Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

Vimes sonrió para sí mismo. Lo más probable era que ninguna otra especie del mundo pidiera un recibo de su libertad. Había cosas que no se podían cambiar.

—Ah —dijo—. Parece que alguien quiere hablar con nosotros…

Por el puente se acercaba una multitud, una masa de túnicas grises, negras y de color azafrán. Estaba compuesta de sacerdotes. Parecían enfadados. Mientras se abrían paso a empujones por entre el resto de los ciudadanos, varios halos se engancharon entre ellos.

Encabezando su comitiva iba Hughnon Ridcully, Sumo Sacerdote de Ío el Ciego y lo más cercano que tenía Ankh-Morpork a un portavoz sobre cuestiones religiosas. Vio a Vimes desde lejos y corrió hacia él, con un dedo reprobatorio en alto.

—Présteme atención, Vimes… —empezó a decir, y se detuvo. Miró a Dorfl con el ceño fruncido—. ¿Es esto? —preguntó.

—Si se refiere al gólem, es él —dijo Vimes—. El agente Dorfl, reverencia.

Dorfl se tocó el casco con gesto de respeto.

—¿En Qué Podemos Ayudar? —preguntó.

—¡Esta vez la ha hecho buena, Vimes! —dijo Ridcully, sin hacer caso de Dorfl—. Se ha pasado una vuelta y media. ¡Ha hecho que hable esta cosa que ni siquiera está viva!

—¡Queremos verlo destruido!

—¡Blasfemia!

—¡La gente no lo tolerará!

Ridcully miró al resto de sacerdotes que iban con él.

—Estoy hablando yo —dijo. Le dio la espalda a Vimes—. Esto es clasificable como una blasfemia repulsiva y como culto a ídolos…

—Yo no le rindo culto. Solamente le he dado trabajo —dijo Vimes, que empezaba a pasarlo bien—. Y tampoco es que sea un ídolo precisamente. —Respiró hondo—. Y si lo que buscan es blasfemias repulsivas…

—Perdonen —dijo Dorfl.

—¡No pensamos escucharte! ¡Ni siquiera estás vivo de verdad! —dijo un sacerdote. Dorfl asintió.

—Eso Es Fundamentalmente Cierto —dijo.

—¿Lo ven? ¡Si lo admite!

—Sugiero Que Se Me Lleven Y Me Rompan En Pedazos Y Partan Los Pedazos En Fragmentos Y Machaquen Los Fragmentos Hasta Que Sean Arenilla Y Los Vuelvan A Moler Hasta Obtener El Polvo Más Fino Que Se Pueda Obtener, Y No Creo Que Vayan A Encontrar Un Solo Átomo De Vida…

—¡Cierto! ¡Hagámoslo!

—Con Todo, A Fin De Probar Hasta El Final El Sistema, Uno De Ustedes Se Presentará Voluntario Para Experimentar El Mismo Proceso.

Se hizo el silencio.

—No es justo —dijo un sacerdote al cabo de un momento—. Lo único que tiene que hacer cualquiera es volver a cocer tu polvo y estarás vivo otra vez…

Se volvió a hacer el silencio.

Y dijo Ridcully:

—¿Son imaginaciones mías, o estamos pisando terreno teológicamente problemático? Hubo más silencio. Otro sacerdote dijo:

—¿Es verdad que has dicho que creerás en cualquier dios cuya existencia pueda demostrarse mediante el debate lógico?

—Sí.

Vimes tuvo una intuición de lo que iba a ser el futuro inmediato y se alejó unos cuantos pasos de Dorfl.

—Pero los dioses simplemente existen de verdad —dijo un sacerdote.

—No Es Evidente.

Por entre las nubes cayó un rayo que impactó en el casco de Dorfl. Hubo una cortina de llamas y luego un ruido de goteo. La armadura fundida de Dorfl formaba charcos alrededor de sus pies al rojo blanco.

—No Me Ha Parecido Un Gran Argumento —dijo Dorfl con tranquilidad desde algún lugar dentro de las nubes de humo.

—Está pensado para ganarse al público —dijo Vimes—. Por lo menos hasta ahora.

El Sumo Sacerdote de Ío el Ciego se giró hacia el resto de sacerdotes.

—Basta, chicos, no hace falta nada de eso.

—Pero es que Offler es un dios vengativo —dijo un sacerdote situado al fondo de la comitiva.

—Yo lo que diría es que es de gatillo fácil —dijo Ridcully.

Otro rayo descendió en zigzag, pero se dobló en ángulo recto a un metro del sombrero del Sumo Sacerdote y tomó tierra en un hipopótamo de madera, que se quebró. El Sumo Sacerdote sonrió con aire de suficiencia y se volvió a girar hacia Dorfl, que iba emitiendo suaves tintineos a medida que se enfriaba.

—¿Lo que estás diciendo es que solamente aceptarás la existencia de un dios si esta se puede demostrar mediante un razonamiento?

