Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—Oh, dioses… ¡Sargento Detritus!

Detritus apareció detrás de él.

—¡Señor!

—¡Flecha de ballesta en toda la cabeza, por favor!

—Si usted lo dice, señor…

—¡En la del gólem, sargento! ¡La mía está bien como está! ¡Zanahoria, bájate de esa cosa!

—¡No le puedo sacar la cabeza, señor!

—¡Vamos a probar con dos metros de frío acero en la oreja tan pronto como te bajes de ese maldito trasto!

Zanahoria cogió apoyo en los hombros del rey, intentó evaluar el momento mientras la cosa se tambaleaba y saltó.

Aterrizó con torpeza sobre un montón de velas que se desmoronaba. La pierna se le dobló y cayó dando tumbos hasta que lo detuvo el armazón inerte que había sido Dorfl.

—Eh, mire para aquí, caballero —dijo Detritus.

El rey se dio la vuelta.

Vimes no llegó a captar todo lo que pasó a continuación, de tan deprisa que pasó. Fue apenas consciente de la ráfaga de aire y del gloinc de la flecha al rebotar que se mezcló con el ruido de madera crepitando cuando la flecha se clavó en el marco de la puerta que tenía detrás.

Y el gólem se inclinó junto a Zanahoria, que estaba intentando escurrirse fuera de allí.

Levantó un puño y lo dejó caer.

Vimes ni siquiera vio moverse el brazo de Dorfl, pero de repente estaba allí, agarrando la muñeca del rey.

En los ojos de Dorfl unas estrellitas diminutas de luz estallaron como novas.

—¡Tsssss!

Mientras el rey se echaba bruscamente hacia atrás, sorprendido. Dorfl se agarró a lo que quedaba de sus piernas e hizo palanca para levantarse. Y mientras se incorporaba él, también lo hizo su puño.

El tiempo se ralentizó. El puño de Dorfl era la única cosa que se movía en el universo.

Se movió como si fuera un planeta, sin ninguna velocidad aparente pero con una deriva imparable.

Y luego la expresión del rey cambió. Justo antes de que el puño impactara, sonrió.

La cabeza del gólem explotó. Vimes lo recordaría a cámara lenta, como un largo segundo de cerámica flotando. Y de palabras. Salieron volando pedazos de papel, decenas, veintenas de ellos, y cayeron dando suaves volteretas por el aire.

Despacio, y en paz, el rey se desplomó al suelo. La luz roja murió, las grietas se abrieron y ya no hubo más que… pedazos. Dorfl se desplomó encima de ellos.

Angua y Vimes llegaron al mismo tiempo a donde estaba Zanahoria.

—¡Ha cobrado vida! —dijo Zanahoria, levantándose con esfuerzo—. ¡Esa cosa iba a matarme y Dorfl ha cobrado vida! ¡Pero esa cosa le había sacado las palabras de la cabeza! ¡Los gólems necesitan tener las palabras!

—Le dieron demasiadas a su propio gólem, eso sí que está claro —dijo Vimes.

Recogió algunos de los rollos de papel.

… CREAR PAZ Y JUSTICIA PARA TODOS…

… GOBERNARNOS CON SABIDURÍA…

…ENSEÑARNOS A SER LIBRES…

…GUIARNOS A…

«Pobre diablo», pensó.

—Vamos a llevarte a casa. Esa mano necesita tratamiento… —dijo Angua.

Escucha, ¿quieres? —dijo Zanahoria—. ¡Está vivo!

Vimes se arrodilló junto a Dorfl. El cráneo roto de arcilla parecía tan vacío como el huevo del desayuno del día anterior. Pero seguía habiendo un puntito de luz en cada cuenca ocular.

—Usssss —siseó Dorfl, tan débilmente que Vimes no pudo estar seguro de haberlo oído.

Un dedo arañó el suelo.

—¿Está intentando escribir algo? —preguntó Angua.

Vimes sacó su cuaderno, lo colocó debajo de la mano de Dorfl y metió suavemente un lápiz entre los dedos del gólem. Todos miraron cómo la mano escribía —un poco a trompicones pero todavía con la precisión mecánica de un gólem— once palabras.

Luego se detuvo. El lápiz se alejó rodando. Las luces de los ojos de Dorfl disminuyeron y se apagaron.

—Por todos los dioses —dijo Angua en voz muy baja—. No necesitan palabras en la cabeza.

—Podemos reconstruirlo —dijo Zanahoria con voz ronca—. Tenemos la arcilla.

Vimes se quedó mirando las palabras y luego a lo que quedaba de Dorfl.

—¿Señor Vimes? —dijo Zanahoria.

—Hazlo —dijo Vimes.

Zanahoria parpadeó.

—Ahora mismo —dijo Vimes.

Volvió a mirar el garabato que había en su cuaderno.

LAS PALABRAS QUE HAY EN EL CORAZÓN NO SE PUEDEN SACAR.

