Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

El anciano había cerrado la puerta y lo había dejado solo. Vimes miró por la ventana cómo el anciano regresaba cojeando a lo que fuera que estaba haciendo antes de que apareciera Vimes.

Lo que estaba haciendo era montar un escudo de armas viviente.

Había un escudo de gran tamaño. Y en este había clavadas varias coles, coles de verdad. El anciano dijo algo que Vimes no pudo oír. El pequeño buho se alejó aleteando de su percha y se posó sobre un ankh de gran tamaño que había pegado a la parte superior. Los dos hipopótamos salieron pesadamente de su estanque y se estacionaron a ambos lados del escudo.

El anciano desplegó un caballete delante de la escena, colocó un lienzo sobre el mismo, cogió paleta y pincel y gritó:

—¡Alehop!

Los hipopótamos se irguieron sobre las patas traseras con movimientos más bien artríticos. El buho desplegó las alas.

—Por los dioses —murmuró Vimes—. ¡Siempre pensé que se lo inventaban!

—¿Inventárnoslo, señor? ¿Inventárnoslo? —dijo una voz a su espalda—. No tardaríamos en meternos en líos si nos lo inventáramos, ya lo creo.

Vimes se giró. Detrás de él acababa de aparecer otro anciano diminuto, parpadeando felizmente detrás de unas gruesas gafas. Llevaba varios pergaminos debajo del brazo.

—Siento no haber podido salir a recibirlo a la puerta, pero ahora mismo estamos muy ocupados —dijo, ofreciéndole la mano que tenía libre—. Soy Croissant Rouge Pursuivant.

—Esto… ¿es usted un pequeño bollo rojo para el desayuno? —preguntó Vimes, perplejo.

—No, no. No. Quiere decir Media Luna Roja. Es mi título, ¿sabe? Un título muy antiguo. Soy heraldo. Usted debe de ser sir Samuel Vimes, ¿no?

—Sí.

Media Luna Roja consultó un pergamino.

—Bien. Bien. ¿Qué le parecen las comadrejas?

—¿Las comadrejas?

—Tenemos algunas comadrejas, ¿sabe? Sabemos que no son estrictamente un animal heráldico, pero parece que tenemos algunas en plantilla y con toda sinceridad creo que vamos a tener que dejarlas ir a menos que podamos convencer a alguien para que las adopte, y eso trastornaría a Pardessus Cha-tain Pursuivant. Siempre se encierra en su cobertizo cuando se siente trastornado…

—Pardessus… ¿se refiere al anciano de ahí fuera? —preguntó Vimes—. O sea… ¿por qué…? Yo pensaba que ustedes… o sea, un escudo de armas no es más que un diseño. ¡No hace falta pintar con modelo!

Media Luna Roja pareció escandalizado.

—Bueno, supongo que si uno quiere burlarse por completo de todo nuestro trabajo, sí, puede limitarse a inventárselo. Supongo que sí-dijo—. En todo caso… ¿nada de comadrejas, entonces?

—Personalmente, yo ni me molestaría —dijo Vimes—. Y ciertamente no con una comadreja. Mi mujer me ha dicho que los dragones serían…

—Por suerte, no se va a dar el caso —dijo una voz desde las sombras.

No era una voz que uno querría oír bajo ninguna clase de luz. Era reseca y polvorienta. Sonaba como si viniera de una boca que nunca hubiera conocido los placeres de la saliva. Sonaba muerta.

Lo estaba.

* * *

Los ladrones de la panadería consideraron sus opciones.

—Tengo la mano sobre la ballesta —dijo el más emprendedor de los tres.

El más realista, dijo:

—¿De verdad? Pues yo tengo el corazón en la boca.

—Oooh —dijo el tercero—. Yo el corazón lo tengo débil…

—Sí, pero lo que digo es… que ni siquiera lleva espada. Si yo me encargo del lobo, vosotros dos podríais sacarlo a él de circulación sin ningún problema, ¿no?

El único que pensaba con claridad miró al capitán Zanahoria. La armadura le brillaba. Igual que los músculos de los brazos desnudos. Hasta sus rodillas relucían.

—Me parece que hemos llegado a una especie de impasse o tablas —dijo el capitán Zanahoria.

—¿Y si tiramos el dinero? —dijo el que pensaba con claridad.

—Está claro que eso ayudaría.

—¿Y nos dejaríais marchar?

—No. Pero contaría definitivamente como un punto a vuestro favor y yo hablaría en vuestra defensa.

El más atrevido, que tenía la ballesta, se relamió los labios y miró primero a Zanahoria y luego al lobo.

—¡Si lo lanzas sobre nosotros, te aviso, alguien va a acabar muerto! —avisó.

—Sí, podría pasar —dijo Zanahoria en tono triste—. Preferiría evitarlo en la medida de lo posible.

Levantó las manos. En cada una de ellas había algo plano y redondo y de unos quince centímetros de diámetro.

—Esto —dijo— es pan de enanos. Del mejorcito del señor Cortezadehierro. No es el pan de batalla clásico, claro, pero probablemente baste para cortar…

El brazo de Zanahoria se movió tan deprisa que se convirtió en un borrón. Hubo un breve revuelo de serrín y la hogaza plana voló dando vueltas hasta clavarse en los gruesos tablones del carruaje, a aproximadamente centímetro y medio del hombre que tenía el corazón débil y que, según resultó, también tenía la vejiga frágil.

El hombre de la ballesta solamente arrancó su atención del pan cuando sintió una presión ligera y húmeda en la muñeca.

No había forma posible de que el animal se hubiera movido tan deprisa, y sin embargo allí estaba, y la expresión del lobo conseguía indicar con gran tranquilidad que si el animal así lo deseaba podía incrementar la presión de forma más o menos indefinida.

—¡Páralo! —chilló el hombre, tirando la ballesta lejos con la mano que le quedaba libre—. ¡Dile que me suelte!

—Oh, nunca le digo nada —dijo Zanahoria—. Ella toma sus propias decisiones.

Se oyó un claqueteo de botas con suela de hierro y media docena de enanos armados con hachas salieron corriendo de las puertas de la panadería, levantando chispas cuando derraparon para detenerse al lado de Zanahoria.

—¡A por ellos! —gritó el señor Cortezadehierro. Zanahoria le colocó una mano encima del casco al enano y le dio la vuelta.

—Soy yo, señor Cortezadehierro —dijo—. Creo que estos son los hombres, ¿no?

—¡Lleva razón, capitán Zanahoria! —dijo el panadero enano—. ¡Vamos, chavales! ¡Colguémoslos del bura’zak-ka![3]

—Oooh —murmuró el débil de corazón, entre lágrimas.

—Vamos, vamos, señor Cortezadehierro —dijo Zanahoria, pacientemente—. Ese castigo no se practica en Ankh-Mor-pork.[4]

—¡Dejaron inconsciente de una paliza a Bjorn Bombacho-prieto! ¡Y le dieron una patada a Olaf Fuerteenelbrazo en los bad’dhakz![5] ¡Vamos a cortarles los…!

—¡Señor Cortezadehierro!

El panadero enano vaciló y luego, para asombro y alivio de los ladrones, dio un paso atrás.

—Sí… muy bien, capitán Zanahoria. Si usted lo dice.

—Yo tengo asuntos pendientes en otra parte, pero le agradecería que usted los cogiera y los entregara al Gremio de Ladrones —dijo Zanahoria.

El que pensaba deprisa palideció.

—¡Oh, no! ¡Se toman muy a pecho lo de robar sin licencia! ¡Cualquier cosa menos el Gremio de Ladrones!

Zanahoria se giró. La luz se reflejó de cierta forma en su cara.

—¿Cualquier cosa? —preguntó.

Los ladrones sin licencia se miraron entre ellos y luego hablaron todos a la vez.

—El Gremio de Ladrones. Vale. No hay problema.

—Nos gusta el Gremio de Ladrones.

—No puedo esperar. Allá voy, Gremio de Ladrones.

—Unos hombres como es debido.

—Firmes pero justos.

—Bien —dijo Zanahoria—. Entonces todos contentos. Ah, sí. —Se hurgó en el monedero—. Aquí tiene cinco peniques por la hogaza, señor Cortezadehierro. La otra la he manoseado, pero no debería usted tener problema para lijarla.

El enano miró las monedas, parpadeando.

—¿Usted quiere pagarme a mí por salvar mi dinero? —preguntó.

—Como contribuyente tiene derecho a la protección de la Guardia —repuso Zanahoria.

Hubo una pausa educada. El señor Cortezadehierro se estaba mirando los pies. Uno o dos de los otros enanos empezaron a soltar risitas.

—Le diré qué haremos —dijo Zanahoria con voz amable—. Cuando tenga un momento me pasaré y le ayudaré a rellenar los formularios. ¿Qué le parece?

Un ladrón rompió el embarazoso silencio.

—Esto… ¿podría su… perrito… soltarme el brazo, por favor?

El lobo aflojó la presa, bajó de un salto y fue al trote con Zanahoria, que se llevó la mano al casco a modo de saludo respetuoso.

—Que tengan todos un buen día —dijo, y se alejó caminando tranquilamente.

Ladrones y víctimas observaron cómo se marchaba.

—¿Es real? —preguntó el que pensaba deprisa.

El panadero soltó un gruñido y luego gritó:

—¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta!

—¿Co… «cómo? Ha recuperado el dinero, ¿no?

Dos de sus empleados tuvieron que sujetar al señor Cortezadehierro.

