Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—¿Sí, señor? ¿De qué se trata? —dijo Vimes, siguiéndolo.

—Está en la Cámara de las Ratas, Vimes.

—¿En serio, señor?

Vetinari abrió las puertas dobles.

Voilá -dijo.

—Eso es un instrumento musical, ¿verdad, señor?

—No, comandante, la palabra significa: «¿Qué es eso que hay en la mesa?» —dijo el patricio en tono cortante.

Vimes miró el interior de la sala. Allí no había nadie. La larga mesa de caoba estaba vacía.

Salvo por el hacha. Que estaba incrustada muy profundamente en la madera, hasta el punto de casi partir la mesa a lo largo. Alguien se había acercado a la mesa y le había clavado un hachazo en el medio con todas sus fuerzas y la había dejado allí, con el mango señalando al techo.

—Es un hacha —dijo Vimes.

—Asombroso —dijo lord Vetinari—. Y apenas ha tenido tiempo usted de examinarla. ¿Por qué está ahí?

—No podría decirle, señor.

—De acuerdo con los sirvientes, sir Samuel, ha entrado usted en el palacio a las seis de esta mañana…

—Ah, sí, señor. Para asegurarme de que el hijo de puta estuviera a buen recaudo en una celda, señor. Y para comprobar que todo marchara bien, claro.

—¿Y no ha entrado en esta sala?

Vimes mantuvo la mirada clavada en alguna parte del horizonte.

—¿Por qué iba yo a hacer eso, señor?

El patricio dio unos golpecitos en el mango del hacha. Que vibró con un ruido grave y apagado.

—Creo que una parte del Concilio de la ciudad se ha reunido aquí esta mañana. O por lo menos han entrado aquí. Y tengo entendido que han salido con mucha prisa. Y con un aspecto bastante trastornado, me han dicho.

—Tal vez ha sido uno de ellos el que lo ha hecho, señor.

—Esa es, por supuesto, una posibilidad —dijo lord Vetinari—. Supongo que no será usted capaz de encontrar una de sus famosas Pistas en esa cosa, ¿verdad?

—Creo que no, señor. No con tantas huellas dactilares por todas partes.

—Sería algo terrible, ¿no cree?, el que la gente creyera que puede tomarse la ley por su mano…

—Oh, no tema por eso, señor. Ya la tengo yo bien agarrada.

Lord Vetinari hizo vibrar el hacha otra vez con un plunc.

—Dígame, sir Samuel, ¿conoce usted la expresión «Quis custodiet ipsos custodes»?

Era una expresión que Zanahoria había usado alguna vez, pero Vimes no estaba de humor para admitir nada.

—No podría decir que sí, señor —dijo—. Algo que ver con el bizcocho, ¿no?

—Quiere decir «¿Quién vigila a los propios vigilantes?», sir Samuel.

—Ah.

—¿Y bien?

—¿Señor?

—¿Quién vigila a la Guardia?, me pregunto yo.

—Oh, esa es fácil, señor. Nos vigilamos unos a otros.

—¿De veras? Resulta intrigante.

Lord Vetinari salió de la sala y regresó al salón central, seguido de Vimes.

—Sin embargo —dijo—, a fin de mantener la paz va a haber que destruir al gólem.

—No, señor.

—Permítame que le repita mi instrucción.

—No, señor.

—Estoy seguro de haberle dado una orden, comandante. He notado con claridad que mis labios se movían.

—No, señor. Está vivo, señor.

—Está hecho de arcilla, Vimes.

—¿Y no lo estamos todos, señor? Al menos eso dicen los panfletos que está repartiendo siempre el agente Visita. Además, él cree que está vivo, y a mí con eso me basta.

El patricio hizo un gesto vago con la mano en dirección a la escalera y a su despacho lleno de papeles.

—En cualquier caso, comandante, he recibido no menos de nueve misivas firmadas por prominentes figuras religiosas declarando que es una abominación.

—Sí, señor. He estado pensando con detenimiento en ese punto de vista, señor, y he llegado a la siguiente conclusión: que les den por culo a todos, señor.

El patricio se cubrió la boca con la mano un momento.

—Sir Samuel, es usted un negociador duro. Seguramente puede ceder un poco, ¿no?

—No podría decirle, señor. —Vimes caminó hasta las puertas principales y las abrió.

—Se ha disipado la niebla, señor —dijo—. Hay unas pocas nubes pero se ve con claridad hasta el Puente de Latón…

—¿Para qué va a usar usted al gólem?

—Usarlo no, señor. Lo voy a emplear. He pensado que puede ser útil para mantener la paz, señor.

—¿En la Guardia?

—Sí, señor —dijo Vimes—. ¿No lo ha oído nunca, señor? Los gólems hacen todos los trabajos sucios.

Vetinari miró cómo se marchaba y suspiró.

—Cómo le gustan las salidas dramáticas —dijo.

—Sí, milord —dijo Drumknott, que acababa de aparecer sin hacer ruido detrás de su espalda.

—Ah, Drumknott. —El patricio se sacó un trozo de vela del bolsillo y se lo dio a su secretario—. Tire esto en algún lugar seguro, ¿quiere?