—Y cuando lo reconstruyas —dijo—. Cuando lo reconstruyas… dale una voz. ¿Me entiendes? Y haz que alguien te mire esa mano.

—¿Una voz, señor?

—¡Hazlo!

—Sí, señor.

—Bien. —Vimes recobró la compostura—. La agente Angua y yo echaremos un vistazo por aquí. Ya puedes irte.

Miró cómo Zanahoria y el troll se llevaban los restos.

—Muy bien —dijo—. Estamos buscando arsénico. Tal vez haya algún taller en alguna parte. No creo que quieran mezclar las velas envenenadas con las demás. Jovial sabrá dónde hay que… ¿Dónde está el cabo Culopequeño?

—Esto… no creo que pueda aguantar mucho más…

Levantaron la vista.

Jovielle estaba colgando de la línea de velas.

—¿Cómo ha llegado hasta ahí? —preguntó Vimes.

—Me he encontrado más o menos pasando por aquí, señor.

—¿No puede simplemente soltarse? No está usted tan arriba… Oh…

A un par de metros debajo de ella había una artesa de gran tamaño llena de sebo fundido. De vez en cuando la superficie hacía glup.

—Esto… ¿Cómo de caliente debe de estar eso? —le dijo Vimes entre dientes a Angua.

—¿Alguna vez ha mordido mermelada caliente? —dijo ella. Vimes levantó la voz.

—¿Puede moverse hacia allá por la línea, cabo?

—¡Toda la madera está grasienta, señor!

—¡Cabo Culopequeño, le ordeno que no se caiga!

—¡Muy bien, señor!

Vimes se quitó la chaqueta.

—Aguanta esto. Veré si puedo trepar… —murmuró.

—¡No funcionará! —dijo Angua—. ¡La cosa ya tiembla demasiado tal y como está!

—Me están resbalando las manos, señor.

—Dioses, ¿por qué no nos llamó usted antes?

—Todo el mundo parecía ocupado, señor.

—Dése la vuelta, señor —dijo Angua, desabrochándose las hebillas de su coraza—. ¡Ahora mismo, por favor! ¡Y cierre los ojos!

—¿Por qué, qué p…?

—¡Ahorrra missmo, señorrrrr!

—Oh… sí…

Vimes oyó que Angua se alejaba de la máquina de velas y que sus pasos se intercalaban con el ruido metálico de las piezas de armadura al caer. Luego oyó que echaba a correr y que sus pasos cambiaban mientras corría y luego…

Abrió los ojos.

La loba planeó hacia arriba a cámara lenta, agarró el hombro de la enana con las mandíbulas justo cuando Jovielle se estaba soltando y después arqueó el cuerpo para que loba y enana aterrizaran en el suelo al otro lado de la cubeta.

Angua rodó por el suelo, gimoteando.

Jovielle se puso de pie a toda prisa.

—¡Es un hombre lobo!

Angua rodó de un lado para otro, llevándose las patas a la boca.

—¿Qué le ha pasado? —dijo Jovielle, mientras su pánico se atenuaba un poco—. Parece… herido. ¿Dónde está Angua? Oh…

Vimes echó un vistazo a la camisa de cuero rasgada de la enana.

—¿Lleva usted cota de malla debajo de la ropa? —dijo.

—Oh… es mi camiseta de plata… pero ella lo sabía. Se lo dije…

Vimes agarró a Angua por el collar. Ella hizo un movimiento para morderle, pero le vio los ojos y apartó la cara.

—Solamente ha mordido la plata, nada más —dijo Jovielle, frenética.

Angua consiguió levantarse, los fulminó con la mirada y se escabulló detrás de unas cajas. La oyeron soltar unos gimoteos que, gradualmente, se convirtieron en una voz.

—Malditos malditos enanos y sus malditas camisetas…

—¿Se encuentra bien, agente? —preguntó Vimes.

—Maldita ropa interior de plata… ¿Puede tirarme mi ropa, por favor?

Vimes hizo un montón con el uniforme de Angua y, con los ojos cerrados por una cuestión de decencia, se lo pasó por la esquina de la caja.

—Nadie me dijo que fuera una mujer l… —se quejó Jovielle.

—Mírelo de esta forma, cabo —dijo Vimes, con tanta paciencia como pudo—. Si no fuera una mujer loba, a estas alturas sería usted la vela de diseño más grande del mundo, ¿de acuerdo?

Angua salió de detrás de las cajas, frotándose la boca. La piel de alrededor tenía un color demasiado rosado…

—¿Te ha quemado? —preguntó Jovielle.

—Se curará —dijo Angua.

—¡Nunca me dijiste que eras una mujer loba!

—¿Cómo te habría gustado que te lo explicara?

—Bien —dijo Vimes—. Si el tema está zanjado, señoras, quiero que se registre este lugar. ¿Entendido?

—Tengo un poco de ungüento —dijo Jovielle en tono dócil.

—Gracias.

Encontraron un saco en el sótano. Contenía varias cajas de velas. Y un montón de ratas muertas.

