Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

Vimes suspiró. Detritus, a pesar de tener un coeficiente intelectual de temperatura ambiente, era un buen poli y un sargento de narices. Tenía ese tipo especial de estupidez a la que resultaba difícil engañar. Pero la única cosa más difícil que hacer que pillara una idea era hacer que la soltara.[8]

—Detritus —dijo, con toda la amabilidad que pudo—, al otro lado de la ventana hay una caída de diez metros al río. No va haber… —Hizo una pausa. Después de todo, aquel era el río Ankh—. A estas alturas cualquier huella se habrá vuelto a llenar —se corrigió—. Casi seguro.

Miró afuera, sin embargo, por si acaso. Debajo de él el río gorgoteaba y siseaba. No había pisadas, ni siquiera en la famosa costra de su superficie. Pero sí había otra mancha de polvo en la repisa.

Vimes rascó un poco del mismo y lo olió.

—Parece la misma arcilla blanca.

No se le ocurría ningún sitio cerca de la ciudad donde hubiera arcilla blanca. En cuanto uno salía de las murallas no había más que marga negra y espesa hasta llegar a las montañas del Carnero. Cualquiera que cruzara esa marga sería cinco centímetros más alto después de atravesar cualquier prado.

—Arcilla blanca —dijo—. ¿Dónde demonios hay terrenos de arcilla blanca por aquí cerca?

—Es un misterio —dijo Detritus.

Vimes sonrió sin alegría. Sí que era un misterio. Y a él no le gustaban los misterios. Los misterios tenían la costumbre de crecer si no se resolvían deprisa. Los misterios criaban.

Los simples asesinatos sucedían a todas horas. Y habitualmente, hasta Detritus podía resolverlos. Si había una mujer angustiada de pie junto a su marido desplomado, con un atizador en forma de L en la mano y diciendo llorosamente: «¡Nunca tendría que haber dicho eso de nuestro Neville!», poco se podía hacer para alargar el caso más allá de la siguiente pausa para el café. Y cuando diversos hombres o partes de ellos estaban colgados de o clavados a diversas partes del mobiliario del Tambor Remendado un sábado por la noche, y el resto de la clientela estaba poniendo cara de inocencia, ni siquiera hacía falta una inteligencia detrítica para imaginarse lo que había estado pasando.

Echó un vistazo al difunto padre Tubelcek. Era asombroso que hubiera sangrado tanto, con sus brazos como varillas para limpiar tuberías y su pecho parecido a una parrilla para servir tostadas. Estaba claro que no había podido presentar mucha batalla.

Vimes se agachó y levantó suavemente uno de los párpados del cadáver. Un ojo de color azul lechoso con el centro negro se lo quedó mirando desde donde fuera que estaba ahora el viejo sacerdote.

Un anciano religioso que vivía en un par de cuartuchos diminutos y que obviamente no salía mucho, a juzgar por el olor. ¿Qué clase de amenaza podía…?

El agente Visita asomó la cabeza por la puerta.

—Hay un enano aquí sin cejas y con la barba chamuscada que dice que usted le ha dicho que venga, señor —dijo—. Y algunos ciudadanos dicen que el padre Tubelcek es su sacerdote y que quieren darle un entierro decente.

—Ah, debe de ser Culopequeño. Hágale subir —pidió Vimes, irguiéndose—. A los otros, dígales que tendrán que esperar.

Culopequeño subió la escalera, contempló la escena y consiguió llegar a la ventana a tiempo para vomitar.

—¿Mejor? —preguntó Vimes al cabo de un momento.

—Esto… sí. Espero que sí.

—Pues lo dejo en sus manos.

—Esto… ¿qué es lo que quiere que haga exactamente? —preguntó Culopequeño, pero Vimes ya estaba en mitad de la escalera.

* * *

Angua gruñó. Era la señal de que Zanahoria podía volver a abrir los ojos.

Las mujeres, tal como Colon le comentó una vez a Zanahoria cuando pensó que el chico necesitaba consejo, podían ser raras con algunas cosillas. Tal vez no les gustaba que las vieran sin maquillaje, o insistían en comprar maletas más pequeñas que los hombres a pesar de que siempre llevaban más ropa. En el caso de Angua, no le gustaba que la vieran en route de la forma humana a la de mujer loba, o viceversa. Era solo una manía, decía ella. Zanahoria podía verla en cualquiera de las dos formas, pero no en las diversas que ocupaba entre medio, por si acaso no quería volver a verla nunca más.

Visto con ojos de hombre lobo, el mundo era distinto.