—¿Sí, milord?

—Es la vela de la otra noche.

—¿No está consumida, señor? Pero yo vi el cabo de la vela en el candelero…

—Oh, por supuesto, corté lo bastante como para hacer un cabo y dejé que la mecha ardiera un momento. No podía dejar que nuestro gallardo policía supiera que ya lo había descubierto yo solo, ¿verdad? Sobre todo cuando se estaba esforzando tanto y divirtiéndose tanto siendo… bueno, siendo Vimes. Tengo un poco de corazón, ya sabe.

—Pero milord, ¡podría usted haber solucionado el asunto con diplomacia! Y en cambio él ha ido por todas partes revolviendo el gallinero y haciendo enfadar a mucha gente y metiendo el miedo en…

—Sí. Qué pena. Nch, nch.

—Ah —dijo Drumknott.

—Pues sí —dijo el patricio.

—¿Quiere que haga reparar la mesa de la Cámara de las Ratas?

—No, Drumknott, deje el hacha donde está. Servirá bastante bien… para dar conversación, creo.

—¿Puedo hacer una observación, milord?

—Por supuesto que sí —dijo Vetinari, mirando cómo Vimes salía por las puertas de palacio.

—Se me ocurre, señor, que si no existiera el comandante Vimes tendría usted que haberlo inventado.

—¿Sabe, Drumknott? Me inclino a pensar que ya lo hice.

* * *

—El Ateísmo También Es Una Posición Religiosa —dijo Dorfl con voz retumbante.

—¡No lo es! —dijo el agente Visita—. El ateísmo es una negación de un dios.

—Y Por Tanto Es Una Posición Religiosa —dijo Dorfl—. Un Verdadero Ateo Piensa En Los Dioses Constantemente, Aunque Sea En Términos De Negación. Por Consiguiete, El Ateísmo Es Una Forma De Fe. Si El Ateo Realmente No Creyera, El O Ella No Se Molestarían En Negar Nada.

—¿Te has leído esos panfletos que te di? —preguntó Visita con recelo.

—Sí. Muchos De Ellos No Tienen Sentido.Pero Me Gustaría Leer Algunos Más.

—¿De verdad? —dijo Visita. Le brillaron los ojos—. ¿De verdad quieres más panfletos?

—Sí. Hay Mucho En Ellos Que Me Gustaría Discutir. Si Conoces A Algún Sacerdote, Me Encantaría Una Buena Disputa.

—Muy bien, muy bien —dijo el sargento Colon—. ¿Pero vas a hacer el puto juramento o no, Dorfl?

Dorfl levantó una mano del tamaño de una pala.

—Yo, Dorlf, En Espera Del Descubrimiento De Una Deidad Cuya Existencia Resista Un Debate Racional, Juro Por Los Preceptos Temporales De Un Sistema Moral Autoderivado…

—¿De verdad quieres más panfletos? —dijo el agente Visita.

El sargento Colon puso los ojos en blanco.

—Sí —dijo Dorfl.

—¡Oh, Dios mío! —dijo el agente Visita, y rompió a llorar—. ¡Nadie me había pedido nunca más panfletos!

Colon se dio la vuelta al darse cuenta de que Vimes estaba mirando.

—Esto no va bien, señor —dijo—. Llevo media hora intentando tomarle juramento, señor, y no paramos de discutir sobre juramentos y cosas.

—¿Quieres unirte a la Guardia, Dorfl? —preguntó Vimes.

—Sí.

—Bien. Eso me vale lo mismo que un juramento. Dale su placa, Fred. Y esto es para ti, Dorfl. Es una nota diciendo que estás oficialmente vivo, en caso de que te encuentres con algún problema. Ya sabes… con la gente.

—Gracias —dijo Dorfl en tono solemne—. Si Alguna Vez Siento Que No Estoy Vivo, Sacaré Esto Y Lo Leeré.

—¿Cuáles son tus deberes? —preguntó Vimes.

—Servir Al Interés Público, Proteger A Los Inocentes E Impactar En Posaderas A Base De Bien, Señor —dijo Dorfl.

—Aprende rápido, ¿verdad? —dijo Colon—. Lo último ni siquiera se lo he dicho yo.

—A la gente no le va a gustar —dijo Nobby—. Un gólem en la Guardia no va a ser nada popular.

—Qué Mejor Trabajo Para Alguien Que Ama La Libertad Que El Trabajo De Guardia. La Ley Es La Sirvienta De La Libertad. La Libertad Sin Límites No Es Más Que Una Palabra —dijo Dorfl en tono rotundo.

—¿Sabes? —dijo Colon—. Si esto no funciona siempre podrías conseguir trabajo haciendo galletas de la suerte.

—Tiene gracia —dijo Nobby—. Uno nunca encuentra mala suerte en las galletas, ¿os habéis dado cuenta? Nunca dicen cosas del tipo: «Oh, cielos, te van a pasar cosas malas de verdad». O sea, nunca son galletas de la mala suerte.

Vimes encendió un puro y agitó la cerilla para apagarla.

