—¡Asombroso! Lo normal sería que la gente se apelotonara haciendo cola, ¿no?
—¡Sí, no entiendo por qué no lo hacen!
Angua se recordó a sí misma que Zanahoria no parecía tener en su alma ni un asomo de ironía. Se dijo a sí misma que no era culpa de él que lo hubieran criado unos enanos en una mina, y que realmente creyera que los trozos de piedra eran interesantes. La semana anterior habían visitado una fundición de hierro. Aquello también había sido interesante.
Y sin embargo… sin embargo… era inevitable que Zanahoria cayera bien. Zanahoria caía bien hasta a la gente a la que detenía. Zanahoria caía bien hasta a las ancianas que vivían en medio de un olor permanente a pintura fresca. Zanahoria le caía bien a ella. Muy bien. Lo cual iba a hacer que fuera mucho más difícil dejarlo.
Era una mujer loba. Y no había más que hablar. O bien te pasabas la vida intentando que la gente no lo descubriera o bien les dejabas descubrirlo y te pasabas la vida observando cómo se mantenían a distancia y murmuraban a tus espaldas, aunque por supuesto para observar aquello había que darse la vuelta.
A Zanahoria no le importaba. Pero sí le importaba que le importara a otra gente. Le importaba que hasta los colegas que eran bastante amistosos tendieran a llevar alguna cosa de plata encima. Y ella notaba que aquello lo incomodaba. Ella notaba que las cosas se iban poniendo tensas y que él no sabía cómo tratar con aquella situación.
Era exactamente lo que le había dicho su padre. Mézclate con humanos más allá de la hora de comer y será como tirarte a una mina de plata.
—Parece que va a haber castillos enormes de fuegos artificiales después de las celebraciones del año que viene —dijo Zanahoria—. Me gustan los fuegos artificiales.
—No entiendo por qué Ankh-Morpork quiere celebrar el hecho de que tuvo una guerra civil hace trescientos años —dijo Angua, regresando al aquí y al ahora.
—¿Por qué no? La ganamos —dijo Zanahoria.
—Sí, pero también la perdisteis.
—Siempre hay que mirar el lado positivo, eso es lo que yo digo. Ah, ya estamos aquí.
Angua miró el letrero. Ya había aprendido a leer las runas de los enanos.
—«Museo del Pan de los Enanos» —dijo—. Caray. Me muero de ganas.
Zanahoria asintió felizmente y abrió la puerta. Salió un olor a corteza de pan antigua.
—¡Yu-juuu, señor Hopkinson! —llamó. No hubo respuesta—. A veces sale —aclaró.
—Probablemente cuando no puede soportar tanta diversión —dijo Angua—. ¿Hopkinson? No es un nombre de enano…
—Oh, es humano —dijo Zanahoria, entrando—. Pero una autoridad asombrosa sobre el tema. El pan es su vida. Es el autor de la obra capital sobre panadería ofensiva. Bueno… como no está aquí cogeré dos entradas y dejaré un par de peniques sobre el mostrador.
No parecía que el señor Hopkinson tuviera muchos visitantes. Había polvo en el suelo y polvo sobre las vitrinas y mucho polvo sobre las piezas en exposición. La mayoría de los panes tenían la clásica forma de boñiga de vaca, un eco de su sabor, pero también había bollos, panecillos para el combate cuerpo a cuerpo, letales tostadas arrojadizas y una enorme colección polvorienta de otras formas diseñadas por una raza a quien le gustaba tirarse comida a la cara por todo lo grande y sobre todo de forma terminal.
—¿Qué estamos buscando? —dijo Angua. Olisqueó el aire. Había un aroma desagradable y familiar.
—Es… ¿Estás lista? Es… ¡el Pan de Batalla de B’hrian Hachasangrienta! —dijo Zanahoria, hurgando en un mostrador que había junto a la entrada.
—¿Una hogaza de pan? ¿Me has traído aquí para enseñarme una hogaza de pan?
Volvió a olfatear. Sí. Sangre. Sangre fresca.
—Exacto —dijo Zanahoria—. Solamente va a estar aquí un par de semanas en préstamo. Es el mismo pan que él empuñó personalmente en la Batalla del Valle de Koom y con el que mató a cincuenta y siete trolls, aunque —y aquí el tono de Zanahoria cambió del entusiasmo a la respetabilidad cívica— de eso hace mucho tiempo y no tenemos que dejar que la historia antigua nos ciegue ante las realidades de una sociedad multiétnica en el Siglo del Murciélago Frugívoro.
