Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—Se equivoca con el capitán Zanahoria, a-já. La ciudad sabe tratar con los… reyes difíciles. ¿Pero querría la ciudad un futuro rey al que de verdad se pudiera llamar Rex?

Vimes miró con cara perpleja. De las sombras vino un suspiro.

—Me refiero, a-já, a su relación aparentemente estable con la mujer loba.

Vimes siguió mirando. Tardó un momento en entender.

—¿Cree que tendrían cachorros?

—La genética de los hombres lobo no es sencilla ni directa, a-já, pero la posibilidad de semejante resultado se consideraría inaceptable. Si alguien pensara en esos términos.

—Por los dioses, ¿es eso?

Las sombras estaban cambiando. Dragón seguía apoltronado en su silla, pero su contorno parecía estar volviéndose borroso.

—Sean cuales sean sus, a-já, motivos, señor Vimes, no hay más pruebas que la suposición y la coincidencia y su deseo de creerlo para vincularme con los intentos contra la, a-já, vida de Vetinari…

La cabeza del viejo vampiro se hundió todavía más en su pecho. Las sombras de sus hombros parecían estar alargándose.

—Meter por medio a los gólems ha sido asqueroso —dijo Vimes, mirando las sombras—. Ellos podían sentir lo que estaba haciendo su «rey». Tal vez no estuviera demasiado cuerdo desde un principio, pero era lo único que tenían. Barro de su barro. Los pobres desgraciados no poseían más que su arcilla y sois tan cabrones que hasta eso les quitasteis…

De pronto Dragón dio un salto y desplegó sus alas de murciélago. La flecha de madera de Vimes dio un golpe sordo contra el techo mientras algo lo inmovilizaba.

—¿De verdad creía que podría detenerme con un trozo de madera? —dijo Dragón, agarrando del cuello a Vimes.

—No —graznó Vimes—. Era algo… más… poético que eso. Lo único que yo… tenía que hacer… era darte conversación. Te sientes… débil… ¿verdad? ¿El mordedor mordido… se podría decir? —Sonrió.

El vampiro pareció perplejo, luego giró la cabeza y se quedó mirando las velas.

—¿Ha puesto… algo en las velas? ¿De verdad?

—Sabíamos que… el ajo… olería, pero… nuestro alquimista pensó que… si se empaparan las mechas… de agua bendita… el agua se evaporaría… y dejaría solamente la bendición.

La mano aflojó su presión. Dragón Rey de Armas se volvió a sentar sobre sus patas traseras. Su cara había cambiado, proyectándose hacia delante y dándole una expresión como de zorro.

Luego negó con la cabeza.

—No —dijo, y ahora le tocó a él sonreír—. No, no son más que palabras. No funcionaría.

—¿Te apuestas… tu… no-vida? —dio Vimes con voz ronca, frotándose el cuello—. Una muerte más agradable… que la del viejo Carry, ¿eh?

—¿Es un truco para que admita algo, Vimes?

—Oh, eso ya lo he conseguido —dijo Vimes—. Cuando has mirado directamente las velas.

—¿En serio? A-já. ¿Pero quién más me ha visto? —preguntó Dragón.

Desde las sombras llegó un rugido como el de una tormenta lejana.

—Yo —dijo Dorfl.

El vampiro miró primero al gólem y luego a Vimes.

—¿Le ha dado voz a uno de ellos? —dijo.

—Sí —dijo Dorfl. Extendió el brazo y cogió al vampiro con una mano—. Podría Matarlo —dijo—. Se Trata De Una Opción Disponible Para Mí En Tanto Que Soy Un Indiviuo Con Libre Albedrío, Pero No Lo Haré Porque Soy Dueño De Mí Mismo Y He Tomado Una Opción Moral.

—Oh, dioses —murmuró Vimes por lo bajo.

—Eso es blasfemia -dijo el vampiro.

Tragó saliva mientras Vimes le clavaba una mirada que fue como la luz del día.

—Eso es lo que la gente dice cuando hablan los que no tienen voz. Llévatelo, Dorfl. Ponlo en las mazmorras de palacio.

—Podría Hacer Caso Omiso De Esa Orden, Pero Decido Cumplirla En Base Al Respeto Que Me Merece Y A Mi Responsabilidad Social…

—Sí, sí, vale —se apresuró a decir Vimes.

Dragón intentó clavar las garras en el gólem. Fue como darle patadas a una montaña.

—Vivo O No-Muerto, Usted Se Viene Conmigo —dijo Dorfl.

—¿Es que sus crímenes no terminan nunca? ¿Ha hecho usted policía a esta cosa? —dijo el vampiro, forcejeando mientras Dorfl se lo llevaba a la fuerza.