—Eso, cabo, se debe a una de las fuerzas motrices fundamentales del universo.

—¿Cuál? ¿Que la gente que lee galletas de la suerte es la gente con suerte? —dijo Nobby.

—No. Que la gente que vende galletas de la suerte quiere seguir vendiéndolas. Venga, agente Dorfl. Vamos a dar un paseo.

—Hay mucho papeleo pendiente, señor —dijo el sargento Colon.

—Dile al capitán Zanahoria que yo he dicho que lo revise él —dijo Vimes desde la puerta.

—Todavía no ha llegado, señor.

—La cosa puede esperar.

—Sí, señor.

Colon fue a sentarse detrás de su mesa. Había decidido que era un buen lugar. Allí no había absolutamente ninguna posibilidad de encontrar nada de Naturaleza. Había tenido una de sus escasas conversaciones con la señora Colon aquella mañana y le había dejado claro que ya no le interesaba volver a sus raíces porque ya había estado tan cerca de ellas como era posible estar, y resultaba que allí había porquería por todas partes. Una buena capa de adoquines era, había decidido, lo más cerca que quería estar de la Naturaleza. Además, la Naturaleza solía ser viscosa.

—Me toca mi turno —dijo Nobby—. El capitán Zanahoria quiere que haga prevención del crimen en la calle de la Tarta de Melocotón.

—¿Y eso cómo se hace? —preguntó Colon.

—«Mantente lejos», me ha dicho.

—Eh, Nobby, ¿qué pasa al final con lo de que no eres conde? —dijo Colon con cautela.

—Creo que me han dado la patada —dijo Nobby—. En realidad me alivia un poco. La comida pija no vale mucho, y la bebida es francamente aguachirle.

—Pues te has librado de una buena —dijo Colon—. O sea, no vas a tener que darle tu ropa a los jardineros y esas cosas.

—Sí, ojalá no les hubiera dicho nada del anillo de las narices.

—Está claro que te habrías ahorrado un montón de problemas —dijo Colon.

Nobby escupió en su placa y la restregó laboriosamente con la manga. «Menos mal que no les dije nada de la tiara, la corona y los tres relicarios de oro», dijo para sí mismo.

* * *

—¿Adonde Vamos? —dijo Dorfl mientras Vimes cruzaba paseando el Puente de Latón.

—Me ha parecido buena idea darte un primer día tranquilo de vigilancia en palacio —dijo Vimes.

—Ah, Ahí Es Donde Mi Nuevo Amigo El Agente Visita También Está MontandoO Guardia —dijo Dorfl.

—¡Espléndido!

—Quiero Hacerle Una Pregunta —dijo el gólem.

—¿Sí?

—Rompí El Molino Pero Los Gólems Lo Repararon. ¿Por Qué? Y Solté A Los Animales Pero Se Limitaron A Dembular Como Estúpidos. Algunos Incluso Regresaron A Los Corrales. ¿Por Qué?

—Bienvenido al mundo, agente Dorfl.

—¿Es Que Da Miedo Ser Libre?

—Tú lo has dicho.

—¿Le Dices A La Gente: «Tirad Vuestras Cadenas», Y Ella Misma Se Fabrica Cadenas Nuevas?

—Parece ser una de las principales actividades humanas, sí.

Dorfl hizo un ruido sordo mientras pensaba en aquello.

—Sí —dijo al cabo de un momento—. Ya Entiendo Por Qué. La Libertad Es Como Que Te Abran La Tapa De La Cabeza.

—En eso me tendré que fiar de su palabra, agente.

—Y Me Pagará Usted El Doble Que Al Resto De Agentes De La Guardia —dijo Dorfl.

—¿Ah, sí?

—Sí. Yo No Duermo. Puedo Trabajar Todo El Tiempo. Soy Una Ganga. No Necesito Días Libres Para Enterrar A Mi Abuela.

«Qué rápido aprenden», pensó Vimes. Y dijo:

—Pero tienes días sagrados, ¿no?

—O Bien Todos Los Días Son Sagrados O Bien Ninguno Lo Es. Todavía No Lo He Decidido.

—Esto… ¿Para qué necesitas dinero, Dorfl?

—Tengo Que Ahorrar Y Comprar Al Gólem Klutz Que Trabaja En La Fábrica De Encurtidos. Y Regalarlo A Sí Mismo. Luego Ganaremos Dinero Los Dos. Y Ahorraremos Para El Gólem Bobkes Que Trabaja Con El Mercader De Carbón. Los Tres Trabajaremos Y Compraremos Al Gólem Shmata Que Trabaja En El Sastre Siete-Dólares De La Calle De La Tarta De Melocotón. Luego Los Cuatro…

—A alguna gente se le podría ocurrir liberar a sus cámaradas mediante la fuerza y la revolución sangrienta —dijo Vimes—. No es que esté sugiriendo eso en absoluto, claro.

—No. Eso Sería Robo. A Nosotros Se Nos Compra Y Se Nos Vende. Así Que Compraremos Nuestra Propia Libertad. Con Nuestro Trabajo. Nadie Más Lo Hará Por Nosotros. Lo Haremos Nosotros Mismos.

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