Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—¡Eso, eso!

El trío siguió avanzando con paso inseguro hacia el Puente de Latón.

De hecho había unas cuantas personas peligrosas acechando en las sombras que preceden al amanecer, y se encontraban unos veinte pasos por detrás de ellos.

El complicado sistema de los Gremios criminales no había servido para que Ankh-Morpork fuese un lugar más seguro. Su único efecto era racionalizar los peligros y volverlos lo suficientemente regulares como para que pudieras contar con ellos, considerándolos un factor más de la existencia cotidiana. Los Gremios desempeñaban su labor secundaria de policía ciudadana mucho más concienzudamente —y no cabe duda de que con mucho más éxito—, de lo que jamás hubiese hecho la vieja Ronda, y cualquier ladrón sin licencia que intentara actuar por libre y fuera detenido por las patrullas del Gremio de Ladrones no tardaba en quedar confinado para propósitos de investigación social, aparte de sufrir la indudable molestia de que le unieran las rodillas con un clavo.[9] Pese a ello, siempre había unos cuantos espíritus aventureros que preferían correr el riesgo de llevar una existencia precaria fuera de los fuera de la ley, y cinco hombres que encajaban con esta descripción se estaban aproximando cautelosamente al trío para exponerles la oferta especial de la semana, garganta rajada más robo y entierro en el barrizal del fondo del río que prefiriesen.

Lo normal era que la gente se mantuviera lo más alejada posible de los asesinos debido al convencimiento instintivo de que el matar personas a cambio de grandes sumas de dinero es una actividad que no goza de la aprobación de los dioses (los dioses prefieren a los asesinos que matan a cambio de pequeñas sumas de dinero o sin cobrar nada) y podía dar como resultado un grave caso de hubris, o juicio de los dioses. Los dioses son unos entusiastas de la justicia —al menos en lo que concierne a los seres humanos—, y se conocen casos en los que dispensaron justicia de forma tan entusiástica que personas que se encontraban a kilómetros de distancia acabaron convertidas en relleno de empanadillas.

Pero el atuendo negro de los asesinos no asusta a todo el mundo, e incluso existen ciertos segmentos de la sociedad en los que se considera que matar a un asesino confiere un innegable prestigio, más o menos como el que confiere en otros ambientes el saber hacer sombras chinescas.

Y aparte de todo eso los tres asesinos que avanzaban tambaleándose sobre los tablones del Puente de Latón estaban espantosamente borrachos, y los hombres que les seguían pensaban sacar el máximo provecho posible de esa circunstancia.

Broncalo tropezó con uno de los hipopótamos[10] de madera en actitudes heráldicas que adornaban el lado del puente que daba al mar, rebotó y se desplomó sobre el parapeto.

—Me encuentro fatal —anunció—. Creo que voy a vomitar.

—Adelante —dijo Arthur—. El río está para eso, ¿no?

Teppic suspiró. Tenía mucho cariño a los ríos, pensaba que un río no estaba bien diseñado a menos que tuviera nenúfares y cocodrilos abajo y el Ankh siempre le deprimía porque si ponías un nenúfar en su cauce lo desintegraría en unos cuantos segundos. El río serpenteaba por las inmensas llanuras aluviales acumulando barro y arenilla durante todo el trayecto hasta las mismísimas Montañas del Carnero, y cuando le llegaba el momento de atravesar Ankh-Morpork, pob. un millón de habitantes, sólo se le podía seguir definiendo como líquido porque se movía más deprisa que la tierra situada a su alrededor. Dada su composición, vomitar en el río probablemente incluso serviría para limpiarlo un poquito.

Teppic contempló el hilillo de sustancia viscosa que rezumaba entre los pilares centrales y acabó alzando la cabeza hacia la línea gris del horizonte.

—Falta poco para que salga el sol —anunció.

—No recuerdo haber comido ningún sol —consiguió farfullar Broncalo.

Teppic dio un paso hacia atrás y un cuchillo pasó zumbando junto a su nariz y acabó enterrándose en las nalgas del hipopótamo que tenía al lado.

Cinco siluetas emergieron de la niebla. La reacción instintiva de los tres asesinos fue pegarse los unos a los otros.

—Si te acercas a mí te aseguro que lo lamentarás —gimió Broncalo sujetándose el estómago con las manos—. La factura de la tintorería será increíble.