Se oyó el chirrido de una puerta. Y luego:
—Ese pan de batalla —dijo Angua con voz abstraída—. Es negro, ¿verdad? ¿Y mucho más grande que el pan normal?
—Así es —dijo Zanahoria.
—Y el señor Hopkinson… ¿un hombre bajito? ¿Con una barbita blanca y puntiaguda?
—El mismo.
—¿Y tiene la cabeza toda aplastada?
—¿Cómo?
—Creo que deberías venir a ver esto —dijo Angua, retrocediendo.
* * *
Dragón Rey de Armas estaba sentado a solas entre sus velas.
«Así que ese era el comandante sir Samuel Vimes», caviló. «Qué estúpido. Es evidente que está cegado por su rencor. Y esa es la clase de gente que llega a ocupar altos cargos hoy en día. Con todo, esa gente puede resultar útil, y es probablemente por eso que Vetinari lo ha ascendido. A menudo los estúpidos son capaces de cosas que los listos ni siquiera se atreverían a considerar…»
Suspiró y tiró de otro tomo hacia sí. No era mucho más grande que otros libros que recubrían las paredes de su estudio, un hecho que sorprendería a cualquiera que conociese sus contenidos.
Dragón estaba bastante orgulloso del libro. Era una obra más bien inusual, pero a él le había sorprendido —o más bien le habría sorprendido de no haber perdido del todo la capacidad de sorprenderse hacía un centenar de años— lo sencilla que había resultado en parte. Ya ni siquiera le hacía falta leerla. Se la sabía de memoria. Los árboles genealógicos estaban adecuadamente plantados, las palabras estaban allí escritas en las páginas y lo único que él tenía que hacer era cantar a coro.
El encabezamiento de la primera página era: «Descendencia del rey Zanahoria I, rey de Ankh-Morpork por la Gracia de los Dioses». Un árbol genealógico largo y complejo ocupaba la docena de páginas siguientes hasta llegar a: «casado con»… Las palabras estaban escritas a lápiz.
—«Delfina Angua von Überwald» —leyó el Dragón en voz alta—. «Padre —y, a-já, sire—: barón Guye von Überwald, también conocido como Cola Plateada. Madre: madame Serafina Soxe-Bloonberg, también conocida como Colmillo Amarillo, de Genua…»
Aquella parte había sido toda una hazaña. El había esperado que sus agentes tuvieran alguna dificultad que otra con las zonas más lupinas de la ascendencia de Angua, pero resultó que los lobos de las montañas también estaban bastante interesados en aquellas cosas. Estaba claro que los antepasados de Angua se habían contado entre los líderes de la manada.
Dragón Rey de Armas sonrió. Por lo que a él respectaba, la especie era una consideración secundaria. Lo que importaba realmente en un individuo era tener buen pedigrí.
Ah, bueno. Así es como el futuro podría haber sido.
Apartó el libro a un lado. Una de las ventajas de tener una vida mucho más larga de lo normal era que podías ver lo frágil que era el futuro. Los hombres decían cosas como «paz para nuestra época» o «un imperio que durará mil años», y menos de media vida después nadie se acordaba de quiénes eran, no digamos ya de lo que habían dicho o de dónde la muchedumbre había enterrado sus cenizas. Lo que cambiaba la historia eran cosas más pequeñas. A menudo bastaban unos pocos trazos con la pluma.
Tiró de otro tomo hacia él. En el lomo había la inscripción: «Descendencia del rey…». Y bien, ¿cómo se llamaría el hombre a sí mismo? Aquello por lo menos no era estimable. Oh, bueno…
Dragón cogió su lápiz y escribió: «Nobbs».
Sonrió en medio de la sala iluminada por las velas.
La gente siempre estaba hablando del verdadero rey de Ankh-Morpork, pero la historia enseñaba una lección cruel. Decía, a menudo con palabras de sangre, que el verdadero rey era el que era coronado.
* * *
Aquella sala también estaba llena de libros. Esa fue la primera impresión: la de acumulación rancia y opresiva de libros.
El difunto padre Tubelcek estaba despatarrado sobre una capa de libros caídos. No había duda de que estaba muerto. Nadie podría sangrar tanto y seguir vivo. O sobrevivir tanto tiempo con la cabeza como una pelota de fútbol desinflada. Alguien tenía que haberle golpeado con un mazo.
—Vino una anciana corriendo y gritando —dijo el agente Visita, haciendo el saludo—. Así que entré y lo encontré todo así, señor.
—¿Exactamente así, agente Visita?