Para empezar, era en blanco y negro. Por lo menos, aquella pequeña parte del mundo que como humana consideraba la «visión» era monocroma: ¿pero a quién le importaba que aquella visión tuviera que ocupar el asiento de atrás cuando era el olor el que iba al volante, riendo y sacando el brazo por la ventanilla y haciendo gestos maleducados a todos los demás sentidos? Después, ella siempre recordaba los aromas como colores y sonidos. La sangre era de color marrón intenso y profundamente grave, el pan rancio era de un sorprendente azul brillante que tintineaba, y cada ser humano era una sinfonía calidoscópica cuatridimensional. Porque la visión nasal implicaba ver a lo largo del tiempo además de en el espacio: un hombre podía permanecer quieto durante un minuto y una hora más tarde seguía allí, para la nariz, y su olor apenas se había disipado.

Estuvo rondando por los pasillos del Museo del Pan de los Enanos con el hocico pegado al suelo. Luego salió un momento al callejón y probó allí también.

Al cabo de cinco minutos regresó correteando con Zanahoria y volvió a darle la señal.

Cuando él abrió de nuevo los ojos ella se estaba poniendo la camisa por la cabeza. En aquello sí que los humanos se llevaban la palma. Nada podía superar un par de manos.

—Creía que estarías en la calle siguiendo a alguien —dijo él.

—¿Siguiendo a quién? —preguntó Angua.

—¿Perdona?

—Lo puedo oler a él, a ti y al pan, y eso es todo.

—¿Nada más?

—Suciedad. Polvo. Lo normal. Ah, hay algunos rastros viejos, de hace días. Sé que tú estuviste aquí la semana pasada, por ejemplo. Hay montones de olores. A grasa, a carne, a resina de pino por alguna razón, a comida vieja… pero puedo jurar que en el último día más o menos aquí no ha habido nadie vivo más que él y nosotros.

—Pero tú me dijiste que todo el mundo deja un rastro.

—Y es verdad.

Zanahoria miró al difunto conservador del museo. Daba igual qué palabras eligiera uno para explicarlo, o lo mucho que uno ampliara la definición, definitivamente el tipo no podía haberse suicidado. No con una hogaza de pan.

—¿Vampiros? —dijo Zanahoria—. Pueden volar…

Angua suspiró.

—Zanahoria, yo lo sabría si hubiera venido aquí un vampiro en el último mes.

—Hay casi medio dólar en peniques en el cajón —dijo Zanahoria—. Y en todo caso, un ladrón vendría a robar el Pan de Batalla, ¿no? Es un artefacto cultural muy valioso.

—¿Tenía el pobre hombre algún pariente? —preguntó Angua.

—Tiene una hermana anciana, creo. Yo vengo una vez al mes para charlar un rato. Me deja tocar las piezas, ya sabes.

—Debe de ser divertido —dijo Angua, antes de poder refrenarse.

—Es muy… satisfactorio, sí-dijo Zanahoria en tono solemne—. Me recuerda a mi tierra.

Angua suspiró y entró en la sala que había al fondo del pequeño museo. Era como los cuartos traseros de todos los museos, llenos de basura y de cosas para las que no hay sitio en los estantes y también de objetos de procedencia dudosa, como monedas con la fecha «52 a.C». Había algunas mesas de trabajo cubiertas de esquirlas de pan de enanos, un ordenado mueble para herramientas con martillos de amasar de varios tamaños y papeles por todas partes. En una de las paredes, y ocupando una gran parte de la sala, había un horno.

—Se dedica a investigar viejas recetas —dijo Zanahoria, que parecía pensar que tenía que promocionar el talento del anciano hasta después de muerto.

Angua abrió la portezuela del horno. El calor invadió la sala.

—Menudo pedazo de horno —dijo—. ¿Qué son estas cosas?

—Ah… veo que ha estado haciendo polvorones —dijo Zanahoria—. Bastante letales en combate corto.

Ella cerró la portezuela.

—Volvamos a Pseudópolis Yard y que envíen a alguien para… —Angua se detuvo.

Siempre había momentos peligrosos, justo después del cambio de forma y tan cerca de la luna llena. No eran tan malos cuando era una loba. Seguía siendo igual de inteligente, o por lo menos se sentía igual de inteligente, aunque como la vida era mucho más sencilla lo más probable es que simplemente tuviera una inteligencia extraordinaria para una loba. Era al volver a ser humana cuando las cosas se ponían difíciles. Durante unos minutos, hasta que el campo mórfico se reasentaba por completo, todos sus sentidos seguían alerta. Los olores seguían siendo increíblemente intensos, y sus oídos podían percibir sonidos muy por encima del raquítico espectro humano. Y podía pensar más sobre las cosas que experimentaba. Un lobo podía olfatear una farola y saber que el viejo Bonzo había pasado por allí el día anterior, y que no se encontraba bien del todo, y que su dueño todavía le estaba dando de comer callos, pero una mente humana podía además pensar en los porqués de las cosas.