* * *

Ígneo el troll abrió la puerta de su alfarería una pequeña fracción. No tenía intención de que la fracción fuera más que un dieciseisavo, pero de inmediato alguien dio un fuerte empujón y la convirtió en algo por encima de uno y tres cuartos.

—Eh, ¿qué es esto? —dijo mientras Detritus y Zanahoria entraban llevando entre ambos la carcasa de Dorfl—. No pueden entrar aquí como si nada…

—No estamos entrando como si nada… -dijo Detritus.

—Esto es un atropello —protestó Ígneo—. No tienen derecho a entrar aquí. No tienen ninguna razón…

Detritus soltó al gólem y se dio la vuelta. Su mano salió disparada y agarró a Ígneo de la garganta.

—¿Ves esas estatuas de Monolito que hay ahí? ¿Las ves? —gruñó, retorciendo la cabeza del otro troll para que mirara una hilera de estatuas religiosas trolls que había al otro lado del almacén—. ¿Quieres que rompa una, mire de qué está llena y así quizá encuentre una razón?

Los ojos como ranuras de Ígneo recorrieron el lugar rápidamente. Puede que fuera duro de mollera, pero reconocía un estado de ánimo asesino cuando flotaba en el aire.

—No hace falta, yo siempre ayudo a la Guardia —murmuró—. ¿A qué viene todo esto?

Zanahoria dejó al gólem en una mesa.

—Pues empieza —dijo—. Reconstruyelo. Usa tanta de la vieja arcilla como puedas, ¿entendido?

—¿Cómo puede funcionar cuando tiene las luces apagadas? —dijo Detritus, todavía perplejo por aquella misión caritativa.

—¡Él dijo que la arcilla tiene memoria!

El sargento se encogió de hombros.

—Y dale una lengua —dijo Zanahoria. Ígneo pareció escandalizado.

—Eso ni hablar —dijo—. Todo el mundo sabe que es blasfemia gorda que los gólems hablen.

—¿ Ah, sí? —dijo Detritus. Cruzó el almacén hasta el grupo de estatuas y las miró con el ceño fruncido. Entonces dijo—: Uuups, ahora me tropiezo por accidente, uuuu, ahora me agarro a una estatua para no caerme, y oh, se ha soltado brazo, tierra trágame, y ¿qué es este polvo blanco que veo con mis ojos cayendo accidentalmente en el suelo?

Se lamió un dedo y probó la sustancia con cuidado.

—Tocho —gruñó, caminando de vuelta hasta donde estaba temblando Ígneo—. ¿Y tú hablas de blasfemia, coprolito sedimentario? ¡Haz lo que dice el capitán Zanahoria ahora mismo o sales de aquí en un saco!

—Esto es brutalidad policial… —murmuró Ígneo.

—¡No, esto solo son gritos policiales! —gritó Detritus—. ¡Si quieres probar la brutalidad, por mí perfecto!

ígneo intentó apelar a Zanahoria.

—Esto no está bien, tiene una placa, me está aterrorizando, no puede hacer esto —dijo.

Zanahoria asintió. En su mirada hubo un destello que Ígneo tendría que haber percibido.

—Correcto —dijo—. ¿Sargento Detritus?

—¿Señor?

—Ha sido un día duro para todos. Puede terminar su turno.

—¡Síseñor! —dijo Detritus con entusiasmo considerable. Se quitó la placa y la dejó en el suelo con cuidado. Luego empezó a quitarse la armadura forcejeando.

—Mírelo así —dijo Zanahoria—. No es que estemos creando vida, simplemente le estamos dando un lugar donde vivir.

Ígneo se rindió por fin.

—Muy bien, muy bien —murmuró—. Lo hago. Lo hago. Miró los diversos trozos y fragmentos que eran lo único que quedaba de Dorfl y se frotó el liquen de la barbilla.

—Tenemos casi todos los pedazos —dijo, y por un momento la profesionalidad apartó a un lado el resentimiento—. Podría pegarlos todos con cemento para hornos. Eso funcionaría si lo cocemos toda la noche. A ver… creo que tengo un poco por aquí…

Detritus parpadeó mirándose el dedo, que seguía blanco del polvo que había probado, parpadeó varias veces y se inclinó con sigilo hacia Zanahoria.

—¿Acabo de lamer esto? —dijo.

—Ejem, sí-dijo Zanahoria.

—Bueno, pues menos mal —dijo Detritus, parpadeando con furia—. No me gustaría creer que la sala está realmente llena de arañas peludas gigant… uíbel uíbel sclup…

Se desplomó en el suelo, aunque feliz.

—Aunque yo lo haga, no se puede devolverle la vida —murmuró Ígneo, regresando a su mesa de trabajo—. No volverán a encontrar ningún sacerdote que escriba las palabras en su cabeza, ya no.

—El se inventará sus propias palabras —dijo Zanahoria.

—¿Y quién va a vigilar el horno? —dijo Ígneo—. Por lo menos va a tardar hasta el desayuno…

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