—Sí, señor. Y me llamo Visita-Al-Infiel-Con-Panfletos-Ex-plicativos, señor.
—¿Quién era la anciana?
—Dice que es la señora Kanacki, señor. Dice que siempre le traía la comida. Que siempre se lo hacía todo.
—¿Que se lo hacía todo?
—Ya sabe, señor. Limpiar y barrer.
Había, en efecto, una bandeja en el suelo, además de un cuenco roto y unas cuantas gachas derramadas. La señora que le hacía todo al anciano se había quedado horrorizada al descubrir que alguien más le había hecho algo antes.
—¿Y ella lo ha tocado? —preguntó.
—Dice que no, señor.
Lo cual quería decir que el sacerdote había conseguido de alguna forma tener la muerte más pulcra que Vimes había visto nunca. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho. Le habían cerrado los ojos.
Y le habían metido algo en la boca. Parecía un trozo de papel enrollado. Daba al cadáver un aspecto desconcertantemente desenfadado, como si hubiera decidido fumarse un último cigarrillo después de morirse.
Vimes cogió con cautela el pequeño pergamino y lo desenrolló. Estaba cubierto de unos símbolos meticulosamente escritos pero desconocidos para él. Lo que los hacía particularmente dignos de mención era el hecho de que su autor había usado al parecer el único líquido que había en cantidades enormes por todo el lugar.
—Ees —dijo Vimes—. Está escrito con sangre. ¿Estos símbolos le dicen algo a alguien?
—¡Sí, señor!
Vimes puso los ojos en blanco.
—¿Sí, agente Visita?
—Visita-Al-Infiel-Con-Panfletos-Explicativos, señor —dijo el agente Visita con cara dolida.
—«Al-Infiel-Con-Panfletos-Explicativos.»[7] Estaba a punto de decirlo, agente —dijo Vimes—. ¿Y bien?
—Es una antigua caligrafía klatchiana —dijo el agente Visita—. De una de las tribus del desierto llamada los cenotinos, señor. Tenían una sofisticada pero fundamentalmente equivocada…
—Sí, sí, sí —interrumpió Vimes, que podía reconocer cómo el pie verbal se preparaba para bloquear la puerta auditiva—. ¿Pero sabe lo que significa?
—Lo puedo averiguar, señor.
—Bien.
—Por cierto, ¿por casualidad ha podido usted encontrar tiempo para echar un vistazo a esos folletos que le di el otro día, señor?
—¡He estado muy ocupado! —dijo Vimes automáticamente.
—No se preocupe, señor —dijo Visita, y sonrió con la sonrisa débil de quienes hacen el bien a pesar de los enormes obstáculos—. Cuando tenga un momento ya me va bien.
Las páginas de los viejos libros derribados de las estanterías estaban desperdigadas por todos lados. En muchas de ellas había salpicaduras de sangre.
—Algunos parecen religiosos —dijo Vimes—. Puede que encuentren algo. —Se giró—. Detritus, echa un vistazo, ¿quieres?
Detritus se detuvo en medio del acto de dibujar laboriosamente una silueta de tiza alrededor del cuerpo.
—Síseñor. ¿Qué buscamos, señor?
—Cualquier cosa que encuentres.
—Sí, señor.
Con un gruñido, Vimes se agachó y dio unos golpecitos a una mancha gris que había en el suelo.
—Polvo —dijo.
—A veces sale en el suelo, señor —dijo Detritus, solícito.
—Solo que este es blanquecino. Y estamos sobre tierra negra —dijo Vimes.
—Ah —dijo el sargento Detritus—. Una Pista. —Podría ser simple polvo, claro.
Había algo más. Alguien había hecho un intento de ordenar los libros. Habían amontonado varias docenas de ellos en una torre alta y pulcra, de un libro de anchura, con los libros más grandes debajo y todos los bordes alineados con precisión geométrica.
—Esto sí que no lo entiendo —dijo Vimes—. Hay una pelea. Al viejo lo atacan salvajemente. Luego alguien, tal vez él mismo al morir o tal vez el asesino, escribe algo usando la sangre del pobre hombre. Lo enrolla bien enrolladito y se lo mete en la boca como si fuera una piruleta. Luego el hombre se muere y alguien le cierra los ojos y lo coloca bien y hace un montón con todos los libros y… ¿y luego qué? ¿Sale a ese bullicio hirviente que es Ankh-Morpork?
El honesto ceño del sargento Detritus se arrugó por el esfuerzo de pensar.
—¿Puede… puede que haya una pisada fuera de la ventana? —preguntó—. Eso siempre es una pista que vale la pena buscar.