—¡Tres años! —dijo—. ¡Tres años y a nadie le importaba un pimiento! ¡Tres putos años y ni una sola llamada a la puerta! ¡Y ahora me va a preguntar! ¡Oh, sí! ¡Será tan amable de acordarse! ¡Probablemente irá a buscarme los formularios extra para que yo no me tenga que molestar! ¿Por qué no podríais haberos escapado, cabrones?

* * *

Vimes examinó la sala sombría y mohosa. La voz podría muy bien haber salido de una tumba.

Una mirada de pánico asomó en la cara del pequeño heraldo.

—¿Tal vez sir Samuel tendría ahora la amabilidad de acercarse por aquí? —dijo la voz. Era gélida y desgranaba cada sílaba con precisión. Era una de esas voces que no pestañean.

—Este es precisamente… esto… Dragón-dijo Media Luna Roja.

Vimes se llevó la mano a la espada.

—Dragón Rey de Armas —dijo el hombre.

—¿Rey de armas? —preguntó Vimes.

—Un simple título —dijo la voz—. Entre deprisa. —Por alguna razón, las palabras se reescribieron en el fondo de la mente de Vimes como «entre mi presa».

—Rey de Armas —dijo la voz de Dragón mientras Vimes se adentraba en las sombras del sanctasanctórum—. No le va a hacer falta su espada, comandante. Acerqúese, acerqúese. Hace más de quinientos años que soy Dragón Rey de Armas pero no vomito fuego, se lo aseguro. A-já. A-já.

—A-já —dijo Vimes. No veía con claridad la figura. La luz venía de unas pocas ventanas altas y mugrientas y de varias docenas de velas que ardían con unas llamas de bordes negros. Algo en la silueta que tenía delante parecía sugerir unos hombros caídos.

—Siéntese deprisa —dijo Dragón Rey de Armas—. Y se lo agradeceré encarecidamente si mira a la izquierda y levanta la barbilla.

—¿Quiere decir que exponga mi cuello? —preguntó Vimes. —A-já. A-já.

La figura cogió un candelabro y se le acercó. Una mano tan flaca como la de un esqueleto agarró la barbilla de Vimes y se la movió con delicadeza a un lado y al otro.

—Ah, sí. Tiene usted el perfil de los Vimes, está claro. Pero no las orejas de los Vimes. Por supuesto, su abuela materna era una Clamp. A -já…

La mano de los Vimes volvió a coger la espada de los Vimes. Solamente había una clase de persona que tuviera tanta fuerza en un cuerpo de apariencia tan frágil.

—¡Ya me parecía a mí! ¡Eres un vampirol -dijo—. Eres un puto vampiro chupasangre.

—A -já.

Podría haber sido una risa. Podría haber sido una tos.

—Sí. Un vampiro, está claro. Sí, ya he oído lo que piensa usted de los vampiros. «No del todo vivos pero no lo bastante muertos», creo que ha dicho usted. Me parece muy ingenioso. A-já. Vampiro, sí. Chupasangre, no. Morcilla, sí. El summum del arte del carnicero, sí. Y si todo lo demás falla, hay un montón de carniceros kosher allá en Salchicha Larga. A-já, sí. Todos vivimos lo mejor que podemos. A-já. Las vírgenes están a salvo de mí. A-já. Desde hace cientos de años, siento decirlo. A-já.

La forma y el círculo de luz de la vela se alejaron.

—Me temo que ha perdido usted el tiempo innecesariamente, comandante Vimes.

La mirada de Vimes se estaba acostumbrando a la luz trémula. La sala estaba llena de libros amontonados. Ninguno de ellos en estanterías. De todos sobresalían puntos de lectura que parecían dedos aplastados.

—No lo entiendo —dijo. O bien Dragón Rey de Armas tenía unos hombros muy encorvados o bien tenía alas debajo de su túnica sin forma. Algunos podían volar como murciélagos, recordó Vimes. Se preguntó qué edad debía de tener aquel. Podían «vivir» casi eternamente…

—Creo que ha venido usted porque se considera, a-já, apropiado que tenga un escudo de armas. Me temo que eso no es posible. A-já. Sí que existió un escudo de armas de los Vimes, pero no se puede resucitar. Iría en contra de las normas.

—¿Qué normas?

Se oyó un ruido sordo cuando el otro bajó un libro y lo abrió.

—Estoy seguro de que conoce usted a sus antepasados, comandante. Su padre era Thomas Vimes, hijo de Gwilliam Vimes…

—Es por el Viejo Carapiedra, ¿verdad? —dijo Vimes en tono inexpresivo—. Esto tiene que ver con el Viejo Carapiedra.

—Ciertamente. A-já. No-Sufráis-Injusticia Vimes. El antepasado de usted. El Viejo Carapiedra, en efecto, tal como le llamaban. Comandante de la Guardia de la Ciudad en 1688. Y regicida. Asesinó al último rey de Ankh-Morpork, tal como sabe cualquier escolar.

Autore(a)s: