Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—Podrías anotar un memorando —dijo Vimes.

—¡Uau! ¿De verdad? ¡Caray! Vale. Claro. No hay problema.

Vimes carraspeó.

—Ver al cabo Nobbs tema puntualidad. También tema título de conde.

—Esto… lo siento, ¿eso era el memorando?

—Sí.

—Lo siento, había que decir «memorando» al principio. Estoy bastante seguro de que está en el manual.

—Muy bien. Pues eso era el memorando.

—Lo siento, tiene que decirlo otra vez.

—Memorando: ver al cabo Nobbs tema puntualidad. También tema título de conde.

—Lo tengo —dijo el diablillo—. ¿Quiere que le recuerde esto a alguna hora en particular?

—¿A la hora de aquí? —preguntó Vimes en tono malicioso—. ¿O a la hora de Klatch, por ejemplo?

—De hecho, puedo decirle qué hora es…

—Creo que lo voy a apuntar en mi cuaderno, si no te importa —dijo Vimes.

—Oh, bueno, si lo prefiere, puedo reconocer la escritura —dijo el diablillo con orgullo—. Soy bastante avanzado.

Vimes sacó su cuaderno y lo sostuvo en alto.

—¿Como esto? —preguntó.

El diablillo miró un momento con el ceño fruncido.

—Sí —dijo—. Eso es escritura, estoy bastante seguro. Palitos, lacitos, todo unido entre sí. Sí. Escritura. La reconocería en cualquier parte.

—¿No tendrías que decirme qué es lo que dice?

El diablillo puso cara de recelo.

—¿Lo que dice? —preguntó—. ¿Se supone que hace ruidos?

Vimes guardó el cuaderno gastado y cerró la tapa del organizador. Luego se reclinó en el asiento y regresó a su espera.

Alguien muy listo —ciertamente alguien mucho más listo que quien fuera que había adiestrado a aquel diablillo— debía de haber fabricado el reloj de la sala de espera del patricio. Hacía tictac como todos los relojes. Pero por alguna razón, en contra de toda la práctica horológica habitual, el tic y el tac eran irregulares. Tic tac tic… y luego, transcurrida apenas una fracción de segundo adicional… tac tic tac… y luego un tic una fracción de segundo antes de cuando el oído de la mente la esperaba. El efecto bastaba, al cabo de diez minutos, para convertir los procesos intelectuales de incluso los individuos más preparados en algo parecido a las gachas. El patricio debía de haber pagado mucho al relojero.

El reloj dijo once y cuarto.

Vimes se acercó a la puerta, y, a pesar de los precedentes, llamó con suavidad.

Del interior no vino ningún ruido, ningún murmullo de voces lejanas.

Probó la manecilla. La puerta no estaba cerrada con llave. Lord Vetinari siempre había dicho que la puntualidad era la cortesía de los príncipes. Vimes entró.

* * *

Jovial rascó diligentemente el polvo blanco y quebradizo y luego examinó el cadáver del difunto padre Tubelcek.

La anatomía era una disciplina importante en el Gremio de Alquimistas, debido a la antigua teoría de que el cuerpo humano era un microcosmos del universo, aunque cuando se veía un cuerpo abierto en canal costaba imaginar qué parte del universo era pequeña y de color morado y hacía plomp-plomp al tantearla. Pero en cualquier caso los alquimistas tendían a ir pillando la anatomía sobre la marcha, y a veces también sobre las paredes. Cuando los nuevos estudiantes probaban un experimento que salía particularmente exitoso en términos de fuerza explosiva, a menudo el resultado era un cruce entre una remodelación generalizada del laboratorio y una partida del Caza-El-Otro-Riñón.

Al hombre lo habían matado golpeándolo repetidamente en la cabeza. Eso era lo único que se podía decir. Con alguna clase de instrumento romo y muy pesado.[9]

¿Qué más esperaba Vimes que hiciera Jovial?

Examinó con atención el resto del cuerpo. No había más señales evidentes de violencia, aunque… el hombre tenía unas cuantas salpicaduras de sangre en los dedos. También era verdad que había sangre por todas partes.

Había un par de uñas rotas. Tubelcek había opuesto resistencia, o por lo menos había intentado cubrirse con las manos.

Jovial examinó los dedos más de cerca. Había algo incrustado debajo de las uñas. Algo que brillaba en tono cerúleo, como la grasa espesa. No tenía ni idea de por qué estaba allí, pero tal vez su trabajo consistiera en descubrirlo. Se sacó concienzudamente un sobre del bolsillo y raspó aquella sustancia, la metió dentro, selló el sobre y lo numeró.

Luego sacó el iconógrafo de la caja y se preparó para sacar una pintura del cadáver.