—No, pero es una sugerencia interesante, ¿no cree? —dijo Vimes.

Se quedó a solas en la densa penumbra de terciopelo del Real Colegio.

«Y Vetinari lo soltará —reflexionó—. Porque así es la política. Porque él es parte del funcionamiento de la ciudad. Además, está la cuestión de las pruebas. Tengo bastantes para demostrármelo a mí mismo, pero…»

«Pero yo lo sabré», se dijo a sí mismo.

«Oh, lo vigilaremos, y tal vez un día cuando Vetinari esté listo llegará un asesino bueno de verdad con una daga de madera empapada en ajo y todo se hará en la oscuridad. Así es como funciona la política en esta ciudad. Es una partida de ajedrez. ¿A quién le importa si mueren unos cuantos peones?»

«Yo lo sabré. Y en el fondo seré el único que lo sabrá.»

Sus manos se palmearon automáticamente los bolsillos en busca de un puro.

Ya era bastante difícil matar a un vampiro. Podías clavarles una estaca y convertirlos en polvo y al cabo de diez años alguien dejaba caer una gota de sangre en el lugar equivocado y ¿a que no adivinas quién ha vuelto? Regresaban más veces que el brécol crudo.

Era consciente de que aquellas ideas eran peligrosas. Eran esa clase de ideas que le venían a un miembro de la Guardia cuando se terminaba la persecución y estaban a solas el cazador y la presa, mirándose el uno al otro en ese breve momento sin aliento que mediaba entre el crimen y el castigo.

Y tal vez ese guardia había visto a la civilización con la piel rasgada una vez más y dejaba de actuar como un guardia y empezaba a actuar como un ser humano normal y se daba cuenta de que el clic de una ballesta o la estocada de una espada iban a dejar el mundo tan limpio…

Y no se podía pensar así, ni siquiera sobre los vampiros. Aunque quitaran las vidas al resto de la gente porque las vidas pequeñas no importaban y además ¿qué otra maldita cosa les íbamos a quitar a ellos?

Y no se podía pensar así porque cuando te daban una espada y una placa eso te convertía en algo distinto y esto último tenía que significar que había cosas que no podías pensar.

En la oscuridad solamente podían tener lugar los crímenes. Los castigos tenían que hacerse a la luz del día. Ese era el trabajo de un buen guardia, decía siempre Zanahoria. Encender una vela en la oscuridad.

Encontró un puro. A continuación sus manos iniciaron la búsqueda automática de cerillas.

Los tomos estaban amontonados contra las paredes. La luz de las velas resaltaba letras doradas y el resplandor apagado del cuero. Allí estaban, los linajes, los libros de minucias heráldicas, el Quién es quién de los siglos, los inventarios de existencias de la ciudad. La gente se apoyaba en ellos para mirar por encima del hombro.

No tenía cerillas…

Con sigilo, en el silencio polvoriento del colegio, Vimes cogió un candelabro y se encendió el puro.

Dio unas cuantas caladas largas y placenteras y miró los libros con cara pensativa. En su mano, las velas crepitaron y parpadearon.

* * *

El reloj hacía tictac de aquella forma arrítmica suya. Por fin llegó tartamudeando a la una en punto y Vimes se levantó y entró en el Despacho Oblongo.

—Ah, Vimes —dijo lord Vetinari, levantando la vista.

—Sí, señor.

Vimes había conseguido dormir unas horas y hasta había intentado afeitarse.

El patricio movió unos papeles de su mesa.

—Parece que anoche fue una noche ajetreada.

—Sí, señor. —Vimes se puso en posición de firmes. Todos los hombres uniformados sabían en el fondo de su alma cómo actuar en circunstancias como aquellas. Había que mirar al frente, para empezar.

—Parece ser que tengo a Dragón Rey de Armas en las celdas —dijo el patricio.

—Sí, señor.

—He leído el informe de usted. Me temo que las pruebas son bastante débiles.

—¿Señor?

—Uno de sus testigos ni siquiera está vivo, Vimes.

—No, señor. Tampoco lo está el sospechoso, señor. Técnicamente.

—Sin embargo, es una importante figura cívica. Una autoridad.

—Sí, señor.

Lord Vetinari removió algunos papeles de su mesa. Uno de ellos estaba cubierto de marcas de dedo tiznadas de hollín.

—También parece que lo tengo que elogiar a usted, comandante.

—¿Señor?

—Los heraldos del Real Colegio de Armas, o por lo menos de lo que queda ahora del Real Colegio de Armas, me han enviado una nota contándome la valentía con que actuó usted anoche.

—¿Señor?

—Al soltar a todos esos animales heráldicos de sus jaulas y dar la alarma y todo eso. Un gran apoyo, es como lo describen. Tengo entendido que la mayoría de las criaturas se alojan con usted en el momento presente, ¿no?