—Hay algo más —dijo, e inspiró suavemente—. Débil. Algo que no está vivo. Pero… ¿no lo hueles? Algo parecido al polvo pero no exactamente. Es como… amarillo anaranjado.

—Hum… —dijo Zanahoria, con tacto—. No todos tenemos tu nariz.

—Lo he olido antes, en alguna parte de esta ciudad. No recuerdo dónde… Es fuerte. Más fuerte que el resto de los olores. Es un olor como a barro.

—Ja, bueno, en estas calles…

—No, no es… exactamente barro. Es más nítido. Más agudo.

—¿Sabes? A veces te envidio. Tiene que estar bien ser un lobo. Aunque sea un rato.

—Tiene sus inconvenientes. —«Como las pulgas», pensó, mientras cerraban el museo. «Y la comida. Y esa sensación constante y molesta de que tendrías que estar llevando tres sujetadores a la vez.»

No paraba de decirse a sí misma que lo tenía bajo control, y en cierta forma era verdad. En las noches de luna rondaba por la ciudad y vale, de vez en cuando caía algún pollo, pero ella siempre se acordaba de dónde había sido y al día siguiente volvía para meter algún dinero por debajo de la puerta.

No era fácil ser una vegetariana que al día siguiente tenía que sacarse trocitos de carne de entre los dientes. Pero sin duda lo tenía por la mano.

«Sin duda», se aseguró a sí misma.

Era la mente de Angua la que rondaba por las noches, no una mente de mujer loba. De eso estaba casi segura. Una mente de mujer loba no se conformaría con los pollos, ni de lejos.

Se estremeció.

¿A quién estaba engañando? De día era fácil ser vegetariana. Lo que costaba de verdad era evitar volverse humanoriana por las noches.

* * *

Los primeros relojes empezaban a dar las once cuando el palanquín de Vimes se detuvo meciéndose delante del palacio del patricio. Al comandante Vimes le empezaban a fallar las piernas, pero subió cinco pisos de escaleras corriendo tan deprisa como pudo y se desplomó en una silla del salón de espera. Pasaron los minutos.

No se llamaba a la puerta del patricio. El te hacía entrar con la certeza absoluta de que estarías allí.

Vimes se reclinó en el asiento y disfrutó del momento de paz.

Algo en el interior de su abrigo hizo: «¡Bing bing bíngueli bing!».

Suspiró, sacó un paquete encuadernado en cuero del tamaño de un libro pequeño y lo abrió.

Una cara amistosa pero ligeramente preocupada miró hacia arriba desde su jaula.

—¿Sí? —dijo Vimes.

—Once de la mañana. Cita con el patricio.

—¿Sí? ¿Y bien? Ya son y cinco.

—Ah. Entonces ya la ha tenido, ¿no? —dijo el diablillo.

—No.

—¿Quiere que siga recordándoselo o qué?

—No. Además, no me recordaste lo del Colegio de Armas a las diez.

El diablillo puso cara de pánico.

—Pero eso es el martes, ¿no? Yo habría jurado que es el martes.

—Fue hace una hora.

—Oh-el diablillo se quedó abatido—. Esto. Vale. Lo siento. Ejem. Eh, puedo decirle qué hora es en Klatch, si quiere. O en Genua. O en Hunghung. En cualquiera de esos lugares. Elija usted.

—No necesito saber qué hora es en Klatch.

—Pero podría —dijo el diablillo, a la desesperada—. Piense en lo impresionada que se quedaría la gente si, durante un momento aburrido de la conversación, usted pudiera decir: «Por cierto, ahora mismo en Klatch es hace una hora». O en Bes Pelargic. O en Efebia. Pregúnteme. Vamos. No importa. En cualquiera de esos sitios.

Vimes suspiró para sus adentros. Él tenía un cuaderno. Y tomaba notas en él. Siempre resultaba útil. Y entonces Sybil, que los dioses la bendijeran, le había dado aquel diablillo con quince funciones que hacía tantas otras cosas, aunque por lo visto al menos diez de aquellas funciones consistían en disculparse por su ineficacia en las otras cinco.

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