—Bien, bien, ¿qué tenemos aquí? —dijo el líder de los ladrones.

Es el tipo de frase estúpida y nada adecuada a la situación que suele decirse en circunstancias semejantes.

—Sois del Gremio de Ladrones, ¿verdad? —preguntó Arthur.

—No —dijo el líder del grupo—, pertenecemos a esa pequeña minoría nada representativa que da tan mala reputación a la inmensa mayoría de la profesión. Os ruego que tengáis la amabilidad de entregarnos vuestras armas y objetos de valor. Naturalmente ya os imaginaréis que eso no cambiará en nada el desenlace, pero robar a un cadáver resulta tan desagradable como degradante y preferimos evitarlo siempre que sea posible.

—Podríamos atacarles por sorpresa —dijo Teppic en un tono de voz algo vacilante.

—Oye, a mí no me mires —replicó Arthur—. Creo que no sería capaz de encontrarme el culo ni con un atlas.

—Os lo advierto por última vez —balbuceó Broncalo—. Voy a vomitar, y cuando lo haga lo lamentaréis.

Teppic era consciente de la presencia de los cuchillos que llevaba en las mangas, y de que las posibilidades de que consiguiera coger alguno y seguir con vida el tiempo suficiente para arrojarlo probablemente fuesen muy escasas.

En momentos así el consuelo religioso es muy importante. Teppic se dio la vuelta y alzó la mirada hacia el sol justo cuando éste emergía de entre los bancos de nubes del amanecer.

Y vio un puntito minúsculo que parecía estar inmóvil en el centro del sol.

El difunto faraón Teppicamón XXVII abrió los ojos.

—Estaba volando —murmuró—. Recuerdo la sensación de tener alas. ¿Qué estoy haciendo aquí?

Trató de levantarse. Experimentó una sensación momentánea de peso y ésta desapareció tan de repente que consiguió ponerse en pie casi sin ningún esfuerzo. El faraón miró hacia abajo para averiguar qué la había causado.

—Oh, oh —dijo.

La cultura del reino del río tenía muchas cosas que decir sobre la muerte y lo que ocurría después. En cuanto a la vida, tenía muy poco que decir sobre ella y se limitaba a considerarla como una especie de preludio bastante incómodo al acontecimiento principal que debía ser soportado sin perder la compostura con la esperanza de que transcurriría lo más deprisa posible, y el faraón no necesitó mucho tiempo para llegar a la conclusión de que había muerto. Naturalmente, la visión de su cuerpo destrozado yaciendo sobre la arena era una pista de primera categoría.

Todo parecía haberse vuelto de color grisáceo. El paisaje poseía una extraña cualidad fantasmagórica, como si fuese tan tenue e inmaterial que se podía caminar a través de él. «Y lo más probable es que pueda hacerlo», pensó.

Se frotó la contraparte espiritual de sus manos. Bien, así que por fin había llegado el gran momento. «Las cosas van a ponerse interesantes —pensó—. Ahora es cuando empezaré a vivir de verdad.»

—Buenos días —dijo una voz a su espalda.

El faraón se dio la vuelta.

—Hola —dijo—. Tú debes de ser…

—La muerte —dijo la Muerte.

El faraón puso cara de sorpresa.

—Tenía entendido que la Muerte era un escarabajo pelotero gigante con tres cabezas —dijo.

La Muerte se encogió de hombros.

—Bueno, pues ya ves que te equivocabas.

—¿Qué es esa cosa que llevas en la mano?

—¿Esto? Es una guadaña.

—Tiene un aspecto muy extraño, ¿verdad? —dijo el faraón—. Creía que la Muerte llevaba el Flagelo de la Misericordia y el Gancho de la Justicia.

La Muerte pareció pensar en lo que acababa de decir.

—¿Cómo se las arreglaba? —preguntó por fin.

—Me temo que no te entiendo.

—Seguimos hablando de un escarabajo pelotero gigante, ¿no?

—Ah. Sí, claro… Supongo que los sujetaba con las mandíbulas. Pero creo recordar que está representada en uno de los frescos del palacio y que tenía brazos… —El faraón vaciló—. La verdad es que pensándolo bien resulta un poco ridículo, ¿no? Quiero decir que… En fin, un escarabajo pelotero gigante con brazos… Y creo recordar que una de las cabezas era de ibis.