—Sí —dijo Dorfl.

Ridcully se frotó las manos.

—No es problema, amigo cerámico —dijo—. Consideremos en primer lugar…

—Perdone —dijo Dorfl. Se agachó y recogió su placa. El rayo le había dado una interesante forma derretida.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Ridcully.

—En Alguna Parte Está Teniendo Lugar Un Crimen —dijo Dorfl—. Pero Cuando Acabe El Turno Me Alegrará Disputar Con El Sacerdote Del Dios Más Importante.

Se dio la vuelta y siguió cruzando el puente con tranquilidad. Vimes saludó apresuradamente con la cabeza a los sacerdotes asombrados y echó a correr tras él. «Lo cogimos y lo cocimos en el fuego y ha resultado ser libre —pensó—. Sin más palabras en la cabeza que las que ha elegido poner él mismo allí dentro. Y no solamente es un ateo. Es un ateo de porcelana. ¡A prueba de fuego!»

Parecía que iba a ser un buen día.

Detrás de ellos, sobre el puente, estaba empezando una pelea.

* * *

Angua estaba haciendo su equipaje. O mejor dicho, lo estaba intentando sin conseguirlo. El hato no tenía que ser demasiado grande para poder llevarlo en la boca. Pero un poco de dinero (no tendría que comprar mucha comida) y una muda de ropa (para aquellas ocasiones en que tal vez tuviera que ir vestida) no tenían por qué ocupar mucho sitio.

—Las botas son un problema —dijo en voz alta.

—¿Tal vez si atas los cordones entre sí las puedes llevar al cuello? —dijo Jovielle, que estaba sentada en el estrecho camastro.

—Buena idea. ¿Quieres estos vestidos? Nunca he llegado a llevarlos. Supongo que los puedes cortar.

Jovielle los cogió con los dos brazos.

—¡Este es de seda!

—Probablemente tengas bastante material en uno para hacerte dos.

—¿Te importa si los comparto? Algunos de los muchachos… de las señoritas de la Guardia —Jovielle paladeó la palabra «señoritas»— están empezando a reflexionar un poco…

—Van a fundir sus cascos, ¿no? —dijo Angua.

—Oh, no. Pero tal vez podrían hacerse con un diseño más atractivo. Esto…

—¿Sí? —Ejem…

Jovielle cambió de postura, incómoda.

—Tú nunca has llegado a comerte a nadie, ¿verdad? Ya sabes… Masticar sus huesos y todo eso…

—No.

—O sea, a mí solamente me contaron que a mi primo segundo se lo comieron los hombres lobo. Se llamaba Sfen.

—Me temo que no recuerdo ese nombre —dijo Angua.

Jovielle intentó sonreír.

—Pues entonces no pasa nada —dijo.

—Así que ya no necesitas esa cuchara de plata en el bolsillo —dijo Angua.

Jovielle se quedó primero boquiabierta y luego las palabras le salieron atrepellándose entre ellas.

—Esto… no sé cómo ha llegado hasta ahí debe de haberse caído ahí dentro cuando estaba lavando los platos oh no era mi intención…

—No me preocupa, en serio. Estoy acostumbrada.

—Pero yo no pensaba que tú…

—Mira, no te equivoques. No es cuestión de no querer —dijo Angua—. Es cuestión de querer y no hacerlo.

—No es verdad que te tengas que marchar, ¿no?

—Oh, no sé si me pudo tomar en serio a la Guardia, y… y a veces creo que Zanahoria se está preparando para pedirme… Y bueno, no funcionaría nunca. Es esa forma que tiene de dar por sentadas las cosas, ¿sabes? Así que lo mejor es irse ahora —mintió Angua.

—¿Y Zanahoria no intentará detenerte?

—Sí, pero no hay nada que pueda decirme.

—Se va a llevar un disgusto.

—Sí —dijo Angua en tono enérgico, tirando otro vestido sobre la cama—. Y luego lo superará.

—Hrolf Muerdemuslos me ha pedido salir —dijo Jovielle con timidez, mirando al suelo—. ¡Y estoy casi segura de que es macho!

—Me alegro de oírlo. Jovielle se puso de pie.

—Te acompaño hasta la Casa de Guardia. Tengo que empezar mi turno.

Estaban a mitad de la calle Olmo cuando vieron a Zanahoria, cuyos hombros y cabeza sobresalían por encima de la multitud.

—Parece que estaba yendo a verte —dijo Jovielle—. Esto, ¿quieres que me vaya?

—Demasiado tarde.

—¡Ah, buenos días, señorita cabo Culopequeño! —dijo Zanahoria alegremente—. Hola, Angua. Solamente venía a verte, pero primero he tenido que escribir mi carta a casa, claro.

Se sacó el casco y se alisó el pelo hacia atrás.

—Esto… —empezó a decir.

—Sé lo que me vas a preguntar —dijo Angua.

—¿Ah, sí?

—Sé que has estado pensando en ello. Sabías que me estaba planteando qué hacer.

—Era obvio, ¿no?

—Y la respuesta es que no. Ojalá pudiera ser que sí.

Zanahoria pareció asombrado.

—Nunca se me ocurrió que dirías que no —dijo—. O sea, ¿por qué ibas a no querer?

—Por los dioses, me dejas pasmada —dijo ella—. En serio.

—Pensé que era algo que te apetecería hacer —dijo Zanahoria. Suspiró—. Oh, bueno. No tiene importancia.

Angua sintió que le barrían una pierna del suelo.

—¿Que no tiene importancia?

—O sea, sí, habría estado bien, pero tampoco es algo que me quite el sueño.

—¿Ah, no?

—Bueno, no. Es obvio. Quieres hacer otras cosas. Está bien. Pensé que te podría apetecer. Ya lo haré yo solo.

—¿Qué? ¿Cómo vas a…? —Angua se detuvo—. ¿De qué estás hablando, Zanahoria?

—Del Museo del Pan de los Enanos. Le he prometido a la hermana del señor Hopkinson que lo limpiaría. Ya sabes, que ordenaría las cosas. No tiene muy buena salud y he pensado que igual le da un poco de dinero. Solamente entre tú y yo, hay varias piezas de su colección que podrían estar mejor presentadas, pero me temo que el señor Hopkinson ya tenía unos hábitos muy asentados. Estoy seguro de que en la ciudad hay muchos enanos que irían en manada si se enteraran de que existe, y por supuesto, hay muchos jóvenes a los que les convendría aprender más de su magnífico patrimonio. Quitar el polvo y dar una buena capa de pintura podrían cambiar bastante las cosas, estoy seguro, sobre todo en las hogazas más antiguas. No me importa dedicarle unos cuantos días libres. Simplemente pensé que te podía animar, pero entiendo que no a todo el mundo le interese tanto el pan.

Angua se lo quedó mirando. Era aquella mirada que Zanahoria atraía tan a menudo. Que escrutaba cada rasgo de su cara en busca de la más pequeña pista de que estaba haciendo alguna clase de broma. Alguna broma larga y profunda a expensas de todo el mundo. Hasta el último nervio de su cuerpo sabía que tenía que estar bromeando, pero no había ni un indicio, ni un pequeño temblor que lo demostrara.

—Sí —dijo ella en tono débil, sin dejar de examinarle la cara—, supongo que podría ser una pequeña mina de oro.

—Hoy en día los museos tienen que ser mucho más interesantes. ¿Y sabes? Hay toda una remesa de tostadas de guerrilla que todavía están por catalogar —dijo Zanahoria—. Y algunos ejemplos primitivos de roscas defensivas.

—Caray —dijo Angua—. Eh, ¿por qué no pintamos un letrero enorme que diga algo como: «La Experiencia del Pan de los Enanos»?

—Probablemente no funcionaría con los enanos —dijo Zanahoria, impermeable al sarcasmo—. Las experiencias con el pan de los enanos suelen ser cortas. ¡Pero ya veo que te está estimulando la imaginación!

«Voy a tener que irme —pensó Angua mientras bajaban paseando por la calle—. Tarde o temprano se dará cuenta de que lo nuestro no puede funcionar. Los hombres lobo y los humanos… ambos tenemos demasiado que perder. Tarde o temprano tendré que dejarle.»

Pero, tomando los días de uno en uno, que sea mañana.

—¿Te devuelvo los vestidos? —dijo Jovielle, detrás de ella.

—Tal vez uno o dos —respondió Angua.

Notes

[1] Poco después cogió una borrachera monumental y lo embarcaron a la fuerza en un mercante que zarpó con rumbo a tierras extranjeras y extrañas, donde conoció a un montón de señoritas que no llevaban mucha ropa. Al final murió como resultado de pisar a un tigre. Las buenas obras traspasan fronteras.

[2] Es decir, la clase de ciencia que se puede usar para hacer que a algo le salgan tres piernas de más y después volarlo por los aires.

[3] Ayuntamiento.

[4] Porque en Ankh-Morpork no hay ayuntamiento.

[5] Cuencos para levadura.

[6] El comandante Vimes, por otro lado, era partidario de darles a los criminales un escarmiento rápido y fulminante. La verdad es que dependía de lo fuerte que pudieran ser atados al pararrayos.

[7] El agente Visita era omniano, y el método tradicional de evangelización de su país era someter a los descreídos a torturas y pasarlos por la espada. En la actualidad las cosas se habían vuelto mucho más civilizadas, pero los omnianos todavía hacían gala de una tenaz e infatigable voluntad de difundir la Palabra, y lo único que había cambiado era la naturaleza de las armas. El agente Visita pasaba sus días libres en compañía de su correligionario Golpea-Al-Descreído-Con-Astutos-Argumentos, llamando a los timbres y haciendo que por toda la ciudad la gente se escondiera detrás de los muebles.

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