Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—¿Qué ha gritado? —preguntó Angua mientras sacaba a Zanahoria de en medio.

—¡Es el grito de batalla de los enanos más amenazador que existe! ¡Una vez es pronunciado alguien tiene que morir!

—¿Qué significa?

—¡Hoy Es Un Buen Día Para Que Muera Otro!

El gólem observaba a la enana sin curiosidad, como un elefante que observara el ataque de un pollo descarriado.

Atrapó el hacha en medio del aire, con Jovielle colgando detrás como la cola de un cometa, y la arrojó a un lado.

Angua levantó a Zanahoria hasta ponerlo de pie. Le manaba sangre de la mano. Intentó cerrar sus orificios nasales. «Mañana es luna llena. Se acabó el elegir.»

—Tal vez podamos razonar con él… —empezó a decir Zanahoria.

—¡Despierta! ¡Esto es el mundo real! —gritó Angua.

Zanahoria desenvainó la espada.

—Quedas detenido… —empezó a decir.

El brazo del gólem pasó zumbando. La espada se quedó clavada hasta la empuñadura en una caja de velas.

—¿Tienes alguna otra idea brillante? —preguntó Angua, mientras retrocedían—. ¿O ya nos podemos ir?

—No. En alguna parte tenemos que pararlo.

Sus talones chocaron contra una muralla de cajas.

—Creo que hemos encontrado el lugar —dijo Angua mientras el gólem volvía a levantar los puños.

—Tú te escabulles por la derecha y yo por la izquierda. Tal vez…

Un golpe hizo temblar los portones de la pared del fondo.

El rey gólem giró la cabeza.

Las puertas volvieron a temblar y estallaron hacia dentro. Por un momento se vio el contorno de Dorfl en el umbral. Luego el gólem rojo bajó la cabeza, abrió los brazos y se lanzó a la carga.

No fue una carrera muy rápida pero sí llevaba un impulso tremendo, como el lento deslizamiento de un glaciar. Los tablones de madera se estremecían y retumbaban debajo de él.

Los gólems colisionaron haciendo clang en el centro de la fábrica. Las líneas quebradas de fuego se extendieron por el cuerpo del rey al abrírsele las grietas, pero aun así rugió y pudo agarrar a Dorfl por la cintura y arrojarlo contra la pared.

—Vamos —dijo Angua—. Ahora sí que podemos encontrar a Jovielle y salir de aquí, ¿no?

—Deberíamos ayudarlo —dijo Zanahoria, mientras los gólems se embestían de nuevo.

—¿Cómo? Si esa cosa… si él no puede detenerlo, ¿qué te hace pensar que podemos nosotros? ¡Vamos!

Zanahoria se la sacudió de encima.

Dorfl se levantó con dificultad de entre los ladrillos y volvió a cargar. Los gólems chocaron y palparon el cuerpo del otro en busca de agarraderos. Permanecieron un momento unidos, crujiendo, y por fin Dorfl levantó la mano sosteniendo algo. Dorfl se deshizo del abrazo del otro gólem y le dio en la cabeza con su propia pierna.

En pleno giro Dorfl intentó golpear con la mano libre pero el otro se la agarró. El rey giró con una extraña gracia, arrastró a Dorfl al suelo, rodó y se puso a patalear. Dorfl también rodó. Extendió los brazos para detenerse y miró hacia atrás para ver cómo sus pies giraban hasta chocar con la pared.

El rey recogió su pierna. Tardó un momento en recobrar el equilibrio y se recompuso.

Luego su mirada roja barrió la fábrica y soltó un destello cuando vio a Zanahoria.

—¡Tiene que haber una puerta trasera! —murmuró Angua—. ¡Carry ha salido!

El rey echó a correr hacia ellos, pero se topó con un problema inmediato. Se había puesto la pierna del revés. Empezó a cojear en círculos, pero de alguna forma los círculos se iban acercando a ellos.

—No podemos dejar a Dorfl tirado sin más —dijo Zanahoria.

Sacó una larga vara de metal de un tanque para batir el sebo y se descolgó hasta el suelo cubierto de grasa seca.

El rey cojeó hacia él. Zanahoria dio un brinco hacia atrás, recuperó el equilibrio con la ayuda de una barandilla, y atacó.

El gólem levantó la mano, cogió la vara en medio del aire y la tiró a un lado. Levantó los dos puños y trató de dar un paso adelante.

No pudo moverse. Bajó la vista.

—Tssss —dijo lo que quedaba de Dorfl, agarrado a su tobillo.

El rey se dobló por la mitad, lanzó un golpe con el borde de una mano y cortó sin inmutarse la parte superior de la cabeza de Dorfl. Sacó el chem y lo arrugó.

La luz de los ojos de Dorfl se apagó.