La Muerte suspiró. No era una criatura del tiempo y, por lo tanto, en lo que a ella respectaba el pasado y el futuro eran una sola cosa, pero hubo un período en el que se esforzaba por aparecer con el aspecto que el cliente esperaba ver. Tuvo que acabar dejándolo porque no había ninguna forma de averiguar cuál era ese aspecto hasta después de que cliente hubiera muerto. La Muerte acabó llegando a la conclusión de que dado que en lo más íntimo de su fuero interno todo el mundo estaba convencido de que no moriría jamás no había por qué tomarse tantas molestias. La túnica con capuchón era el atuendo que le resultaba más cómodo y a partir de entonces se había mantenido apegado a él. Después de todo era elegante y limpio, casi nadie lo encontraba extraño y era aceptado en todas partes, al igual que ocurre con las mejores tarjetas de crédito.

—En fin… —dijo el faraón—. Supongo que será mejor que nos vayamos, ¿no?

—¿Adónde?

—¿Es que no lo sabes?

—He venido para asegurarme de que morías en el momento fijado. Lo que ocurra después es cosa tuya.

—Bueno… —El faraón se rascó la barbilla en un gesto puramente automático—. Supongo que tendré que esperar a que hayan hecho todos los preparativos. Tendrán que momificarme, claro. Y habrá que construir otra maldita pirámide… Hum. ¿Y tengo que seguir aquí y esperar a que hayan hecho todo eso?

—Supongo que sí.

La Muerte chasqueó los dedos, y un magnífico corcel blanco dejó de masticar el césped del jardín y trotó hacia la silueta de la guadaña.

—Oh. Bueno… En fin, creo que miraré hacia otro lado mientras lo hacen. Empiezan sacándote todas esas cosas blandas de dentro, ¿sabes?

El faraón no pudo contener una mueca de preocupación. Cosas que le habían parecido perfectamente lógicas y naturales cuando estaba vivo empezaban a resultarle vagamente sospechosas y desagradables después de muerto.

—Lo hacen para preservar el cuerpo con el fin de que éste pueda empezar una nueva vida en el Más Allá —dijo en un tono de voz ligeramente perplejo—. Y después te envuelven en vendajes. Bueno, por lo menos eso parece más lógico…

Se frotó la nariz.

—Pero después llenan la pirámide de comida y bebida. Francamente, lo encuentro un poco extraño.

—Y a esas alturas del proceso, ¿dónde se supone que están tus órganos internos?

—Eso es lo que no acabo de entender. Están dentro de una jarra en la cámara contigua —dijo el faraón, y ahora la duda resultaba claramente perceptible en su tono de voz—. Recuerdo que cuando terminamos la pirámide de papá metimos dentro un carruaje tan grande que costó horrores hacerlo pasar por la entrada…

Las arrugas de su frente inmaterial se hicieron un poco más profundas.

—Madera sólida —dijo medio hablando consigo mismo—. Ah, y estaba recubierta con pan de oro. Y no hay que olvidar a los cuatro novillos para que tirasen de él, claro. Después hubo que colocar una piedra inmensa para que obstruyera la entrada…

Intentó pensar y descubrió que le resultaba sorprendentemente fácil. Las nuevas ideas afluían a su mente como un límpido torrente de aguas frescas y cristalinas. Las ideas tenían que ver con el movimiento de la luz sobre las rocas, el azul del cielo y las múltiples posibilidades del mundo que se esparcían a su alrededor desplegándose en todas direcciones. Ahora que no tenía un cuerpo que le importunara continuamente con sus insistentes demandas el mundo le parecía un lugar lleno de maravillas y prodigios, pero desgraciadamente lo más asombroso era el hecho de que una gran parte de lo que siempre habías creído verdad parecía haberse vuelto tan sólido y digno de confianza como una nube de gas de los pantanos. Aparte de eso, tampoco había que olvidar lo molesto que resultaba el que fueran a encerrarle dentro de una pirámide justo después de descubrir que por fin estaba plenamente equipado para disfrutar del mundo.

Cuando mueres lo primero que pierdes es la vida. Después pierdes tus ilusiones.

—Me parece que tienes un montón de cosas en que pensar —dijo la Muerte montando sobre su caballo—. Y ahora, si me disculpas…

—Espera un momento…

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