—¿Sí?
—Cuando me… me caí, casi podría haber jurado que estaba volando.
—La parte de tu ser que era divina voló, naturalmente. Ahora eres plenamente mortal.
—¿Mortal?
—Oh, puedes aceptar mi palabra al respecto. Yo entiendo mucho de esto.
—Escucha, hay unas cuantas preguntas que me gustaría hacerte y…
—Siempre las hay. Lo siento.
La Muerte pegó los talones a los flancos del caballo y se desvaneció.
El faraón se quedó inmóvil mientras varios sirvientes venían corriendo a lo largo del muro del palacio. Los sirvientes fueron reduciendo la velocidad a medida que se aproximaban a su cadáver, se detuvieron y acabaron reanudando el avance con bastante cautela.
—¿Estáis bien, oh gran señor enjoyado del sol? —se atrevió a preguntar uno de ellos.
—No, no estoy nada bien —respondió secamente el faraón. Algunas de las ideas básicas sobre el universo que se había ido formando a lo largo de su vida estaban tambaleándose de forma alarmante, y eso es algo que nunca ha puesto de buen humor a nadie—. De hecho tengo la impresión de que estoy muerto. Asombroso, ¿verdad? —añadió en un tono de voz impregnado de amargura.
—¿Puedes oírnos, oh divino acarreador del alba? —preguntó otro sirviente mientras se acercaba un poco más al cadáver del faraón caminando de puntillas.
—¿Que si puedo oíros? Acabo de caer treinta metros y la primera parte de mi cuerpo que ha tocado el suelo ha sido la cabeza. ¿Te parece que estoy en condiciones de oíros, so idiota? —gritó el faraón.
—Creo que no puede oírnos, Jahmet —dijo el primer sirviente.
—¡Escuchadme! —gritó el faraón en un tono de voz muy apremiante que rebotó infructuosamente contra la absoluta incapacidad de oír ni una sola de sus palabras de que estaban dando muestra los sirvientes—. Debéis encontrar a mi hijo y decirle que se olvide de la maldita pirámide, o por lo menos que retrase la construcción hasta que yo haya podido pensar con más calma en todo esto. Hay uno o dos aspectos de los preparativos para la otra vida que me parecen un poquito autocontradictorios, y…
—¿Y si grito? —preguntó Jahmet.
—Creo que nunca podrás gritar lo bastante alto para que te oiga. Me parece que está muerto.
Jahmet bajó la mirada y contempló el cadáver que ya empezaba a ponerse rígido.
—Demonios… —dijo por fin—. Bueno, tengo la impresión de que no hemos podido empezar peor la mañana.
El sol seguía deslizándose majestuosamente sobre el borde del mundo sin ser consciente de que estaba dando su función de despedida. Una gaviota emergió del horizonte moviéndose más deprisa de lo que debería poder volar cualquier ave y se lanzó en picado hacia Ankh-Morpork, hacia el Puente de Latón y las ocho siluetas inmóviles que había sobre él y, en concreto, hacia unos de los ocho rostros…
Las gaviotas eran bastante corrientes en Ankh-Morpork, pero la que venía hacia el grupo lanzó un grito muy prolongado y tan terriblemente gutural que tres ladrones se sobresaltaron lo suficiente para dejar caer sus cuchillos. Nada cubierto de plumas tendría que haber sido capaz de producir semejante sonido. Aquel grito tenía garras.
La gaviota trazó un círculo en el aire, acabó posándose sobre el hipopótamo de madera más cercano y contempló al grupo con un par de ojillos rojizos. Parecía muy, muy irritada.
El líder de los ladrones había estado observando a la gaviota con una expresión que sólo podía definirse como fascinada, pero la voz de Arthur consiguió que apartase la mirada de ella.
—Esto es un cuchillo del Número 2 —dijo Arthur en un tono muy afable y educado—. Saqué un noventa y seis sobre cien en el último examen de lanzamiento de cuchillos. ¿Qué ojo crees que te hace menos falta?
El líder de los ladrones se volvió hacia él. En lo que respectaba a los otros dos jóvenes asesinos uno no apartaba la mirada de la gaviota y el otro se hallaba muy ocupado vomitando ruidosamente sobre el parapeto.
—Estás solo —dijo—. Y nosotros somos cinco.
—Pero pronto sólo seréis cuatro —replicó Arthur.
Teppic alargó una mano hacia la gaviota moviéndose tan lentamente como un sonámbulo. Con cualquier gaviota normal el movimiento habría dado como resultado la pérdida de un dedo, pero la criatura saltó hacia la mano que le ofrecía Teppic y se posó en ella con la expresión entre satisfecha y presuntuosa del terrateniente que regresa a la vieja plantación después de una larga ausencia.
El extraño comportamiento de la gaviota pareció aumentar considerablemente la intranquilidad que había empezado a adueñarse de los ladrones. La sonrisa de Arthur tampoco ayudaba mucho a mantener la calma.
—Qué gaviota tan bonita —dijo el líder de los ladrones en el tono estúpidamente jovial que suelen utilizar las personas cuando están terriblemente preocupadas por algo.
Teppic había empezado a acariciar la cabeza en forma de bala con expresión distraída.
—Creo que sería buena idea que os marcharais —dijo Arthur.
La gaviota había empezado a moverse en dirección a la muñeca de Teppic. Los pies palmeados que se agarraban a la carne y las alas que se desplegaban para conservar el equilibrio tendrían que haberle dado un aspecto bastante risible, pero no sólo no ocurría así sino que la gaviota parecía llena de poder oculto, como si fuese la identidad secreta de un águila. Cuando abrió el pico revelando una ridícula lengua de ave de color púrpura, el gesto impregnó la atmósfera con la sugerencia de que si quería aquella gaviota podía hacer cosas mucho peores que amenazar los restos de un bocadillo caído sobre la arena de la playa.
—¿Es magia? —preguntó uno de los ladrones.
Su expresión indicaba que le habría gustado hacer más preguntas, pero el repentino coro de siseos que salió de las bocas de sus compañeros enseguida le hizo cambiar de opinión.
—Bueno… Pues nada… Nos vamos —dijo el líder de los ladrones—, y disculpad el malentendido, ¿eh?
Teppic replicó con una cálida sonrisa y la expresión aturdida de quien no está viendo nada de cuanto le rodea.
Y entonces todos oyeron un ruidito tan curioso como insistente. Seis pares de ojos se movieron hacia un lado y hacia abajo. Broncalo ya se encontraba en la posición adecuada, y sus ojos no tuvieron que hacer nada de particular.
El Ankh estaba subiendo de nivel, y un torrente oscuro empezaba a empapar el fango deshidratado que se extendía por debajo de ellos.
Dios, Primer Ministro y gran sacerdote entre los grandes sacerdotes, no era un hombre religioso por naturaleza. La religiosidad podía tener efectos tan nocivos como afectar tu capacidad de juicio y volverte un poquito inestable, y no resultaba una cualidad deseable en un gran sacerdote. Bastaba con que empezaras a creer en ese tipo de cosas para que todo el asunto se conviniese en una farsa.
Naturalmente Dios no tenía nada en contra de la fe. La gente necesitaba creer en dioses aunque sólo fuese por lo difícil que resultaba creer en las personas. Los dioses eran necesarios. Dios se limitaba a exigir que no le estorbaran y que le dejaran en paz para que pudiera desempeñar sus funciones sin interferencias.
El que tuviera el aspecto ideal para su oficio era una suerte, claro está. Si tus genes han decidido proporcionarte una estatura imponente, una calva que deslumbra y una nariz tan afilada que podrías tallar rocas con ella probablemente es porque tenían una idea muy concreta en mente para empezar.
Dios sentía una desconfianza instintiva hacia las personas propensas al entusiasmo religioso. Siempre había pensado que quienes sentían una inclinación natural hacia la religiosidad eran personas inestables con una molesta tendencia a los vagabundeos por el desierto y las revelaciones. Como si los dioses pudieran rebajarse hasta tales extremos y perder el tiempo con semejantes tonterías… Ah, y lo peor era que esa clase de personas nunca conseguían resultados tangibles. Empezaban a pensar qué rituales carecían de importancia. Empezaban a pensar que podías hablar con los dioses sin necesidad de intermediarios. Dios sabía que las divinidades de Djelibeibi disfrutaban del ritual tanto como las de cualquier otra tierra, y lo sabía con esa clase de certidumbre tan rígida e inflexible que se la puede utilizar como eje para hacer girar el mundo a su alrededor. Después de todo, ser una divinidad y estar en contra de los rituales venía a resultar el equivalente de ser un pez y estar en contra del agua.
Se sentó en los peldaños del trono con su báculo sobre las rodillas y empezó a transmitir las órdenes del faraón. El hecho de que actualmente no hubiese ningún faraón que pudiera emitirlas no era problema. Dios ocupaba el cargo de gran sacerdote desde… bueno, llevaba tantos años siendo gran sacerdote que ya ni intentaba recordar cuándo empezó a serlo, pero tenía perfectamente claro cuáles eran las órdenes que podían esperarse de un faraón que conociera su oficio y las estaba transmitiendo.