Angua se abalanzó sobre Zanahoria con tanta fuerza que casi lo hizo caer. Lo rodeó con ambos brazos y tiró de él para llevarlo lejos de allí.

—¡Acaba de matar a Dorfl, sin inmutarse! —dijo Zanahoria.

—Es una pena, sí —dijo Angua—. O lo sería si Dorfl hubiera estado vivo. Zanahoria, son como… maquinaria. Mira, podemos llegar hasta la puerta…

Zanahoria se soltó del abrazo de ella.

—Es asesinato —dijo—. Somos de la Guardia. ¡No podemos quedarnos… mirando! ¡Lo ha matadol

—No es una persona, ni el otro tampoco…

—¡El comandante Vimes dijo que alguien tiene que hablar en nombre de la gente que no tiene voz!

«Se lo cree de verdad —pensó Angua—. Vimes le pone las palabras dentro de la cabeza a él.»

—¡Mantenlo ocupado! —gritó él, y se alejó a la carrera.

—¿Cómo? ¿Organizo un aperitivo?

—Tengo un plan.

—¡Ah, genial!

* * *

Vimes alzó la mirada hasta la entrada de la fábrica de velas. En la penumbra pudo ver dos teas de aceite que ardían a los lados de un escudo.

—Fíjate en eso, ¿ves? —dijo—. Aún no se ha secado la pintura y ya está alardeando delante de todo el mundo.

—¿Qué es eso, señor? —dijo Detritus.

—¡Su maldito escudo de armas! Detritus levantó la vista.

—¿Por qué tiene un pescado en llamas? —preguntó.

—En heráldica eso se llama poisson —dijo Vimes en tono amargo—. Y se supone que es una lámpara.

—Una lámpara hecha de poisson -dijo Detritus—. Qué cosas.

—Por lo menos tiene el lema en lenguaje corriente —dijo el sargento Colon—. En lugar de ese rollo antiguo que no entiende nadie. «El art de arrimar la lámpara.» Eso, sargento Detritus, es lo que se llama un retruécano o juego de palabras. Porque Art es el diminutivo de Arthur, ¿lo ve?

Vimes se quedó pasmado en medio de los dos sargentos y sintió que se le abría un agujero en la cabeza.

—¡Mierda! —dijo—. ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Pero si me lo enseñó! «¡Vimes, ese tonto de baba! ¡Seguro que no se entera de nada!» ¡Oh, sí! ¡Y encima tenía razón!

—Tampoco es muy bueno —dijo Colon—. O sea, para entenderlo tienes que saber que el señor Carry se llama Arthur…

—¡Cállate, Fred! —le cortó Vimes.

—Callándome inmediatamente, señor.

—Maldito arrogante… ¿Quién es ese?

Una figura salió a toda velocidad del edificio, miró a su alrededor apresuradamente y se escabulló por la calle.

—¡Es Carry! —dijo Vimes. Ni siquiera gritó «¡A por él!», sino que pasó de estar completamente quieto a ir a la carrera. La figura de Carry iba esquivando de vez en cuando una oveja o un cerdo descarriados y no tenía malas piernas para correr, pero Vimes iba impulsado por la furia en estado puro y ya solamen te estaba a unos metros de su presa cuando esta dobló por un callejón.

Vimes se detuvo derrapando y se agarró de la pared. Había visto el contorno de una ballesta, y una de las cosas que se aprendían en la Guardia —es decir, una de las cosas que con un poco de suerte se tenía la oportunidad de aprender— era que hay que ser muy tonto para seguir a alguien que tiene una ballesta por un callejón oscuro donde tu silueta quedará recortada contra cualquier luz que haya.

—Sé que es usted, Carry —gritó.

—¡Tengo una ballesta!

—¡Solamente puede disparar una vez!

—¡Quiero una reducción de condena por colaborar con la policía!

—¡Nanay! —Carry bajó la voz.

—¡Me dijeron que podía poner al maldito gólem a hacerlo! No pensé que nadie fuera a salir herido.

—Claro, claro —dijo Vimes—. Hizo usted velas envenenadas porque daban mejor luz, supongo.

—¡Ya me entiende! ¡Ellos me dijeron que no pasaría nada y que…!

—¿Quiénes son esos «ellos»?

—¡Me dijeron que nadie lo descubriría nunca!

—¿En serio?

—Mire, mire, dijeron que podían… —La voz hizo una pausa y asumió ese tono engatusador que ponen los cortos de entendederas cuando quieren parecer astutos—. Si se lo digo todo me dejará ir, ¿de acuerdo?

Los dos sargentos ya habían llegado a la escena. Vimes tiró de Detritus hacia él, aunque lo que pasó es que acabó tirando de sí mismo hacia Detritus.

—Dobla la esquina y vigila que no salga del callejón por el otro lado —susurró. El troll asintió—. ¿Qué es lo que me quiere decir, señor Carry? —le dijo Vimes a la oscuridad del callejón.

