríamos que llevarle a la escuela y acompañarle a la enfermería para que…

No llegó a completar la frase. Hubo un ruido muy extraño detrás de él, una mezcla de roce y susurro. Las hogazas empezaron a dar saltitos sobre sus bandejas. Un par de ellas acabaron cayendo al suelo, donde giraron rápidamente sobre sí mismas como si fuesen escarabajos vueltos del revés.

Las cortezas se agrietaron como si fuesen cáscaras de huevo y revelaron centenares de brotes verdes.

Unos segundos después las bandejas se habían convertido en pequeñas parcelas de trigo y las mazorcas empezaron a hincharse inclinándose rápidamente sobre los tallos. Broncalo y Arthur se abrieron paso por el trigal surgido de la nada y decidieron averiguar si podían conseguir un nuevo récord en la carrera de cien metros lisos sosteniendo a Teppic entre ellos mientras procuraban que sus rostros se mantuvieran todo lo impasibles que podían estar en esas circunstancias.

—¿Crees que es él quien está haciendo todo esto?

—Tengo la sensación de que…

Arthur volvió la cabeza para averiguar si algún panadero irritado había salido del local y, de ser así, qué tal se estaba tomando aquella agresiva exhibición de productos totalmente orgánicos, y se detuvo con tanta brusquedad que sus dos compañeros pivotaron sobre él como si fuese un timón.

Arthur y Broncalo contemplaron la calle con expresión pensativa.

—No es algo que se vea cada día, ¿eh? —dijo Broncalo por fin.

—¿Te refieres a los tallos de hierba y esas otras cosas verdes que están creciendo allí donde pone los pies?

—Sí.

Los ojos de Broncalo se encontraron con los de Arthur y los dos pares de pupilas bajaron rápidamente hacia las botas de Teppic. La vegetación ya le llegaba a la altura de los tobillos, y los brotes que emergían de los adoquines parecían tener tanta prisa por crecer que los estaban agrietando. Arthur y Broncalo cogieron a Teppic por los codos sin decir una palabra y le alzaron en vilo.

—La enfermería —dijo Arthur.

—La enfermería —dijo Broncalo.

Pero incluso entonces los dos sabían que la situación iba a exigir algo más que una cataplasma caliente.

El médico se echó hacia atrás.

—Está muy claro —dijo mientras pensaba a toda velocidad—. Es un caso de mortis sardinae antiquissima con complicaciones.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Broncalo.

—Un profano diría que está más muerto que una sardina pasada —replicó el médico acompañando sus palabras con un bufido.

—¿Y cuáles son las complicaciones?

Las facciones del médico ensayaron una rápida serie de expresiones y no se decidieron por ninguna en concreto.

—Aún respira —dijo—. Miren, su corazón late tan deprisa que el pulso parece el zumbido de una abeja y tiene la temperatura tan alta que se podrían freír huevos en su frente, y… —Se quedó callado. No estaba muy seguro de qué más podía decir, y era consciente de que las explicaciones que acababa de dar probablemente resultaban demasiado claras y fáciles de entender. La medicina era un arte bastante nuevo en el Mundodisco, y si la gente conseguía entender sus enigmas a las primeras de cambio nunca llegaría demasiado lejos.

—Sufre de pirocerebrum oeuf culinaria —añadió después de haberse devanado los sesos frenéticamente durante unos momentos.

—Bueno, ¿y puede hacer algo al respecto? —preguntó Arthur.

—No puedo hacer nada. Está muerto. Todos los análisis y pruebas que le he hecho lo confirman. Por lo tanto… Eh… Entiérrenle, manténganle cómodo en un sitio lo más fresco posible y vengan a verme la semana próxima para informarme de cómo va evolucionando la cosa. De día, a ser posible.

—¡Pero si aún respira!

—Oh, no es más que una acción refleja —replicó el médico sin darle importancia—. Los profanos casi siempre se dejan engañar por este tipo de cosas, ¿saben?

Broncalo suspiró. Sospechaba que el Gremio —que, después de todo, poseía una experiencia inigualable en el manejo de cuchillos afilados y complicadas mezclas de sustancias orgánicas—, estaba en condiciones de emitir diagnósticos elementales mucho más fiables que los de los médicos. El Gremio quizá matara a las personas, pero por los menos no esperaba que se lo agradecieran.

Teppic abrió los ojos.

—He de volver a casa —dijo.

—Conque está muerto, ¿eh? —exclamó Broncalo. La reacción del médico dejó bien claro que era un soberbio representante de la profesión médica y que su colegio profesional jamás tendría que avergonzarse de él.

—No es nada raro que un cadáver emita ruidos extraños después de la muerte —replicó valerosamente—. Esos sonidos pueden poner nerviosos a los parientes y…

Teppic se irguió de golpe.

—Y en ciertas circunstancias los espasmos musculares pueden hacer que el cadáver… —empezó a decir el médico, pero incluso él se estaba dando cuenta de que aquello no le llevaría a ninguna parte. Entonces tuvo una idea—. Es una enfermedad muy rara y misteriosa, y en estos momentos se están produciendo un gran número de casos —dijo—. Es causada por un… un… algo tan pequeño que no hay forma alguna de detectarlo —concluyó felicitándose a sí mismo con una sonrisa.

No estaba nada mal, desde luego. Tendría que recordarlo en el futuro.

—Muchísimas gracias —dijo Broncalo abriendo la puerta y empujándole hacia el umbral—. No se preocupe, y tenga la seguridad de que le llamaremos la próxima vez que nos sintamos realmente bien.

—Probablemente sea una morsa —dijo el médico mientras era expulsado de la habitación con amabilidad pero con innegable firmeza—. Ha pillado una morsa. Últimamente se han dado muchos casos y…

La puerta se cerró ruidosamente en sus narices.

Teppic sacó las piernas de la cama y se llevó las manos a la cabeza.

—He de volver a casa.

—¿Por qué? —preguntó Arthur.

—No lo sé. El reino me necesita y quiere que vuelva.

—Oye, no creo que te encuentres en condiciones de… —empezó a decir Arthur.

Teppic le hizo callar con un ademán despectivo.

—Mira, no quiero que nadie haga de portavoz de la razón y me sugiera que debería descansar una temporada —dijo—. Nada de todo eso tiene ni la más mínima importancia, ¿entiendes? Tengo que volver al reino lo más deprisa posible, y quiero que comprendas que no es un caso de «deber». Voy a volver. Y tú puedes ayudarme, Bronco.

—¿Cómo?

—Tu padre posee una embarcación extremadamente rápida que utiliza para hacer contrabando —explicó Teppic con voz átona—. Me la prestará a cambio de que vea con buenos ojos cualquier posibilidad futura de intercambios comerciales. Si partimos antes de que haya pasado una hora llegaré allí con tiempo más que suficiente.

—¡Pero mi padre es un comerciante honrado!

—Al contrario. El setenta por ciento de sus ingresos del año pasado procedían de operaciones comerciales no declaradas durante las que compró o vendió los siguientes artículos… —Los ojos de Teppic se clavaron en la nada—. Transporte ilegal de gullanes y leucares, nueve por ciento. Contrabando nocturno de…

—De acuerdo —admitió Broncalo—, pero un treinta por ciento de sus negocios son honrados y eso es un porcentaje de honradez bastante más elevado de lo que suele darse en la profesión. Oye, será mejor que me expliques cómo te has enterado de eso, y que me lo expliques extremadamente deprisa.

—Yo… No lo sé —murmuró Teppic—. Cuando estaba… dormido era como si… como si lo supiese todo. Lo sabía todo acerca de todo. Creo que mi padre ha muerto.

—Oh —dijo Broncalo—. Caray. Lo siento.

—Oh, no. No es lo que te imaginas. Es lo que él habría querido. De hecho, creo que ya estaba empezando a hartarse de la vida. En nuestra familia la muerte es el momento en el que empiezas a… ¿Cómo te lo explicaría? A disfrutar de la vida, ¿comprendes? Supongo que lo estará pasando en grande.

De hecho el faraón estaba sentado sobre una losa en la cámara de preparación ceremonial viendo cómo sus partes blandas eran cuidadosamente extraídas de su cuerpo y colocadas en las jarras canópicas especiales.

Muy pocas personas han presenciado esa operación, y lo habitual es que quienes asisten a ella no estén en condiciones de prestarle mucha atención.

El faraón estaba bastante preocupado. Oficialmente ya no habitaba dentro de su cuerpo, pero seguía estando unido a él por alguna especie de lazo oculto y ver cómo dos profesionales meten los brazos en tus entrañas hasta los codos basta para poner nervioso a cualquiera.

Los chistes tampoco le parecían especialmente graciosos. Por mucho sentido del humor que tengas ver cómo alguien hace chistes sobre el aspecto o las dimensiones de tus órganos internos resulta desagradable y hace que te sientas un poquito incómodo.

—Mirad, maese Dil —dijo Gern, un joven regordete de rostro enrojecido. El faraón se acababa de enterar de que era el nuevo aprendiz—. Mirad esto… atención, mucha atención… nada por aquí, nada por allá… ¡Y me saco un riñón de la manga! No está mal, ¿verdad? ¡Nada por aquí, nada por allá y me saco un riñón de la manga! ¿Qué os ha parecido?

—Deja de hacer tonterías y ponlo en la jarra, chico —murmuró Dil con voz cansada—. Y ya que has vuelto a sacar el tema, debo decirte que lo de saltar a la comba con los intestinos no me ha hecho ninguna gracia.

—Lo siento, maese Dil.

—Y haz el favor de pasarme un gancho para cerebros del número tres, ¿quieres?

—Viene volando, maese Dil —se apresuró a replicar Gern.

—Y haz el favor de no atosigarme. Esta parte siempre resulta bastante complicada.

—Claro, claro.

El faraón dio un par de pasos hacia su cadáver.

Gern volvió a concentrarse en su trabajo.

—¡Fijaos en esto! Qué color tan raro, ¿no? —exclamó dejando escapar un sonoro y prolongado silbido—. Jamás me habría imaginado que tendría un color semejante. ¿Y vos? Maese Dil, ¿creéis que es por algo que comen o por…?

Dil volvió a suspirar.

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