—Sí, señor. No podía dejarlos sufrir sin hacer nada, señor. Tenemos algunas jaulas vacías, y Keith y Roderick están cómodos en el lago. Le han cogido cariño a Sybil, señor.

Lord Vetinari tosió. Luego levantó la vista y se quedó mirando el techo un rato.

—Así pues usted, esto, ayudó con el fuego.

—Sí, señor. Deber ciudadano, señor.

—El fuego lo causó una vela al caer, tengo entendido, posiblemente después de su pelea con Dragón Rey de Armas.

—Eso creo, señor.

—Y también parecen creerlo los heraldos.

—¿Alguien se lo ha dicho a Dragón Rey de Armas? —preguntó Vimes inocentemente.

—Sí.

—¿Y se lo ha tomado bien?

—Ha gritado mucho, Vimes. De forma desgarradora, según me han dicho. Y me informan de que profirió una serie de amenazas contra usted, por alguna razón.

—Intentaré encontrarle un sitio en mi ocupada agenda, señor.

—¡¡Bíngueli bíngueli biiipü —dijo una vocecilla jovial. Vimes se dio una palmada en el bolsillo.

Lord Vetinari se quedó un momento en silencio. Tamborileó con los dedos suavemente sobre la mesa.

—Había muchos manuscritos antiguos y valiosos en ese sitio, tengo entendido. Sin precio, según me han dicho.

—Sí, señor. Ciertamente sin valor, señor.

—¿Es posible que haya entendido usted mal lo que acabo de decir, comandante?

—Es posible, señor.

—La procedencia de muchas familias antiguas y espléndidas se ha convertido en humo, comandante. Por supuesto, los heraldos harán lo que puedan, y las propias familias tienen sus registros, pero francamente, sospecho que va a ser una tarea muy fragmentaria y llena de conjeturas. Extremadamente embarazosa. ¿Está usted sonriendo, comandante?

—Probablemente haya sido un efecto de la luz, señor.

—Comandante, yo siempre solía pensar que usted tenía una vena claramente antiautoritaria.

—¿Señor?

—Parece que ha conseguido mantenerla aun cuando usted mismo se ha convertido en una autoridad.

—¿Señor?

—Lo cual es prácticamente zen.

—¿Señor?

—Parece que solamente tengo que encontrarme mal durante unos días para que usted consiga molestar a todo el mundo de cierta importancia en esta ciudad.

—Señor.

—¿Eso ha sido un «sí, señor» o un «no, señor», sir Samuel?

—Era solo un «señor», señor.

Lord Vetinari miró un papel que tenía delante.

—¿Es verdad que le dio usted un puñetazo al presidente del Gremio de Asesinos?

—Sí, señor.

—¿Por qué?

—Porque no tenía una daga, señor.

Vetinari se giró bruscamente.

—El Concilio de Iglesias, Templos, Bosques Sagrados y Rocas Grandes y Ominosas está exigiendo… Bueno, toda una serie de cosas, varias de las cuales tienen que ver con caballos salvajes. Primero de todo, sin embargo, quieren que lo eche a usted.

—¿Sí, señor?

—En total he recibido diecisiete exigencias de que le retire la placa. Algunos quieren que entregue partes de su cuerpo junto con la misma. ¿Por qué ha tenido que molestar a todo el mundo?

—Supongo que es un don, señor.

—¿Pero qué esperaba conseguir usted?

—Bueno, ya que me lo pregunta, hemos descubierto quién asesinó al padre Tubelcek y al señor Hopkinson y quién lo estaba envenenando a usted, señor. —Vimes hizo una pausa—. Dos de tres no está mal, señor.

Vetinari volvió a hurgar entre sus papeles.

—Propietarios de talleres, asesinos, sacerdotes, carniceros… parece haber enfurecido usted a casi todas las figuras relevantes de la ciudad. —Suspiró—. De verdad, creo que no tengo elección. Esta misma semana le subo a usted el sueldo.

Vimes parpadeó.

—¿Señor?

—Nada impropio. Diez dólares al mes. Y supongo que necesitan un tablero de dardos nuevos en la Casa de la Guardia, ¿verdad? Les pasa a menudo, si no recuerdo mal.

—Es Detritus —dijo Vimes, con la mente incapaz de pensar en nada que no fuera una respuesta sincera—. Tiene tendencia a partirlos.

—Ah, sí, y hablando de cosas partidas, Vimes, me pregunto si ese genio forense que tiene podría ayudarme un poco con un pequeño enigma que hemos encontrado esta mañana. —El patricio se puso de pie y se dirigió a la escalera.

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