Y de todas formas el Rostro del Sol estaba en el trono y eso era lo que realmente importaba, ¿no? El Rostro del Sol era una máscara de oro sólido que tapaba toda la cabeza y que debía ser llevada por el gobernante actual en todas las ceremonias y actos públicos. Los sacrílegos opinaban que su expresión sugería una mezcla de estreñimiento y afabilidad, pero la máscara llevaba miles de años siendo el símbolo del linaje real de Djelibeibi. Aparte de eso, también había hecho que resultara muy difícil distinguir a un faraón de otro.
Lo cual también tenía un significado extremadamente simbólico, aunque nadie podía recordar en qué consistía.
El Viejo Reino siempre había tenido una gran afición al simbolismo. Por ejemplo, estaba el báculo que descansaba sobre las rodillas de Dios, con sus simboliquísimas serpientes simbólicamente entrelazadas alrededor de la alegoría de un aguijón para camellos. El pueblo creía que la posesión de ese báculo hacía que los grandes sacerdotes tuvieran poder sobre los dioses y los muertos, pero probablemente se trataba de una metáfora (es decir, una mentira).
Dios cambió de postura.
—Supongo que el faraón ya habrá sido llevado a la Sala del Segundo Camino, ¿no? —preguntó.
El círculo de grandes sacerdotes menores asintió.
—Dil el embalsamador le está atendiendo en estos mismos instantes, oh Dios.
—Muy bien. El constructor de pirámides… ¿Ya ha recibido sus instrucciones?
Ptra-hi-dor Koomi, el gran sacerdote de Ath-Aúd, Dios Bifronte de las Puertas, dio un paso hacia adelante.
—Me tomé la libertad de ocuparme yo mismo del asunto, oh Dios —ronroneó.
Los dedos de Dios tamborilearon sobre el báculo.
—Sí —dijo—, no me cabe duda de que te has ocupado de ello.
Casi todos los sacerdotes estaban convencidos de que Koomi sería quien sucediera a Dios en el caso de que éste muriera, aunque hasta el momento moverse sigilosamente entre bastidores esperando que Dios se muriera había resultado ser una forma particularmente aburrida de perder el tiempo. La única opinión discordante era la del mismo Dios, quien de tener amistades probablemente les habría hecho la confidencia de que su fallecimiento exigiría ciertas condiciones previas como por ejemplo el que la luna se volviera azul, que los cerdos nacieran con alas y que Dios decidiese hacer un viajecito turístico por el Infierno. Probablemente habría añadido que la única diferencia existente entre Koomi y un cocodrilo sagrado estribaba en que el cocodrilo no intentaba disimular que disfrutaba comiéndose a la gente.
—Muy bien —dijo.
—Si Su Señoría permite que me tome la libertad de recordárselo… —dijo Koomi.
Dios le fulminó con la mirada y los rostros de los otros sacerdotes adoptaron la expresión entre impasible y distraída de quien no quiere tener problemas.
—¿Sí, Koomi?
—El príncipe, oh Dios… ¿Ha sido convocado?
—No —dijo Dios.
—Entonces, ¿cómo se enterará de lo que ha ocurrido? —preguntó Koomi.
—Lo sabrá —dijo Dios con firmeza.
—¿Cómo es posible que…?
—Lo sabrá. Y ahora, salid de aquí y dejadme solo. Id. ¡Id a ocuparos de vuestros dioses!
Los sacerdotes salieron a toda prisa dejando a Dios solo sobre los peldaños del trono. Estar sentado en los peldaños del trono era su posición habitual desde hacía tanto tiempo que ya había desgastado la piedra creando un hueco en el que encajaba perfectamente.
El príncipe lo sabría, naturalmente. Era parte del funcionamiento ordenado y correcto de las cosas, ¿no? Pero cuando Dios examinó los profundos surcos que los años de ritual y observancia debida habían producido en su mente detectó una cierta inquietud. La mente de Dios no era el sitio más adecuado para emociones como la inquietud o el nerviosismo. Ponerse nervioso o estar preocupado era algo que le ocurría a otras personas, no a él. Dios no había llegado a su posición actual perdiendo tiempo y espacio mental en algo tan inútil como la duda. Pero… Sí, ahí estaba. Un pensamiento minúsculo, una diminuta certeza de que el nuevo faraón iba a darle problemas.