—¿Tenemos un trato?

—¿Qué?

—Un trato.

—¡No, joder, no tenemos ningún trato, señor Carry! ¡No soy ningún comerciante! Pero le diré algo, señor Carry. ¡Lo han traicionado!

De la oscuridad vino un silencio y luego un ruido parecido a un suspiro.

Detrás de Vimes, el sargento Colon dio unas patadas en el suelo para mantenerse en calor.

—No puede pasarse toda la noche ahí, señor Carry —dijo Vimes.

Se oyó otro ruido, un ruido como de cuero. Vimes levantó la vista en dirección a las volutas de niebla.

—¡Algo no va bien! —dijo—. ¡Vamos!

Se adentró corriendo en el callejón. El sargento Colon lo siguió, razonando que no pasaba nada si uno entraba corriendo en un callejón donde había un hombre armado siempre y cuando entrara detrás de alguien.

Una silueta se cirnió sobre ellos.

—¿Detritus?

—¡Sí, señor!

—¿Adonde ha ido? ¡En este callejón no hay puertas!

Sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad. Vio una forma acurrucada al pie de una pared y sus pies chocaron con una ballesta.

—¿Señor Carry?

Se arrodilló y encendió una cerilla.

—Oh, qué asco —dijo el sargento Colon—. Algo le ha roto el cuello.

—Está muerto, ¿no? —dijo Detritus—. ¿Quiere un contorno de tiza alrededor?

—No creo que haya que molestarse, sargento.

—No es molestia, tengo tiza aquí mismo.

Vimes levantó la vista. El callejón estaba lleno de niebla, pero no había escaleras de mano ni tampoco techos bajos por donde trepar.

—Salgamos de aquí —dijo.

* * *

Angua plantó cara al rey.

Resistió un deseo terrible de cambiar. Lo más probable es que ni siquiera unas mandíbulas de mujer loba hubieran tenido ningún efecto en aquello. No tenía yugular.

No se atrevía a apartar la mirada. El rey se movía con indecisión, lleno de pequeñas sacudidas y temblores que en un humano sugerirían locura. Los brazos se le movían deprisa pero de forma errática, como si estuviera recibiendo señales que no le llegaran bien. Y el ataque de Dorfl lo había dejado dañado. Cada vez que se movía le brillaba una luz roja desde docenas de grietas nuevas.

—¡Te estás resquebrajando! —gritó Angua—. ¡El horno no servía para la alfarería!

El rey se abalanzó sobre ella. Ella lo esquivó y oyó que su mano cortaba una remesa de velas.

—¡Estás hecho de cualquier manera! ¡Estás horneado como una hogaza! ¡Estás a medio cocer!

Desenvainó su espada. Normalmente no le servía de gran cosa. Con una sonrisa siempre le bastaba.

Una mano cortó la parte superior de la hoja.

Ella miró el metal cortado con cara de horror y luego dio una voltereta hacia atrás mientras otro golpe le pasaba zumbando junto a la cara.

Su pie resbaló sobre una vela y cayó pesadamente, pero con la bastante serenidad como para rodar antes de que le cayera el pisotón encima.

—¿Dónde te has metido? —gritó.

—¿Puedes hacer que se acerque un poco más a las puertas, por favor? —dijo una voz desde la oscuridad de las alturas.

Zanahoria salió trepando de la estructura desvencijada en la que se apoyaba la línea de producción.

—¡Zanahoria!

—Ya casi está…

El rey intentó agarrarle la pierna a Angua. Ella lanzó una patada y le alcanzó en la rodilla.

Para su asombro, se la rompió. Pero el fuego de dentro seguía incólume. Las piezas de porcelana parecían flotar en él. No importaba lo que uno hiciera, el gólem era capaz de seguir adelante, aunque solamente fuera una nube de arenilla flotante.

—Ah. Eso es —dijo Zanahoria, y se dejó caer del castillete.

Aterrizó sobre la espalda del rey, le rodeó el cuello con el brazo y empezó a aporrearle la cabeza con la empuñadura de la espada. El gólem se tambaleó y trató de levantar las manos para quitárselo de encima.

—¡Tengo que sacarle las palabras! —gritó Zanahoria, mientras los brazos intentaban agarrarlo—. ¡Es la única… forma!

El rey se tambaleó hacia delante y chocó con un montón de cajas, que estallaron y provocaron un diluvio de velas. Zanahoria lo agarró de las orejas e intentó desenroscar.

Angua le oyó decir:

—Tiene… derecho… a… un… abogado…

—¡Zanahoria! ¡No te molestes en decirle sus malditos derechos!

—Tiene… derecho a…

—¡Dale solo los últimos!

Hubo un revuelo procedente de la puerta abierta y Vimes entró corriendo con la espada desenvainada.

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