Y al hacerlo, algo le llamó la atención.

El padre Tubelcek seguía allí en el suelo, con un ojo todavía abierto tal como Vimes se lo había dejado, haciéndole un guiño a la eternidad.

Jovial miró más de cerca. Le parecía que se lo había imaginado, pero…

Ni siquiera ahora las tenía todas consigo. La mente podía jugar malas pasadas.

Abrió la portezuela del iconógrafo y habló con el diablillo que había dentro.

—¿Puedes hacer una pintura de su ojo, Sydney? —dijo.

El diablillo miró con el ojo fruncido a través de la lente.

—¿Solamente del ojo? —chilló.

—Sí. Lo más grande que puedas.

—Está usted enfermo, señor.

—Y cállate —dijo Jovial.

Dejó la caja apoyada en la mesa y se reclinó hacia atrás. Del interior de la caja venía el frufrú de las pinceladas. Al final se oyó el ruido de una manecilla al girar y de una ranura salió con un susurro una pintura ligeramente húmeda.

Jovial la miró fijamente. Luego dio unos golpecitos en la caja. La trampilla se abrió.

—¿Sí?

—Más grande. Tan grande que llene el papel entero. De hecho —Jovial entrecerró los ojos para escrutar la pintura que tenía en las manos—, pinta solamente la pupila. La parte del centro.

—¿Hasta que llene el papel entero? Es usted raro.

Jovial colocó la caja más cerca. Se oyó un ruidito de engranajes mientras el diablillo hacía girar las lentes hacia fuera y luego unos segundos más de pinceladas ajetreadas.

Salió otra pintura húmeda. Que mostraba un disco grande y negro.

Bueno… casi del todo negro.

Jovial miró más de cerca. Había un asomo, un mero asomo… Volvió a llamar a la caja.

—¿Sí, señor Enano Persona Rara? —preguntó el diablillo.

—La parte del medio. Tan grande como puedas, gracias.

Las lentes se proyectaron todavía más hacia fuera.

Jovial esperó con ansia. En la sala de al lado, Detritus deambulaba con paciencia.

El papel salió por tercera vez y la trampilla se abrió.

—Eso es todo —dijo el diablillo—. Se me ha acabado el negro.

Y el papel, en efecto, era negro… salvo por el área diminuta que no lo era.

La puerta de la escalera se abrió de golpe y el agente Visita entró, llevado en volandas por el empuje de una pequeña multitud. Jovial se metió el papel en el bolsillo con aire culpable.

—¡Esto es intolerable! —exclamó un hombre bajito con una barba larga y negra—. ¡Exigimos que nos dejen entrar! ¿Quién es usted, joven?

—Soy Jo… Soy el cabo Culopequeño —dijo Jovial—. Mire, tengo una placa…

—Bueno, cabo -dijo el hombre—, ¡yo soy Wengel Raddley y soy un hombre con cierta posición en esta comunidad y le exijo que nos entregue al pobre padre Tubelcek ahora mismo!

—Estamos, esto, estamos intentando descubrir quién lo ha matado —empezó a decir Jovial.

Algo se movió detrás de Jovial y de repente las caras que tenía delante parecieron muy preocupadas. Se giró y vio a Detritus en el umbral de la habitación contigua.

—¿Todo bien? —preguntó el troll.

La fortuna al alza de la Guardia había permitido a Detritus tener una coraza como era debido en lugar de un trozo de armadura de batalla para elefantes. Tal como era práctica habitual con los uniformes de los sargentos, el armero había intentado imprimirle representaciones estilizadas de músculos. En el caso de Detritus, no había sido capaz de hacer que entraran todos.

—¿Hay algún problema? —preguntó.

La multitud retrocedió.

—Ninguno en absoluto, agente —dijo el señor Raddley—. Usted, esto, ha surgido de repente, eso es todo…

—Correcto —dijo Detritus—. Soy un surgidor. Muchas veces pasa de repente. Entonces, ¿no hay problema?

—Ningún problema en absoluto, agente.

—Los problemas, qué cosa asombrosa —rugió Detritus en tono meditabundo—. Siempre estoy buscando problemas y cuando los encuentro la gente dice que no están allí.

El señor Raddley recuperó la compostura.

—Pero queremos llevarnos al padre Tubelcek para enterrarlo —dijo.

Detritus se giró hacia Jovial Culopequeño.

—¿Ya está todo lo que tenías que hacer?

—Supongo que sí…

—¿El muerto?

—Oh, sí.

—¿Se va a poner mejor?

—¿Mejor que muerto? Lo dudo.

—Muy bien, entonces ya se lo pueden llevar.

Los dos miembros de la Guardia se hicieron a un lado mientras se llevaban el cadáver escaleras abajo.

—¿Por qué hacías pinturas del hombre muerto? —preguntó Detritus.

—Bueno, esto, podría ser útil ver cómo estaba colocado.

Detritus asintió con expresión de sabiduría.

—Conque colocado, ¿eh? Y eso que era un hombre de la iglesia…

Culopequeño sacó la pintura y la volvió a mirar. Era casi toda negra. Pero…

Un agente apareció al pie de la escalera.

—¿Hay alguien ahí arriba que se llame —se oyó una risita ahogada-Jovial Culopequeño?

—Sí —dijo Culopequeño en tono lúgubre.

—Bueno, pues el comandante Vimes dice que tienes que ir al palacio del patricio ahora mismo, ¿vale?

—Estás hablando con el investigador Culopequeño —dijo Detritus.

—Da igual —dijo Culopequeño—. Nada puede empeorarlo.

* * *

El rumor es información destilada tan finamente que puede filtrarse por cualquier parte. No le hacen falta puertas ni ventanas, y a veces ni tan solo le hace falta gente. Puede existir libre y en estado salvaje, saltando de oreja en oreja sin siquiera tocar unos labios.

Ya se había escapado. Desde la alta ventana del dormitorio del patricio, Sam Vimes pudo ver que se acercaba gente al palacio. No era una muchedumbre —ni siquiera era lo que se dice una multitud—, pero el movimiento browniano de las calles estaba impulsando cada vez más y más gente en su dirección.

Se relajó un poco cuando vio entrar a un par de guardias por las puertas.

En la cama, lord Vetinari abrió los ojos.

—Ah… comandante Vimes —murmuró.

—¿Qué ha pasado, señor? —dijo Vimes.

—Parece que estoy acostado, Vimes.

—Estaba usted en su despacho, señor. Inconsciente.

—Cielos. Debo de haberme… excedido un poco. Bueno, gracias. Si quiere usted tener la amabilidad de… ayudarme a levantarme…

Lord Vetinari intentó levantarse, se bamboleó y cayó desplomado. Tenía la cara pálida. El sudor le empapaba la frente.

Alguien llamó a la puerta. Vimes la abrió un poco.

—Soy yo, señor. Fred Colon. Traigo un mensaje. ¿Cómo va todo?

—Ah, Fred. ¿A quién tienes ahí por ahora?

—Somos yo y el agente Pedernal y el agente Tortazo, señor.

—Bien. Que alguien vaya a mi casa y le diga a Willikins que me traiga mi uniforme de calle. Y mi espada y mi ballesta. Y una bolsa con cosas para pasar la noche fuera. Y unos cuantos puros. Y decidle a lady Sybil… decidle a lady Sybil… bueno, que le digan a lady Sybil que tengo cosas que hacer por aquí, eso es todo.

—¿Qué está pasando, señor? ¡Alguien ahí abajo ha dicho que lord Vetinari está muerto!

—¿Muerto? —murmuró el patricio desde su cama—. ¡Tonterías! —Se levantó de golpe, sacó las piernas de la cama y se dobló por la mitad. Fue un desplome lento y espantoso. Lord Vetinari era un hombre alto, así que cayó desde muy arriba. Y lo hizo doblando una articulación detrás de otra. Primero le fallaron los tobillos y cayó de rodillas. Sus rodillas dieron en el suelo con un ruido seco y entonces se le dobló la cintura. Por fin su frente rebotó contra la moqueta.

—Oh —dijo.

—Su señoría está un poco… —empezó Vimes. Luego agarró a Colon y lo sacó a rastras de la sala—. Creo que lo han envenenado, Fred, esa es la verdad.

Colon puso cara de horror.

—¡Por los dioses! ¿Quiere que vaya a buscar a un médico?

—¿Estás loco? ¡Queremos que viva!

Vimes se mordió el labio. Había dicho las palabras que tenía en mente, y ahora, sin duda, el humo tenue del rumor se alejaría flotando por la ciudad.

—Pero alguien tendría que echarle un vistazo… —dijo en voz alta.

—¡Maldición, sí! —dijo Colon—. ¿Quiere que vaya a buscar a un mago?

—¿Cómo sabemos que no ha sido uno de ellos? —¡Por los dioses!

Vimes trató de pensar. Todos los médicos de la ciudad trabajaban para los gremios, y todos los gremios odiaban a Vetinari, así que…

—Cuando tengas bastante gente como para enviar a un mensajero, mándalo a los establos de allá en la calle Reyes Abajo a buscar a Jimmy Dónut —dijo.

Colon pareció todavía más sobresaltado.

—¿Dónut? ¡Pero si no sabe nada de medicina! ¡Se dedica a dopar caballos de carreras!

Autore(a)s: